(InfoCatólica) Con ocasión de la Fiesta de la Visitación de la Bienaventurada Virgen María, celebrada el día de ayer, sábado 31 de mayo de 2025, el Santo Padre León XIV presidió en la Basílica de San Pedro la Misa con ordenaciones sacerdotales. En una homilía marcada por el profundo sentido eclesial y misionero del sacerdocio, el Papa dirigió palabras de aliento y exhortación a los nuevos presbíteros y a toda la Iglesia. A continuación, el texto completo de la homilía.
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy es un día de gran alegría para la Iglesia y para cada uno de ustedes, ordenandos presbíteros, junto con sus familias, amigos y compañeros de camino en los años de formación. Como destaca en varios momentos el Rito de la Ordenación, es fundamental la relación entre lo que hoy celebramos y el pueblo de Dios. La profundidad, la amplitud e incluso la duración de la alegría divina que ahora compartimos son directamente proporcionales a los lazos que existen y crecerán entre ustedes, los ordenandos, y el pueblo del que proceden, del que siguen formando parte y al que son enviados. Me detendré en este aspecto, teniendo siempre presente que la identidad del sacerdote depende de la unión con Cristo, sumo y eterno sacerdote.
Somos pueblo de Dios. El Concilio Vaticano II avivó esta conciencia, anticipando casi un tiempo en el que las pertenencias se debilitarían y el sentido de Dios se volvería más difuso. Ustedes son testimonio de que Dios no se ha cansado de reunir a sus hijos, aunque sean distintos, y de constituirlos en una unidad dinámica. No se trata de una acción impetuosa, sino de esa brisa suave que devolvió la esperanza al profeta Elías en la hora del desaliento (cf. 1Re 19,12). La alegría de Dios no es ruidosa, pero realmente cambia la historia y nos acerca unos a otros. El misterio de la Visitación, que la Iglesia contempla en el último día de mayo, es un icono de ello. Del encuentro entre la Virgen María y su prima Isabel brota el Magníficat, el canto de un pueblo visitado por la gracia.
Las Lecturas recién proclamadas nos ayudan a interpretar lo que también está sucediendo entre nosotros. Jesús, en primer lugar, en el Evangelio no aparece agobiado por la muerte inminente ni por la desilusión de los lazos rotos o inconclusos. El Espíritu Santo, al contrario, intensifica esos vínculos amenazados. En la oración se hacen más fuertes que la muerte. En lugar de pensar en su propio destino, Jesús pone en manos del Padre los lazos que ha construido aquí abajo. ¡Nosotros formamos parte de ellos! El Evangelio, en efecto, ha llegado hasta nosotros a través de vínculos que el mundo puede desgastar, pero no destruir.
Queridos ordenandos, ¡concíbanse a ustedes mismos al modo de Jesús! Ser de Dios –siervos de Dios, pueblo de Dios– nos vincula a la tierra: no a un mundo ideal, sino al mundo real. Como Jesús, son personas de carne y hueso las que el Padre pone en su camino. A ellas conságrense, sin separarse, sin aislarse, sin hacer del don recibido una especie de privilegio. El Papa Francisco nos ha advertido muchas veces sobre esto, porque la autorreferencialidad apaga el fuego del espíritu misionero.
La Iglesia es constitutivamente extrovertida, como lo son la vida, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús. Ustedes harán suyas sus palabras en cada Eucaristía: es «por vosotros y por todos». A Dios nadie lo ha visto jamás. Él se dirigió a nosotros, salió de sí mismo. El Hijo se convirtió en su exégesis, su relato vivo. Y nos ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios. ¡No busquen, no busquemos otro poder!
El gesto de la imposición de las manos, con el que Jesús acogía a los niños y curaba a los enfermos, renueve en ustedes la potencia liberadora de su ministerio mesiánico. En los Hechos de los Apóstoles, ese gesto que dentro de poco repetiremos es transmisión del Espíritu creador. Así, el Reino de Dios pone ahora en comunión sus libertades personales, dispuestas a salir de sí mismas, injertando sus inteligencias y sus jóvenes fuerzas en la misión jubilar que Jesús ha transmitido a su Iglesia.
En su saludo a los ancianos de la comunidad de Éfeso, del que hemos escuchado algunos fragmentos en la primera Lectura, Pablo les transmite el secreto de toda misión: «El Espíritu Santo los ha constituido como custodios» (Hch 20,28). No como dueños, sino como custodios. La misión es de Jesús. Él ha resucitado, por tanto, está vivo y va delante de nosotros. Ninguno de nosotros está llamado a reemplazarlo. El día de la Ascensión nos educa a su presencia invisible. Él confía en nosotros, nos hace espacio; incluso llegó a decir: «Les conviene que yo me vaya» (Jn 16,7). También nosotros, Obispos, queridos ordenandos, al involucrarlos hoy en la misión, les hacemos espacio. Y ustedes hagan espacio a los fieles y a cada criatura, en quienes el Resucitado está cerca y a través de los cuales le gusta visitarnos y sorprendernos. El pueblo de Dios es más numeroso de lo que vemos. No definamos sus límites.
De san Pablo, de ese su conmovedor discurso de despedida, quisiera destacar una segunda palabra. En realidad, precede a todas las demás. Él puede decir: «Ustedes saben cómo me he comportado con ustedes todo este tiempo» (Hch 20,18). ¡Grabemos en el corazón y en la mente esta expresión! «Ustedes saben cómo me he comportado»: la transparencia de la vida. Vidas conocidas, vidas legibles, vidas creíbles. Estamos dentro del pueblo de Dios, para poder estar delante de él, con un testimonio creíble.
Juntos, entonces, reconstruiremos la credibilidad de una Iglesia herida, enviada a una humanidad herida, dentro de una creación herida. Todavía no somos perfectos, pero es necesario ser creíbles.
Jesús resucitado nos muestra sus heridas y, a pesar de que son signo del rechazo por parte de la humanidad, nos perdona y nos envía. ¡No lo olvidemos! Él sopla también hoy sobre nosotros (cf. Jn 20,22) y nos hace ministros de esperanza. «Así que nosotros ya no conocemos a nadie según criterios meramente humanos» (2Cor 5,16): todo lo que a nuestros ojos se presenta como roto y perdido, ahora se nos aparece bajo el signo de la reconciliación.
«Nos apremia el amor de Cristo», ¡queridos hermanos y hermanas! Es una posesión que libera y que nos capacita para no poseer a nadie. Liberar, no poseer. Somos de Dios: no hay riqueza mayor que apreciar y compartir. Es la única riqueza que, al compartirse, se multiplica. Queremos llevarla juntos al mundo que Dios tanto amó, que entregó a su Hijo único (cf. Jn 3,16).
Así, cobra pleno sentido la vida entregada de estos hermanos, que dentro de poco serán ordenados presbíteros. Les damos las gracias y damos gracias a Dios que los ha llamado al servicio de un pueblo enteramente sacerdotal. Juntos, en efecto, unimos el cielo y la tierra. En María, Madre de la Iglesia, brilla este sacerdocio común que enaltece a los humildes, une a las generaciones, nos hace llamarnos bienaventurados (cf. Lc 1,48.52). Ella, Virgen de la Confianza y Madre de la Esperanza, interceda por nosotros.