(The Pillar/InfoCatólica) Mons. Varden, converso al catolicismo desde el luteranismo, es una de las figuras de más relevancia entre los obispos europeos y es invitado con frecuencia a dar charlas y conferencias en el Viejo Continente. De ahí que The Pillar haya querido entrevistarle sobre la actualidad de la Iglesia, en plena sede vacante y a la espera de la elección de un nuevo Papa.
Ante la cuestión de si los fieles son meros espectadores pasivos durante este proceso histórico, Varden afirma:
«En la Iglesia nunca somos espectadores pasivos. “Si un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es honrado, todos se alegran con él” (1 Cor 12,26). Conocemos bien esta frase paulina. Su aplicación es universal.
Sin embargo, el Pontífice Romano, el sucesor de San Pedro, no es simplemente un miembro más. La doctrina católica se refiere a él como “la cabeza visible de toda la Iglesia” (Lumen gentium 18). Claro: teológicamente y en principio, Cristo es la Cabeza del Cuerpo Místico. Pero en la economía de la gracia, derivada de la lógica de la Encarnación de Cristo, las realidades invisibles se nos dan en formas visibles que comunican eficazmente la acción salvífica de Dios.
En este momento, nosotros, miembros concretos de la Iglesia, estamos en este sentido concreto, sin cabeza. Es una situación incómoda. Hay algo ominoso en un cuerpo que se mueve sin cabeza —piensa en la imagen de un pollo sin cabeza, y en lo que representa.
Este es un tiempo para consentir, con corazones dolidos, mentes claras y, en medio de todo, gratitud, a la realidad de lo que significa ser católico. Esa realidad toca todos los aspectos de nuestro ser.
Asumimos nuestro sentimiento de pérdida visceralmente, espiritualmente, intelectualmente, mientras anhelamos la restauración de la integridad del cuerpo, para que aparezca en toda su estatura, como una imagen digna y creíble de Cristo en la tierra, “comprometido sin cesar”, como dice el Concilio Vaticano II, “en alabar al Señor e interceder por la salvación del mundo entero” (Sacrosanctum Concilium, 83), cabeza y miembros unidos en perfecta armonía, de manera melodiosa.»
Sobre lo que supone el interregno papal y ante la tesis de si este tiempo puede compararse con la Cuaresma o el Adviento, el obispo explica:
«Es algo diferente. Seamos claros: la Cuaresma y el Adviento disponen a los fieles para manifestaciones especiales del misterio de la fe realizado en Cristo. Este misterio es inquebrantable, haya o no interregno.
El proceso de duelo tras la muerte de un papa y el desarrollo del cónclave son tiempos de espera para disposiciones particulares y significativas, sí; pero el Mesías ha venido, Cristo ha resucitado, nuestra esperanza cristiana es firme —así que no hay necesidad real de preocuparse. De hecho, diría que este es un buen momento para hacer exactamente lo contrario: practicar el silencio y la paz.
Un coro creciente de voces analiza el pontificado recién concluido y hace pronósticos sobre el próximo. De repente, todos son expertos. Esto es inevitable. En algunos aspectos puede ser útil. Pero cuidémonos de reducir este tiempo a chismes y punditocracia más o menos competente.
Creemos que el Espíritu Santo guía a la Iglesia. Los frutos del Espíritu son “amor, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio” (Gál 5,22-23). Fomentando estos frutos, nos abriremos a la inspiración del Espíritu.
Como la Iglesia es un cuerpo, todos tenemos un papel que desempeñar para cultivar ahora la atención pacífica que permite una obediencia inteligente y libre. Piénsalo: es difícil mantener la mente en las cosas espirituales si tienes inquietud corporal. Así que, donde sea que estemos como miembros, hagamos lo que podamos para traer paz al cuerpo.
Busquemos tiempos de silencio, adoración, intercesión y quietud. De ello se beneficiará todo el organismo. Y nos prepararemos, juntos, para recibir la bendición y la tarea que el Señor nos tiene reservadas.»
