InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Noviembre 2014

29.11.14

Despertar del sueño

El profeta Isaías expresa el deseo ardiente de la venida del Señor (cf Is 63,16-19; 64,2-7). El pueblo atraviesa una situación dolorosa, ya que está desterrado en Babilonia, y dirige su mirada a Dios: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!”. La memoria de la fe fundamenta este deseo: “Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él”.

 

Ante este recuerdo brotan dos actitudes: por una parte, la aflicción por la propia infidelidad, la conciencia de que “nuestras culpas nos arrebatan como el viento”; pero, por otra, la oración confiada: “Vuélvete por amor a tus siervos”. Dios ama a su pueblo, nos ama a cada uno. Él es nuestro Padre, su nombre es “Nuestro Redentor” y  todos somos obra de su mano.

 

Como Israel, cada uno de nosotros ha de profundizar en este deseo de que Dios venga a nuestras vidas. La memoria de la llegada de Cristo en la Navidad, el recuerdo de su Pascua, la experiencia de sabernos amados y perdonados por Él suscitan también en nuestros corazones el arrepentimiento y la confianza: “Oh Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79).

 

Vinculada al deseo está la esperanza de la manifestación definitiva de nuestro Señor Jesucristo (cf 1 Cor 1,3-9). Se trata de una espera activa, de un compromiso que ha de traducirse en nuestras vidas, ya que debemos ser irreprensibles en el tribunal de Jesucristo. Pero esta exigencia no debe asustarnos, porque el Señor nos da su gracia: “Él os mantendrá firmes hasta el final”, dice San Pablo. Dios es fiel y no dejará que nos falte nada para corresponder a su llamada, a la vocación cristiana.

 

Jesús nos pide vigilancia: “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento” (Mc 13,33).  Jesucristo es el dueño de la casa que puede venir en cualquier instante: “El hombre que saliendo a un viaje largo dejó su casa es Cristo, quien, subiendo triunfante a su Padre después de la resurrección, dejó corporalmente la Iglesia, sin privarla por eso de la protección de la presencia divina”, comenta San Beda.

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22.11.14

La justicia y la gracia

Jesucristo, Rey del Universo, lleva a su consumación el plan salvador de Dios. Él es el supremo Pastor, Rey y Juez de todos los hombres, tal como había profetizado Ezequiel (cf Ez 34,11-17). Jesucristo nos acompaña todos los días de nuestra vida; nos guía por el sendero justo y nos conduce a la casa del Padre (cf Sal 22).

 

Él es el Rey del mundo y el Señor de la historia. Quiere reinar en el mundo reinando en nuestros corazones. “Nosotros, y solo nosotros, podemos impedirle reinar en nosotros mismos y, por tanto, podemos poner obstáculos a su realeza en el mundo: en la familia, en la sociedad y en la historia", comenta Benedicto XVI.

 

Aunque no es de este mundo, el reino de Cristo tiene implicaciones en este mundo. Su mensaje no puede reducirse a una cuestión puramente privada, sino que posee una dimensión social. Toda la organización de la vida social y política debe estar sometida al reino de Cristo, reconociendo la soberanía de Dios y la dignidad de los seres humanos.

 

Nuestra salvación personal, pero también la salvación del mundo, depende de nuestra correspondencia a la gracia, que se traduce de modo concreto en la decisión de practicar la justicia y no la iniquidad, de abrazar el perdón y no la venganza, el amor y no el odio. Como enseña el Concilio Vaticano II: “Quiere el Padre que reconozcamos y amemos efectivamente a Cristo, nuestro hermano, en todos los hombres, con la palabra y con las obras, dando así testimonio de la Verdad, y que comuniquemos con los demás el misterio del amor del Padre celestial” (Gaudium et spes, 93).

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15.11.14

Aprovechar el tiempo

La parábola de los talentos (cf Mt 25,14-30) nos invita a aprovechar el tiempo que nos queda antes de la segunda venida del Señor y, en todo caso, antes de nuestro definitivo encuentro con Él en la muerte. Si pensamos que la llegada del Señor está muy lejos podemos sucumbir a la tentación de la indolencia, de la pereza. Pero, a su vuelta, el Señor va a pedirnos cuenta de nuestra vida, de lo que hemos hecho con ella. Los dos siervos que han obrado con responsabilidad son llamados a participar del gozo con su señor. En cambio, el siervo inútil debe permanecer afuera.

 

Una importante tarea que se nos ha confiado es el trabajo: “La Iglesia halla ya en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra”, recordaba san Juan Pablo II en la encíclica Laborem  exercens (n. 4). El trabajo tiene su origen en el orden creador de Dios y, aunque por el pecado original se convirtió en fatiga y dolor, ha sido asumido por Cristo para redimirlo. Citando a San Josemaría Escrivá, Benedicto XVI enseña que “al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no solo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora” (31.3.2007).

 

Toda actividad humana ha de ser, pues, ocasión para desarrollar los talentos personales poniéndolos al servicio del bien común en espíritu de justicia y de solidaridad. Servimos a Dios en medio de la actividad cotidiana y no al margen de ella. No puede existir para un cristiano una disociación entre el trabajo, la vida de familia, las relaciones sociales y el cultivo de la vida espiritual. Todo está unido, porque somos, en la globalidad de nuestro ser personal, destinatarios de la llamada divina a ser santos, a hacer fructificar en nuestra existencia los dones de la gracia.

