El pequeño gladiador

Durante estas últimas semanas hemos estado pendientes del desenlace de un drama: la muerte, anunciada, de un niño pequeño, hijo de unos padres muy jóvenes que se han desvivido por cuidarlo y por defenderlo.

Cabe decir aquello que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. Pecado y gracia. Mal y misericordia. Ceguera y visión. La vida, y la muerte, es un poco todo eso. Pero yo estoy cada vez más convencido de que la misericordia pone un límite al mal. Lo cual es lógico, porque Dios es el Señor de todo. Y, por consiguiente, pone freno al mal. Puede parecer que el mal lo invade todo, pero nunca logra realmente invadirlo todo.

Ante la última batalla del “pequeño gladiador”, he de confesar que pocas veces recé tanto para que se produjese un milagro. Pero el milagro no se produjo, o sí, seguramente sí, pero no como yo lo deseaba en un primer momento. Yo deseaba que ese niño, ese gladiador, se curase del todo, para que públicamente se viese que no nos está reservada, a ninguno de nosotros, la última palabra sobre nada. Ni tampoco a los médicos ni a los jueces. Que ya dan miedo, médicos y jueces, cuando van muy sobrados en “ultimidades”.

Los médicos y los jueces dan miedo, mucho, pero una opinión pública que, con los votos, da el poder a los que legislan y juzgan, da casi más miedo. Porque esa opinión, traducida en votos – al final todo es cuestión de números – se convierte, antes o después en ley. Y la ley obliga. Y puede obligar a cometer, por acción u omisión, los peores excesos.

Y esos excesos dan miedo. Da miedo que triunfe una razón sin sentimientos, sin afectos, una razón de la pura – sola – funcionalidad. Da mucho miedo.

Da miedo que triunfe – en un caso penal – una razón que solo es razón porque el más fuerte – el Estado – la apoya.

Da miedo una democracia que pasa por encima de los derechos más básicos, como es el de unos padres a cuidar a su hijo.

Todo eso da mucho miedo. No es razonable, no es digno de la razón humana, ofrecer como única alternativa a unos padres matar, por sofocación, hambre y sed, a su hijo. No es razonable que, ante esas opciones, unos padres no puedan optar por otras alternativas razonables.

No se trata de salvar la vida de un enfermo a cualquier precio. Se trata de cuidar del mejor modo, a cualquier precio, a un enfermo.

Que un Hospital, que unos médicos, que un Estado, que un poder judicial, no hayan permitido pensar que quizá sea bueno dejar que unos padres busquen, con garantías, unos cuidados para su hijo enfermo, que ni eso se permita, es muy preocupante. Es escandaloso.

Estamos en una tiranía. Sometidos al dogma del que manda. Sin que sea posible, siquiera, discrepar. Esto es espantoso.

Pero la batalla de estos jóvenes padres ejemplares y de su precioso gladiador no ha sido, en absoluto, en vano. No es necesario garantizar la curación de un enfermo. Se hará lo que se pueda. Pero un enfermo no es una “cosa”; es una persona, por muy enfermo que esté. La lógica del amor es la más realista de todas; se niega a quedarse en la superficie – en el cálculo de gastos – y apunta a lo esencial: una persona tiene dignidad y no precio.

Debemos, nosotros, despertar del sueño. O despertamos o nos sumergen a todos en un sueño sin mañana.

Y la mayoría no tenemos a padres jóvenes y combativos como, honradamente, lo han sido los del pequeño gladiador.

Bien por él, precioso niño, y bien por sus padres.

 

Guillermo Juan Morado

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