InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: 2020

25.01.20

El Señor nos ha rescatado con la red de su palabra

La Iglesia es la reunión de los hombres en torno a Jesucristo, el Hijo de Dios (cf Catecismo 541). Él es la “luz grande” que brilla en medio de las sombras de muerte (cf Is 8,23-9,3; Mt 4,12-17). Las tinieblas simbolizan el error y la impiedad, la ignorancia y la confusión; en definitiva, el desconocimiento de Dios. En medio de esa oscuridad, resplandece Cristo, que quiere dar comienzo a su Iglesia mediante su predicación y la llamada a los primeros apóstoles.

Galilea, una tierra devastada y maltratada en tiempos del profeta Isaías, colonizada por poblaciones extranjeras, va a ser el escenario escogido por Dios para el inicio del ministerio de Jesús. Interpretando alegóricamente la Sagrada Escritura, algunos comentaristas medievales, como Rábano Mauro, ven en Galilea una figura de la Iglesia, “donde se verifica el tránsito de los vicios a las virtudes”, de la falsedad a la rectitud.

Allí el Señor empezó a predicar: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos”. La exhortación a la penitencia va unida al anuncio de un gran bien, la felicidad del Reino de Dios. La palabra de Cristo convoca a los hombres. En realidad, Él en persona es la Palabra “que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI). En sus palabras humanas se expresa Aquel que es la Palabra divina.

Con la autoridad de su palabra, llama a los apóstoles: A Pedro y a Andrés, a Santiago y a Juan. Forma así una comunidad reunida alrededor de Él. En este caso no son los discípulos quienes eligen al maestro, sino que es el Maestro quien elige a los discípulos: “Venid y seguidme”. La llamada los vincula a su persona y les exige una decisión radical: dejarlo todo; es decir, poner en segundo plano lo que no puede ocupar el lugar de Dios.

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24.01.20

Conversión del apóstol san Pablo

La liturgia de esta festividad nos invita a la conversión y al apostolado. Convertirse significa encontrarse con Cristo en el camino de la propia vida, dejarse envolver por su resplandor, escuchar su palabra, conocer su voluntad. La consecuencia de este encuentro, para cada uno de nosotros como para San Pablo, es el testimonio, dejándonos transformar por la gracia para cumplir el mandato misionero de Cristo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”.

¿En qué consistió la conversión de San Pablo? Esencialmente en el encuentro con Cristo Resucitado. Un acontecimiento que cambió radicalmente su vida, haciendo que de perseguidor de Cristo, de la Iglesia de Cristo, pasase a ser apóstol: “el Resucitado habló a san Pablo, lo llamó al apostolado, hizo de él un verdadero apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo específico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano” (Benedicto XVI, “Audiencia”, 3-9-2008).

Podemos decir que San Pablo experimentó una auténtica muerte y una auténtica resurrección: muere a todo lo que era hasta entonces para renacer como una criatura nueva en Cristo: “Todo lo que para mí era ganancia lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él” (Flp 3,7-8).

Esta fiesta nos llama a realizar una experiencia similar; a volver a encontrarnos realmente con el Señor. Él sale a nuestro encuentro - como salió al encuentro de Saulo en el camino de Damasco - en la lectura de la Sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Como decía el Papa Benedicto XVI, “podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos”.

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22.01.20

De ninguna de las maneras hay quien lo(s) entienda

Este Gobierno, se diría, juega a despistar, a descolocar y, de paso, a allanar el camino a no se sabe qué (ellos sí que lo saben, perfectamente).

“De ninguna de las maneras”, se anunciaba con voz de Súper-Tacañona, los hijos son de los padres. Los seres humanos, incluso los seres humanos en su etapa embrionaria, no son cosas. En ese sentido, no se compran ni se venden. Tienen, en suma, dignidad y no precio. Los hijos no son de los padres, ni de nadie. Menos, del Gobierno de turno. Puestos a ser, son de Dios. Exclusivamente.

“De ninguna de las maneras” la educación religiosa es, repiten, un derecho principal, sino “accesorio”. Seguramente la voz que suena a Súper-Tacañona ha enunciado una diferenciación técnica desde el punto de vista jurídico. Pero lo hace con tal (falsa) “autoridad” que parece que preconiza un cambio de época.

No es secundaria en el hombre la dimensión religiosa. Es muy principal. El hombre es, se ha dicho, el “animal divino”. La religión, como el lenguaje, caracteriza lo humano. Hay que ser muy superficial, muy frívolo, para invocar la educación “integral” y hacer burla, al mismo tiempo, de la educación religiosa.

