InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Noviembre 2012

18.11.12

Lo penúltimo y lo último

Homilía para el Domingo XXXIII del TO (ciclo B)

El profeta Daniel vincula la venida del Mesías con el fin de los tiempos y la resurrección de los muertos (cf Dan 12,1-3). Se trata de un anuncio esperanzado: “Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad”.

Jesús, en un lenguaje parecido, profetiza la desintegración del universo y el retorno del Hijo del Hombre en gloria (cf Mc 13,24-32). ¿Qué significa esta profecía? Ante todo que Él – el Hijo del Hombre - es el Señor del cosmos y de la historia. El cosmos y la historia no constituyen lo último sino lo penúltimo. Es decir, la creación entera y la historia de la humanidad no encuentran su culminación en sí mismas, sino en Jesucristo, el Hijo de Dios.

Una tentación permanente que nos acecha es la de confundir lo penúltimo – lo provisorio – con lo último – lo definitivo - . Esta tentación es una impostura (cf Catecismo 676), un engaño. El cosmos no sustituye a Dios ni el hombre puede redimirse a sí mismo. Debemos trabajar, colaborando con Dios, para mejorar el mundo y para edificar, con su ayuda, una sociedad más justa. Pero solo Él podrá, en última instancia, instaurar la justicia y transformar el cielo y la tierra en un nuevo cielo y en una nueva tierra. Solo Dios, en Cristo, puede triunfar sobre el mal que perpetuamente nos amenaza.

“Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra” (Catecismo 668). En su humanidad, participa en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Todo fue creado por Él y para Él. Todo tiene en Él su consistencia y su plenitud. La salvación se encuentra no en la cerrazón, sino en la inaudita apertura de Dios al hombre y del hombre a Dios.

Los signos cósmicos que preludian la venida del Señor en la gloria, el oscurecimiento del sol y de la luna y la sacudida del universo, no equivalen a una regresión al caos, como si Dios se arrepintiese de su creación y destruyese finalmente su obra. Dios no destruye lo que ha hecho, sino que lo lleva a su máxima perfección, librando para siempre al mundo y a la historia del poder del mal, del peso del mal, de la huella del mal.

¿Quién no desearía que el mal se acabase? ¿Quién no apostaría por una victoria de la verdad sobre la mentira, de la justicia sobre la injusticia, del amor sobre el odio, de la honradez sobre la impostura? Solo el que viene “sobre las nubes con gran poder y majestad”, solo el que desciende del cielo como Dios, después de haber muerto como víctima inocente, puede cambiar para siempre las cosas. Solo Él puede reunirse con sus elegidos para que los que enseñaron a muchos la justicia brillen, como las estrellas, por toda la eternidad.

Leer más... »

10.11.12

Generosidad y pobreza

Homilía para el XXXII Domingo del TO (B)

La verdadera pobreza no tiene que ver con la mezquindad, con la tacañería, sino con el desprendimiento y la generosidad; en definitiva, con el amor. San Pablo, en 1 Cor 13,5 dice que la caridad “no es ambiciosa” y que “no busca lo suyo” y Benedicto XVI, en su primera encíclica, explica que, según la fe bíblica, “el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca” (Deus caritas est, 6).

El dinamismo del amor y de la generosidad procede de Dios. Él es plenitud y donación; entrega mutua de las tres divinas Personas. Pero Dios no retiene para Sí esta bienaventuranza, sino que quiere compartirla con la humanidad y con la creación entera. De la generosidad de Dios brota la obra creadora, la historia de la salvación, el envío del Hijo y del Espíritu Santo, que se prolonga en la misión de la Iglesia.

El amor generoso de Dios se expresa en la pobreza desprendida de Jesús: “conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza”, nos dice también San Pablo (2 Cor 8,9). Jesús no nos dio una limosna, por valiosa que fuese, sino que se entregó a sí mismo por nosotros. En la pobreza de Belén y en el despojo absoluto de la Cruz constatamos la veracidad de esta entrega.

La actitud de Jesús se ve de algún modo reflejada en las dos mujeres que nos presenta la Liturgia de este domingo: la viuda de Sarepta y la viuda que da su limosna en el templo. La condición de viudedad era particularmente triste: la mujer viuda se encontraba sola e indefensa, en una situación parecida a la de los huérfanos y los extranjeros. Sin embargo, estas dos mujeres no piensan en sí mismas, sino que, confiando en Dios, dan todo lo que tienen: al profeta Elías o al templo. En ambas, la extrema pobreza va unida a la extrema generosidad.

También nosotros estamos llamados a la confianza y a la generosidad. Y la confianza debemos depositarla, por encima de todo, en Dios. Aunque es razonable que busquemos el sustento, que contemos con algún seguro para casos de enfermedad o imprevistos, ninguna realidad humana nos puede proporcionar una seguridad plena. Tampoco el dinero y las riquezas.

Leer más... »

8.11.12

¿Creer "en" la Iglesia?

Con frecuencia se tiende a considerar que la fe es un asunto estrictamente privado, una opción de la propia conciencia que no puede ir más allá de las fronteras íntimas del yo. Sin embargo, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes”.

