InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Marzo 2013

31.03.13

La veracidad de la Resurrección

Homilía para el Domingo de Pascua

El domingo de Pascua es el último día del Triduo Pascual. Resuena, en este día, el “kerigma”, el solemne anuncio de la resurrección de Cristo hecho por Pedro el día de Pentecostés: “Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección” (Hch 10,40-41).

“Dios lo resucitó al tercer día”. La Resurrección, enseña el Catecismo, “es una intervención trascendente de Dios mismo en la creación y en la historia” (n. 648). Se realiza por el poder del Padre, que “ha resucitado” a su Hijo, introduciendo de manera perfecta su humanidad – con su cuerpo – en la Trinidad. Dios lo ha resucitado, no para que vuelva a morir, sino para que viva para siempre, para que entre en una vida que ya no tendrá fin.

Dios “lo hizo ver”. Jesús “fue visto”, “se dejó ver”, fue mostrado, revelado, por el Padre. No se trató, en ningún caso, de una “ilusión” personal de quienes lo vieron, o de una experiencia mística. La Resurrección no es un hecho que acontece en la subjetividad de los discípulos, sino que se trata de un acontecimiento real, a la vez histórico y trascendente. Histórico, porque tuvo manifestaciones históricamente comprobadas – como el sepulcro vacío y las apariciones -, y trascendente, porque se trata de una actuación divina que trasciende y sobrepasa a la historia.

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30.03.13

La fe pura

Homilía para la Solemne Vigilia Pascual

La Resurrección de Jesús es la “verdad culminante” de nuestra fe en Cristo, la verdad central y fundamental (cf Catecismo 638). San Lucas relata que las mujeres fueron las primeras que, de madrugada, acudieron al sepulcro (cf Lc 24,1). ¿Por qué esa premura? Beda comenta esa diligencia diciendo: “Si vinieron muy de mañana las mujeres al sepulcro, fue porque habían de enseñar a buscarlo y encontrarlo con el fervor de la caridad”. Es el amor el que mueve a buscar y a creer. Es el amor lo que conduce a Cristo.

Son las mujeres las últimas que lo dejan la tarde de su muerte. Habían seguido a José de Arimatea y habían visto el sepulcro y cómo había sido colocado allí el cuerpo de Jesús. Buscaban a Jesús muerto, para tributarle un último homenaje, llevando aromas y ungüentos. No era la primera vez que las mujeres ungían con perfume, en un gesto de generoso derroche, el cuerpo del Señor. Así, en Betania, María, la hermana de Lázaro, “tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos” (Jn 12,3).

Les mueve el amor, pero no el entusiasmo, la exaltación del ánimo. No esperan encontrar a Jesús vivo. En sus ojos había quedado grabada la escena terrible de la muerte del Señor en el Calvario y el impacto de ver su cuerpo muerto, envuelto en una sábana y depositado en un sepulcro nuevo. Al encontrar corrida la piedra del sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, su reacción es de desconcierto. Necesitan escuchar el anuncio de los ángeles para recordar las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitará”. Es la palabra de Cristo, el recuerdo de su palabra, lo que las lleva a creer.

Esta fe pura, que no cuenta todavía con más indicios que el sepulcro vacío, es la que anuncian a los Apóstoles y a los demás, quienes “lo tomaron por un delirio y no las creyeron”. Sólo Pedro, que ama más a Jesús que los otros, se siente motivado a comprobar por sí mismo lo que decían las mujeres. Pero únicamente vio las vendas en el suelo, y se volvió admirado de lo sucedido, pero no aún creyendo.

También los Apóstoles, como las mujeres, necesitan escuchar el anuncio y hacer memoria de las palabras del Señor. Necesitan que el Resucitado se haga presente y que, como a los discípulos que volvían entristecidos a Emaús, les hablase y les explicase las Escrituras. Ni las mujeres, ni los Apóstoles ni los discípulos estuvieron dispensados de creer. Tampoco nosotros.

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29.03.13

La Cruz gloriosa

Homilía para la celebración de la Pasión del Señor

El Viernes Santo, el primer día del Triduo Pascual, celebramos que Cristo, “en favor nuestro instituyó, por medio de su sangre, el misterio pascual”. La muerte del Señor es el primer paso de su “tránsito” de este mundo al Padre. La muerte, la sepultura y la exaltación al cielo son los tres momentos que conforman el único Misterio Pascual. En la unidad de este Misterio, la Cruz de Cristo es una Cruz gloriosa, digna de ser adorada: “Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos; por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.

Al venerar la Cruz de Nuestro Señor no nos complacemos en el dolor, no magnificamos un instrumento de tortura y de muerte, sino que cantamos el “ornato del Señor”, el “sacramento de nuestra eterna dicha”: “Las banderas reales se adelantan y la cruz misteriosa en ellas brilla; la cruz en que la Vida sufrió muerte y en que sufriendo muerte nos dio vida”. En la unidad de la Pascua, la Cruz de Cristo se alza como la única esperanza, capaz de redimir y de vencer todas las cruces que jalonan la historia de los hombres.

En la austera solemnidad del Viernes Santo, la Iglesia se reúne para contemplar la Pasión de Jesucristo. “Desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano”. “Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos”. Pero en esa imagen del Varón de Dolores, la mirada de la fe descubre la salvación del mundo: “sus cicatrices nos curaron”.

