La fe que llega... al bolsillo
Un cierto pudor nos impide, a veces, referirnos públicamente a todo lo que tenga que ver con el dinero. El dinero está muy bien visto, es un bien apetecido y apetecible, pero, en sociedad, no resulta de buena educación hablar sobre él. Mucho menos en la Iglesia. La palabra “Iglesia” se asocia, en el mapa semántico de la mente de muchos católicos, con otras palabras: “pobreza”, “gratuidad”, “limosna”, etc. Con menor frecuencia se vincula ese término a los conceptos de “corresponsabilidad”, “sostenimiento”, “contribución”.
Una herencia de siglos ha identificado el sostenimiento económico de la Iglesia con las “limosnitas”; es decir, con un dinerito que se da en las colectas hechas con fines religiosos. La pertenencia a la Iglesia no ha resultado, en general, gravosa para los fieles. Si acaso, pagar el estipendio de una Misa (para ayudar a que el sacerdote que la celebra llegue a fin de mes); ocasionalmente, entregar lo estipulado como arancel por la celebración de un funeral o de una boda y, los domingos, librarse de la calderilla, de las monedas de escaso valor, cuando pasan el cestito.