 

Naturalmente, la parábola de los talentos no avala una burda “teología de la prosperidad” que identifique sin más éxito mundano con bendición divina. La riqueza es, en sí misma, un bien; pero un bien secundario. La riqueza se convertiría en un obstáculo si se antepusiese a Dios y al servicio del prójimo, erigiéndose en una especie de ídolo capaz de impulsar todas las energías de nuestro egoísmo. La codicia no solo nos hará perder el alma sino que, a largo plazo, como podemos constatar tantas veces, supone una auténtica amenaza para el verdadero desarrollo económico (cf Benedicto XVI, Caritas in veritate, 32).

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12.11.14

Doctorarse en Teología

Estoy muy contento porque varios ex-alumnos son, a día de hoy, doctores en Teología. Me parece algo de gran relevancia. La fe pide la inteligencia. Y la Teología es la fe que se piensa, la fe que es pensada.

 

Hoy, tristemente, no existen muchos estímulos para que los alumnos de Teología deseen doctorarse. En las diócesis prima la urgencia de cubrir determinados destinos pastorales. No obstante, es verdad que algunos obispos, o muchos de ellos, siguen apostando porque haya alguien que se doctore.

 

“El tiempo es superior al espacio”, dice el papa Francisco. E ilustra el Papa este enunciado comentando: “Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos” (“Evangelii gaudium”, 223).

 

Pues es así. Hay que trabajar a largo plazo. No basta con una Iglesia que cubra “espacios”; es preciso, también, entrar en los “procesos”. Es imposible, a corto o a medio plazo, seguir cubriendo las parroquias que hoy tenemos. Hay que pensar, muy a fondo, si se puede seguir de este modo. Y la verdad es que no se puede. La idea de una Iglesia que coincida, - punto por punto -  con un territorio, es una idea obsoleta.

 

La Iglesia, hoy y siempre, ha de pensar su despliegue en clave de misión. Y no puede haber misión sin pensamiento. No puede haber misión sin Teología.

 

El día que me digan – los obispos – que han preferido dejar un “espacio” con el fin de entrar en un “proceso”, yo asentiré con total convicción.

 

Pero voy a lo que voy. Son, pese a todo, muchos. Muchos sacerdotes jóvenes los que, con el apoyo de sus obispos – sin eso, no hay nada –, han proseguido el laborioso camino de la tesis doctoral.

 

No son mejores ni peores, pero han trabajado. Y yo siempre defenderé a los doctores “laboris causa”, frente a los doctores “honoris causa”, aunque el honor, si es honor, puede ser causa más que de sobra.

 

Hace muy poco he recibido un precioso volumen. El título es: “Cristo, centro de la historia, en la obra cristológica de Marcello Bordoni y Olegario González de Cardedal”, escrito por David Varela Vázquez, y publicado por la Universidad Pontificia de Salamanca (Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 2014). Es el texto de una tesis  defendida en la Pontificia Universidad Gregoriana, dirigida por Mons. Luis Fernando Ladaria.

 

Su autor, David Varela Vázquez, no ha sido mi alumno. Pero, leyendo este libro, me sentiría orgulloso de que lo hubiese sido.

 

Un texto, el de David Varela, que recomiendo.

 

David Varela Vázquez, “Cristo, centro de la historia, en la obra cristológica de Marcello Bordoni y Olegario González de Cardedal”, Publicaciones Universidad Pontificia (Bibliotheca Salmanticensis. Estudios 349),  Salamanca 2014, 397 páginas.

 

 

Guillermo Juan Morado.

 

8.11.14

La catedral del Papa y la sacralidad de la Iglesia

La fiesta de la dedicación de la basílica de Letrán nos invita a dirigir nuestra mirada a la Iglesia de Roma y a su Obispo, el Papa, cuya catedral es la basílica lateranense, edificada por el emperador Constantino y dedicada hacia el año 324.

 

La iglesia, el templo, es el lugar en el que se reúne la asamblea de los cristianos. Es un lugar sagrado, en el que habita Dios con los hombres (cf Gén 28,17). Contra lo que a veces se dice, el cristianismo no ha eliminado la distinción entre lo sagrado y lo profano, aunque le ha dado una nueva definición. Existen, para los cristianos, tiempos sacros – especialmente el domingo -, lugares sacros – como las iglesias -, y signos sacros – los sacramentos - .

 

El profeta Ezequiel nos presenta una visión simbólica. Ve una corriente de agua que brota de los fundamentos del templo, se vuelve cada vez más profunda y recorre el país hasta llegar al Mar Muerto, cuyas aguas son saneadas: “Todo ser viviente que se agita, allí donde desemboque la corriente, tendrá vida; y habrá peces en abundancia” (Ez 47,9).

 

Del templo, del espacio de Dios, mana un caudal de vida, capaz de sanear el mundo. Recuperar el sentido de lo sagrado, de todo aquello que está relacionado con Dios, no nos empequeñece sino que, por el contrario, nos hace más grandes. Sin Dios, todo se convierte en gris y monótono y, a la postre, en un desierto o en un mar salobre en el que no hay vida. Necesitamos, como personas y como sociedad, abrirnos al espacio nuevo de lo divino para no perecer ahogados por nuestras miserias y nuestros egoísmos.

 

El Evangelio según San Juan interpreta el templo en sentido cristológico. El templo no es ya, principalmente, un lugar, sino Jesucristo mismo: “Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,21). En Él ha querido morar Dios en toda su plenitud. Abrirse a lo sacro es entrar en relación con Jesucristo, dejándonos alcanzar por el río vivificante de la gracia que brota de su costado traspasado en la Cruz. Dios, sin dejar de ser Dios, no está lejos del hombre, no resulta ya inalcanzable. Se aproxima a nosotros en la humanidad del Redentor.

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