“De ninguna de las maneras” se entiende al hombre, y al mundo, prescindiendo de la religión. La escuela debería ser un espacio abierto al entendimiento, a la comprensión. Estaría bien que, en el contexto de la transmisión de los saberes, los alumnos pudiesen vincular los saberes que proceden de sus tradiciones religiosas – judías, musulmanas, católicas, protestantes – con el acervo común de los ciudadanos de nuestra patria. Y que los alumnos que vienen de familias ateas, agnósticas o indiferentes, supiesen ponerse en el lugar de sus compañeros que creen.

Para lograr este fin habría que valorar seriamente la religión. Cuando no se la valora, se recorta todo: el respeto a los derechos humanos, la cultura, la antropología, la democracia no totalitaria…

La Declaración Universal de los Derechos Humanos dice: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.

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18.01.20

El Cordero de Dios: Libertad, servicio, sacrificio

San Juan designa a Jesús como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (cf Jn 1,29). Alude así al sacrificio redentor de Cristo. Jesús es el verdadero “Siervo de Yahvé” (cf Is 49,3-6), que viene al mundo para hacer la voluntad del Padre. El servicio y el sacrificio - dos palabras poco gratas a los oídos contemporáneos - están incluidos en el simbolismo del Cordero.

¿Qué significa “servicio”? En la Biblia, el “servicio” puede ser algo bueno o algo malo. Puede tratarse de la sumisión del hombre a Dios o bien de la sujeción del hombre por el hombre; es decir, de una forma de esclavitud. Se trata de acepciones antagónicas de un mismo término.

En el mundo pagano el esclavo, el servidor, no era considerado ni siquiera como una persona; era visto como una propiedad, una cosa, algo semejante a un animal. En la Ley de Israel, no obstante, el esclavo no deja de ser hombre y hasta puede llegar a ser alguien de confianza e incluso heredero (cf Gn 24,2).

Servir a Dios no es ser esclavo. Es todo lo contrario: se trata de un título de nobleza. Pero este servicio se ha de concretar en el culto y en la conducta, en el sacrificio ritual y en la obediencia.

Muchas veces, pretendiendo ser completamente autónomos, plenamente independientes de Dios, nos convertimos en esclavos: De los demás, de la moda, de los intereses dominantes o incluso de nuestras pasiones.

Jesús ha venido a servir, a cumplir la voluntad del Padre. La negativa de los hombres a servir a Dios es reparada por la obediencia de Cristo. Servir es dar la vida, entregándola hasta las últimas consecuencias. No somos “menos” hombres por ser “más” de Dios. Es justamente al revés: Cuanto más seamos de Dios, más somos. En la medida en que seamos sus servidores, seremos libres.

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17.01.20

El Libro Gordo...

El libro gordo

 

“El libro gordo de Petete” era una enciclopedia y un programa de televisión que, al finalizar, terminaba con estas palabras: “El libro gordo te enseña, el libro gordo entretiene, y yo te digo contenta, hasta el programa que viene”.

Hoy los niños no tienen a Petete ni su libro gordo. No les hará falta. Tampoco tendrán a sus padres – que pueden ser malos malísimos: machistas, homófobos, etc. - . Solo les quedarán las ministras y los ministros. Solo les quedará el Gobierno. Solo les quedará el todo y lo único; el poder y la confusión.

Rousseau, ese gran pedagogo, lo tenía meridianamente claro. A sus propios vástagos los envió a la inclusa para que el Estado se ocupase de ellos. Lo hacía - ¡oh precursor! – para apartarlos de la mala influencia de su familia política.

A este paso solo los hijos de padres igualitarios, partidarios de experimentar recíprocamente, por un conducto común, la sumisión que libera, podrán ser educados por sus progenitores – A, B, C o lo que cuadre - . Los demás niños, no. Los demás, a la inclusa, a la escuela pública convertida en inclusa, donde las grandes maestras dictarán, con inefable oráculo, cómo habrán de encaminarse en esta vida y cómo habrán de programar hasta su muerte.

Habrá ley y presupuesto para todo. Podrán, los de la inclusa, “consumar”, es un decir, cuando quieran, con quien quieran, donde quieran, como quieran…Podrán hacer todo, menos cuestionar la autoridad de las grandes ministras, de las grandes regentes del hospicio. Podrán abortar, sin permiso parental, aquellas ingenuas que no se hayan enterado de las infinitas posibilidades de la espeleología.

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