(InfoCatólica) El Pontífice recordó que «la Iglesia de Roma es heredera de una gran historia, arraigada en el testimonio de Pedro, de Pablo y de innumerables mártires, y tiene una misión única, bien indicada por lo que está escrito en la fachada de esta Catedral: ser Mater omnium Ecclesiarum, Madre de todas las Iglesias».
León XIV se refirió al primer concilio de la Iglesia, celebrado en Jerusalén para discernir el modo en que la salvación sería para todos, judíos y gentiles:
«Escriben: “Ha parecido bien […] al Espíritu Santo y a nosotros” (cf. Hch 15,28). Subrayan, por tanto, que en todo este proceso la escucha más importante, la que hizo posible todo lo demás, fue la escucha de la voz de Dios. Nos recuerdan así que la comunión se construye ante todo “de rodillas”, en la oración y en un esfuerzo continuo de conversión.»
Y destacó la absoluta necesidad de dejarnos guiar por el Espíritu Santo en la tarea de la evangelización:
«Somos tanto más capaces de anunciar el Evangelio cuanto más nos dejamos conquistar y transformar por él, permitiendo que el poder del Espíritu nos purifique interiormente, haga sencillas nuestras palabras, honestos y transparentes nuestros deseos, generosas nuestras acciones.»
A los fieles de Roma, les recordó aquella cita de San Agustín que ya usó en su primer discurso como Papa al presentarse ante los fieles en la Plaza de San Pedro:
«Por mi parte, expreso el deseo y el compromiso de entrar en este vasto campo de trabajo poniéndome, en la medida de lo posible, a la escucha de todos, para aprender, comprender y decidir juntos: “cristiano con ustedes y Obispo para ustedes”, como decía San Agustín (cf. Sermón 340, 1)»
Homilía de León XIV en Letrán
Celebración Eucarística e Inicio del Ministerio Episcopal en la Cátedra Romana del Obispo de Roma León XIV
25.05.2025Homilía del Santo Padre
Dirijo un afectuoso saludo a los Señores Cardenales presentes, en particular al Cardenal Vicario, a los Obispos Auxiliares y a todos los Obispos, a los queridos Sacerdotes – párrocos, vicarios parroquiales y todos aquellos que de distintas formas colaboran en el cuidado pastoral de nuestras comunidades –; así como también a los Diáconos, a los Religiosos y Religiosas, a las Autoridades y a todos ustedes, queridos fieles.
La Iglesia de Roma es heredera de una gran historia, arraigada en el testimonio de Pedro, de Pablo y de innumerables mártires, y tiene una misión única, bien indicada por lo que está escrito en la fachada de esta Catedral: ser Mater omnium Ecclesiarum, Madre de todas las Iglesias.
Con frecuencia el Papa Francisco nos ha invitado a reflexionar sobre la dimensión materna de la Iglesia (cf. Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 46-49.139-141; Catequesis, 13 de enero de 2016) y sobre las características que le son propias: la ternura, la disposición al sacrificio y esa capacidad de escucha que permite no solo socorrer, sino muchas veces anticipar las necesidades y expectativas, incluso antes de que se expresen. Son rasgos que deseamos que crezcan en todo el pueblo de Dios, también aquí, en nuestra gran familia diocesana: en los fieles, en los pastores, en mí el primero. Sobre ellos pueden ayudarnos a reflexionar las Lecturas que hemos escuchado.
En los Hechos de los Apóstoles (cf. 15,1-2.22-29), en particular, se relata cómo la comunidad de los orígenes enfrentó el desafío de abrirse al mundo pagano en el anuncio del Evangelio. No fue un proceso fácil: requirió mucha paciencia y escucha mutua; esto ocurrió ante todo dentro de la comunidad de Antioquía, donde los hermanos, dialogando – incluso discutiendo – lograron juntos definir la cuestión. Pero luego Pablo y Bernabé subieron a Jerusalén. No decidieron por su cuenta: buscaron la comunión con la Iglesia madre y se dirigieron a ella con humildad.
Allí los encontraron, dispuestos a escuchar, Pedro y los Apóstoles. Se entabló así el diálogo que finalmente condujo a la decisión correcta: reconociendo y considerando el esfuerzo de los neófitos, se acordó no imponerles cargas excesivas, sino limitarse a pedir lo esencial (cf. Hch 15,28-29). De este modo, lo que podía parecer un problema se convirtió para todos en una ocasión para reflexionar y crecer.
El texto bíblico, sin embargo, nos dice más, y va más allá de la rica e interesante dinámica humana del acontecimiento.
