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23.05.19

Socializar la estupidez

“El dinero es como el estiércol; no tiene valor alguno hasta que lo esparces”, solía decir la millonaria y filántropa Brooke Astor. Parece que hay quien piensa que lo que se asemeja al estiércol es el cuerpo humano, útil para generar compost tras el “trámite”, pongamos por caso, del aborto o de la eutanasia; trámite en general muy poco libre para quien lo padece (esta falta de libertad es total para el abortado y muy escasa para el eutanasiado, ya que, con el tiempo, terminaría por considerarse una actitud insolidaria empeñarse en seguir viviendo).

El estiércol tiene sus admiradores. El dinero, también. Pero curiosamente este último cuenta asimismo con detractores. No creo que sea por el dinero en sí, que no deja de ser un medio, un instrumento, susceptible de ser usado para el bien o para el mal. Muchas veces tras las retóricas proclamas contra el dinero, o el capital, se parapeta el rechazo casi instintivo que algunos sienten hacia la libertad de los demás. Disponer de dinero, de un cierto bienestar, proporciona libertad. La manera de subyugar a otros es impedir que puedan administrar su propio dinero, haciéndolos depender de la cartilla de racionamiento que administra el que tiene en exclusiva el poder. Los que aspiran a tener la llave hasta del aire que uno respira valoran el dinero en sus cuentas bancarias, pero lo critican cuando permite que otros amplíen su parcela de libertad.

En la búsqueda del monopolio totalitario ejercido en nombre de idolátricos ideales, los aspirantes a tiranos no quieren que se esparza nada sin su consentimiento. Tolerarían quizá unos cuantos cadáveres para fertilizar campos, pero se indignarían ante el más mínimo reparto del dinero. No quieren que haya millonarios, y, menos aún, millonarios filántropos. Lo suyo es que haya súbditos, dóciles a los dictados del aparato, a los designios falsamente mesiánicos indicados por muy pocos; en su versión maximalista, a poder ser por uno solo.

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