El amor de Cristo vence el mal. La confianza de Cristo vence la desconfianza del pecado. En su Pasión, “enmudecía y no abría la boca”. Cristo enmudece y calla, para que ninguna palabra que articulen sus labios sea una palabra de acusación. En la prueba, en el sufrimiento, el Señor nos precede con el silencio y la confianza: “Porque yo confío en ti, Señor, te digo: ‘Tú eres mi Dios’ ”. Benditos y alabados sean los que, probados por la vida, siguen repitiendo, como Jesús: “Yo confío en ti”, “Tú eres mi Dios”.

La Carta a los Hebreos nos invita a esta perseverancia, a esta paciencia: “Mantengamos la confesión de fe, ya que tenemos un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios”. Un sumo sacerdote “que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado”. En su obediencia y en su silencio, se ha convertido en “autor de salvación eterna”.

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26.03.13

El mayor servicio de Cristo

Homilía para la Misa Vespertina de la Cena del Señor

La Misa Vespertina de la Cena del Señor, en la tarde del Jueves Santo, nos introduce en la dinámica de la Pascua, del “paso” de Jesús al Padre a través de su muerte y resurrección: “Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en él está nuestra salvación, vida y resurrección, él nos ha salvado y libertado” (cf Gá 6,14).
La Pasión es el mayor servicio de Cristo al Padre y a los hombres, un servicio digno de ser imitado por sus seguidores. “Servir” es obsequiar a alguien, o hacer algo en su favor, beneficio o utilidad. Cristo es el Siervo por excelencia, por su obediencia al Padre y por su entrega en favor de los hombres.

La víspera de su Pasión, el Señor instituyó el sacramento de la Eucaristía. Esta institución responde a una triple finalidad: Cristo nos dejó una prenda de su amor, un signo de su presencia entre nosotros y una participación en su Pascua.

Su amor es el amor más grande; es el amor que no retrocede ante la muerte; es el amor que se entrega: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”. El amor de Jesús se traduce en “anonadamiento”, en un “hacerse nada”. En la escena que relata San Juan, del lavatorio de los pies, se pone de manifiesto, como dice San Agustín, que “dejó sus vestiduras el que siendo Dios se anonadó a sí mismo. Se ciñó con una toalla el que recibió forma de siervo. Echó agua en la jofaina para lavar los pies de sus discípulos, el que derramó su sangre para lavar con ellas las manchas del pecado […] Toda su pasión tenía que servir para purificarnos”.

La Eucaristía es un signo de su presencia, de la presencia de Aquel que ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo. Y es, asimismo, una participación en su Pascua. La Pascua nueva, el paso del Jesús al Padre, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía, memorial de la Pascua de Cristo.

Con la Eucaristía, Cristo instituye el sacramento del Orden: “Haced esto en memoria mía”. El sacramento del Orden es el sacramento del servicio. El ministro ordenado es aquel cuya tarea consiste “en servir en nombre y en representación de Cristo-Cabeza en medio de la comunidad” (Catecismo 1591). Este servicio se ejerce mediante la enseñanza, el culto divino y el gobierno pastoral. Sin ministerio ordenado – sin obispos, presbíteros y diáconos – no hay Iglesia. De ahí la necesidad de orar, no sólo para que el Señor envíe obreros a su mies, sino también para que aquellos que han sido llamados a este ministerio correspondan, con toda su vida, a la dignidad de su vocación: “es preciso, decía San Gregorio Nacianceno, purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios apara acercarle a los demás, ser santificado para santificar”.

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25.03.13

Paciencia

A veces, cuando escribo un post, escribo, ante todo, para mí mismo. Y ello obedece a la convicción fundamental de que más altos o más bajos, mejores o peores, más listos o menos listos, los humanos somos muy parecidos.

Entre las virtudes que me resultan difíciles de adquirir está la paciencia, la capacidad de padecer o soportar algo sin alterarme. O quizá, por decirlo con mayor exactitud, mi paciencia, que no es poca, es limitada. Soy paciente hasta que dejo de serlo. Y si dejo de serlo me parece casi imposible retroceder y tratar de intentarlo de nuevo.

San Gregorio decía que, sin la paciencia, sin dominarnos, no poseemos nuestra alma. “La paciencia – escribe – consiste en tolerar los males ajenos con ánimo tranquilo, y en no tener ningún resentimiento con el que nos los causa”.

Es muy difícil tener un perfecto dominio sobre uno mismo. Somos nuestros propios dueños y no lo somos. O podemos dejar de serlo en cualquier momento. Y en lo que atañe a la tolerancia con los otros, los umbrales de resistencia resultan también inestables. Una vez, dos, o más, podemos casi soportarlo todo. Pero cuatro, cinco, o cien veces, uno ya no está dispuesto a resistir nada.

¿Qué ventajas tiene la paciencia? No es que pretenda basarme en un argumento utilitarista, pero sí es verdad que la virtud comporta ventajas. Por ejemplo, no ser rencoroso es muy bueno: el rencor no hace más que dar poder a quien nos ha agraviado, real o supuestamente, para que siga haciéndolo. No es inteligente ser rencoroso. Ese malévolo resentimiento contradice el amor a los demás pero, también, el sano amor a uno mismo.

La paciencia, explica Santo Tomás, es necesaria para vencer la tristeza; para que la razón no sucumba ante ella. Es así: perder la paciencia conduce a entristecerse; a la aflicción, a la pesadumbre, a la melancolía.

¿Se imaginan a un párroco impaciente? Terminará siendo un párroco amargado. O, salvadas las diferencias, un padre, una madre, un esposo, una esposa, un trabajador…

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