Esto lo revelan las palabras que los hermanos de Jerusalén dirigen, mediante una carta, a los de Antioquía, comunicándoles las decisiones tomadas. Escriben: «Ha parecido bien […] al Espíritu Santo y a nosotros» (cf. Hch 15,28). Subrayan, por tanto, que en todo este proceso la escucha más importante, la que hizo posible todo lo demás, fue la escucha de la voz de Dios. Nos recuerdan así que la comunión se construye ante todo «de rodillas», en la oración y en un esfuerzo continuo de conversión. Solo en esa tensión interior puede cada uno oír dentro de sí la voz del Espíritu que clama: «¡Abbá! ¡Padre!» (Gál 4,6), y en consecuencia escuchar y comprender a los demás como hermanos.
También el Evangelio nos reitera este mensaje (cf. Jn 14,23-29), diciéndonos que en las decisiones de la vida no estamos solos. El Espíritu nos sostiene y nos muestra el camino a seguir, «enseñándonos» y «recordándonos» todo lo que Jesús ha dicho (cf. Jn 14,26).
Ante todo, el Espíritu nos enseña las palabras del Señor imprimiéndolas profundamente en nosotros, según la imagen bíblica de la ley ya no escrita en tablas de piedra, sino en nuestros corazones (cf. Jr 31,33); don que nos ayuda a crecer hasta convertirnos en «carta de Cristo» (cf. 2Co 3,3) los unos para los otros. Y es realmente así: somos tanto más capaces de anunciar el Evangelio cuanto más nos dejamos conquistar y transformar por él, permitiendo que el poder del Espíritu nos purifique interiormente, haga sencillas nuestras palabras, honestos y transparentes nuestros deseos, generosas nuestras acciones.
Y aquí entra en juego el otro verbo: «recordar», es decir, volver a dirigir la atención del corazón a lo que hemos vivido y aprendido, para penetrar más profundamente en su significado y saborear su belleza.
Pienso, en este sentido, en el camino exigente que la Diócesis de Roma está recorriendo en estos años, articulado en varios niveles de escucha: hacia el mundo que la rodea, para acoger sus desafíos, y dentro de las comunidades, para comprender sus necesidades y promover iniciativas sabias y proféticas de evangelización y caridad. Es un camino difícil, aún en curso, que busca abrazar una realidad muy rica, pero también muy compleja. Sin embargo, es digno de la historia de esta Iglesia, que tantas veces ha demostrado saber pensar «en grande», entregándose sin reservas en proyectos valientes, y exponiéndose incluso ante escenarios nuevos y desafiantes.
Un signo de ello es el gran trabajo con el que toda la diócesis, precisamente en estos días, se está prodigando para el Jubileo, en la acogida y atención de los peregrinos y en innumerables otras iniciativas. Gracias a tantos esfuerzos, la ciudad se muestra a quienes llegan, a veces desde muy lejos, como una gran casa abierta y acogedora, y sobre todo como un hogar de fe.
Por mi parte, expreso el deseo y el compromiso de entrar en este vasto campo de trabajo poniéndome, en la medida de lo posible, a la escucha de todos, para aprender, comprender y decidir juntos: «cristiano con ustedes y Obispo para ustedes», como decía San Agustín (cf. Sermón 340, 1). Les pido que me ayuden a hacerlo en un esfuerzo común de oración y caridad, recordando las palabras de San León Magno: «Todo el bien que realizamos en el cumplimiento de nuestro ministerio es obra de Cristo; no nuestra, ya que sin Él nada podemos hacer, pero de Él nos gloriamos, de Él procede toda la eficacia de nuestra acción» (Serm. 5, de natali ipsius, 4).
A esas palabras quisiera unir, para concluir, las del Beato Juan Pablo I, que el 23 de septiembre de 1978, con el rostro radiante y sereno que ya le había valido el apelativo de «Papa de la sonrisa», saludaba así a su nueva familia diocesana: «San Pío X – decía – al tomar posesión como patriarca de Venecia, exclamó en San Marcos: “¿Qué sería de mí, venecianos, si no os amara?”. Yo digo algo similar a los romanos: puedo asegurarles que los amo, que solo deseo ponerme a su servicio y poner a disposición de todos mis pobres fuerzas, ese poco que tengo y que soy» (Homilía con ocasión de la Toma de Posesión de la Cátedra Romana, 23 de septiembre de 1978).
También yo les expreso todo mi afecto, con el deseo de compartir con ustedes, en el camino común, alegrías y dolores, fatigas y esperanzas. También yo les ofrezco «ese poco que tengo y que soy», y lo confío a la intercesión de los Santos Pedro y Pablo y de tantos otros hermanos y hermanas cuya santidad ha iluminado la historia de esta Iglesia y los caminos de esta ciudad. Que la Virgen María nos acompañe e interceda por nosotros.