Preguntado sobre cómo los fieles pueden cooperar con el Espíritu Santo en esta etapa de transición, Varden indica:
«Ya hemos considerado algunas. Me gustaría mencionar otra que pienso con frecuencia. La constitución Lumen gentium del Vaticano II habla, como sabes, del llamado universal a la santidad. Eso suena muy alentador desde la distancia: podemos imaginarnos fácilmente como santos; tal vez tengamos una autohagiografía o un emblema personal listo para proponer.
El problema es que la santidad cristiana es, por su naturaleza, cruciforme, nacida de la unión con Cristo Jesús quien, “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se despojó de sí mismo” (Flp 2,6-7). La liturgia del Viernes Santo nos permitió, hace apenas unos días, tocar la magnitud de ese despojo, que nos deja vulnerables.
Con esto en mente, considera lo que enseña la constitución: “todos los fieles de Cristo están llamados a esforzarse por la santidad y la perfección de su propio estado. En efecto, tienen la obligación de hacerlo. Que todos, por tanto, se esfuercen en orientar correctamente sus más profundos sentimientos del alma” (Lumen gentium 42). En latín, la última cláusula dice: “ut affectus suos recte dirigant”.
Hoy tendemos a dar por sentado que nuestros sentimientos son verdaderos y revelan quiénes somos: “siento, luego existo”. Reclamamos fácilmente el derecho a actuar según nuestros sentimientos —y nos molesta que otros no los respeten. Sin embargo, aquí la Iglesia nos recuerda que nuestros afectos, con frecuencia, están desordenados y que la dimensión afectiva debe ser orientada para que realmente nos ayude a alcanzar la meta.
Las emociones se agitan en un tiempo como este: unas exultantes, otras dolidas, algunas airadas. Todas desean ser validadas. Pero no se trata de eso.
Si podemos ayudarnos unos a otros, con palabras y ejemplos, a orientar correctamente nuestros sentimientos más profundos durante estos días, creo que haremos un trabajo importante como cooperadores del Espíritu.»
Finalmente, sobre si es adecuado rezar para que un candidato concreto sea elegido Papa, Varden responde:
«La cuestión es: aquí no se trata de que alguien gane. ¿Pensamos en el peso que se colocará sobre los hombros del futuro papa en el momento de su aceptación? ¿Consideramos la cuenta que deberá rendir algún día ante el Juez de todos?
Si lees a Dante, o consideras cualquiera de los numerosos cuadros medievales del Juicio Final, verás no pocos mitrados en las regiones infernales. Esto es algo que, como obispo, considero con temor. Las apuestas son enormes.
La fortaleza y la fe requeridas del Pontífice Romano desafían la imaginación: ese pobre hombre debe ser a la vez muy fuerte y muy dócil; debe estar intensamente presente en los asuntos de este mundo y vivir, al mismo tiempo, una vida absolutamente sobrenatural; debe practicar el desapego heroico, sin un momento de descanso; debe consentir, desde lo más profundo de su corazón, al llamado petrino: “cuando seas viejo, extenderás tus manos, y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras ir” (Jn 21,18). ¿Quién puede estar a la altura de esto?
En lugar de considerar al Colegio de Cardenales como un establo de caballos y hacer apuestas, pienso que deberíamos pensar y orar en estos términos: ahora mismo la Providencia está preparando a un hombre de su elección para asumir una participación privilegiadísima en la oblación pascual de Cristo, para vivir este encargo íntimo hasta la muerte, bajo la mirada inquisitiva de un mundo voluble que, en un instante, pasará de gritar “¡Hosanna!” a “¡Crucifícalo!”.
El Papa tiene una misión maravillosa y gozosa: proclamar a Cristo al mundo. Pero la cabeza que esperamos será coronada de espinas de diversas maneras.
Sobriamente, entonces, podemos recitar la oración designada como colecta en las Misas “Por el Papa que ha de ser elegido” —y es maravilloso que oremos por él personalmente antes de saber quién es:
“Señor Dios, Pastor eterno, que gobiernas a tu rebaño con protección constante: concede a tu Iglesia, en tu inmensa bondad, aquel pastor que te sea grato por su santidad y nos sea beneficioso por su incansable solicitud.”
Es una buena oración.»