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14.02.20

Muerte y eutanasia

Decía Heidegger que “apenas un hombre viene a la vida ya es bastante viejo para morir”. La muerte está siempre presente en la vida; constituye una dimensión del hombre; lo que podríamos llamar un “existencial”.

Debemos contar con la muerte; es decir, hemos de ser conscientes de nuestra mortalidad. No vale de nada esconder o ignorar ese capítulo de la propia biografía; capítulo que, en su concreción, será paradójico. Como dice un estudioso de la Antropología filosófica, la muerte es lo más diverso y lo más común a todos los mortales, lo más propio del hombre y lo más extraño, lo más universal y lo más personal, lo más cierto y lo más incierto…

Pero no se trata, solo, de reflexionar sobre la muerte, sino asimismo de interrogarnos sobre nuestra responsabilidad ante el momento de la propia muerte y de la muerte de otros.

En esa tesitura, del “yo me muero” o del “tú te mueres”, ¿qué es lo razonable, lo sensato, lo digno del hombre? A mí me parece que lo adecuado es cuidar a cada persona, sea cual sea su situación; lo que implica, concretamente, cuidar al enfermo, al deprimido, al moribundo, al desahuciado. Cuidarle y acompañarle. Proporcionarle cuidados paliativos. Ayudar a que su vida sea vivida dignamente y a que su muerte, esa dimensión que acompaña a la vida, sea asumida también dignamente.

Lo menos adecuado, lo menos razonable, sería, me parece, colaborar con un suicidio o procurar directamente la muerte al más débil; al que ya no cree que merezca la pena pedir otra cosa que conseguir la situación en la que ya no podrá pedir nada más en este mundo. Hacerse cómplice de un suicidio, hacerse culpable de una muerte, equivale a un fracaso rotundo. No estamos para ayudar a que otros se mueran ni para proporcionarles, aunque ellos lo demanden, una especie de piadoso “tiro de gracia”.

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