Una cadena está formada por una serie de eslabones enlazados entre sí, de modo que se sustentan unos en otros y, a su vez, ayudan a sustentar a otros. La imagen nos ayuda a reflexionar sobre la eclesialidad de la fe, sobre la vinculación interna que une a la fe con la Iglesia. Siendo un acto humano y profundamente personal, el creer es simultáneamente un acto eclesial. No hay cadena sin eslabones, pero tampoco eslabones sin cadena.

La fe es eclesial porque nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El hombre necesita aceptar, confiar y recibir para desplegar plenamente todas sus potencialidades. Necesita, es suma, creer para saber. Como ha escrito el filósofo Gadamer: “llegamos demasiado tarde siempre que pretendemos saber lo que deberíamos creer”. Antes de realizar cualquier juicio científico o antes de llevar a cabo cualquier tarea transformadora de la realidad, el ser humano recibe de su entorno, de su cultura, de su tradición, la estructura básica que permitirá todo el resto. Análogamente, la Palabra de Dios llega a nosotros a través de la mediación histórica, de la memoria actualizadora, de la Iglesia.

La fe es eclesial porque el “nosotros” no anula el “yo”, sino que lo hace posible. Dios, que es el ser en plenitud, no es soledad o aislamiento, sino perfecta donación: “Dios es único, pero no solitario”, confiesa una antigua fórmula de fe. En la Trinidad lo que une es, a la vez, lo que distingue: Cada Persona es su amor – el Padre ama como Padre, el Hijo ama como Hijo y el Espíritu Santo ama como Espíritu Santo – pero, a la vez, el amor es común a los tres, constituyendo la única esencia divina. Análogamente, en el hombre no se contraponen individualización y socialización, sino que se complementan.

Leer más... »

6.11.12

¿Por qué la Iglesia se opone al "matrimonio" gay?

Un artículo escrito hace 7 años:

No sé si ustedes se han parado a pensarlo: ¿Por qué la Iglesia se opone al “matrimonio” gay?

A muchos les parece que el hacer posible que se casen dos hombres o dos mujeres es una medida de justicia. Si todos los ciudadanos tienen derecho a contraer matrimonio, ¿por qué no los homosexuales? Si las familias suelen organizarse en torno a dos personas que comparten su vida, ¿por qué esas dos personas han de ser siempre un hombre y una mujer? Si todo matrimonio puede procrear hijos o adoptarlos, ¿por qué privar a las parejas homosexuales de esa posibilidad?

Sin embargo, la Iglesia, remontándose a la razón humana, a la Sagrada Escritura y a toda la tradición, sigue insistiendo: el matrimonio es la unión conyugal de un hombre y de una mujer, orientada a la ayuda mutua y a la procreación y educación de los hijos.

En esta defensa a ultranza de la institución matrimonial, la Iglesia no “gana” nada. No obtiene ningún “beneficio”. No aumenta su poder, ni su influencia, ni tampoco incrementa la cantidad de donativos que pueda recibir. Al contrario, se expone al escarnio público por parte de algunos colectivos muy influyentes y al rechazo de sus posiciones por parte de sectores importantes de población. Si a pesar de este “coste”, la Iglesia sigue insistiendo en su mensaje, es que algo muy serio está en juego.

En efecto, el matrimonio no es una institución meramente “convencional”; no es el resultado de un acuerdo o pacto social. Tiene un origen más profundo. Se basa en la voluntad creadora de Dios. Dios une al hombre y a la mujer para que formen “una sola carne” y puedan transmitir la vida humana: “Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra”. Es decir, el matrimonio es una institución natural, cuyo autor es, en última instancia, el mismo Dios. Jesucristo, al elevarlo a la dignidad de sacramento, no modifica la esencia del matrimonio; no crea un matrimonio nuevo, sólo para los católicos, frente al matrimonio natural, que sería para todos. El matrimonio sigue siendo el mismo, pero para los bautizados es, además, sacramento.

Leer más... »

3.11.12

Escucha, Israel

XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

La llamada de Dios precede a la respuesta del hombre. Y es en esta clave de diálogo cómo se ha de entender la vida moral. Los mandamientos no se imponen como un pesado fardo, como un ideal ético que haya que cumplir a base de esfuerzo, como una especie de reto imposible para el hombre, que carga sobre sí las huellas del pecado: “La existencia moral – enseña el Catecismo – es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor. Es reconocimiento, homenaje a Dios y culto de acción de gracias. Es cooperación con el designio de Dios que se propone en la historia” (n. 2062).

“Escucha, Israel” (cf Dt 6, 2-6). El que habla, el que interpela, el que llama solemnemente, es el mismo Dios. Dios, que es Amor, y que lleva la delantera en el amor. El Dios invisible que, en su revelación, “habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (Dei Verbum, 2). Los mandamientos explicitan “la respuesta de amor que el hombre está llamado a dar a su Dios” (cf Catecismo, 2083).

El “amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” constituye una invitación a vivir la vida teologal; la existencia cristiana, basada en la fe, la esperanza y la caridad.
La obediencia de la fe es, simultáneamente, la respuesta a la revelación divina y la primera obligación moral que deriva de la escucha de Dios. Amar al Señor es creer, con todo el corazón y con toda el alma, y dar testimonio de esa fe con todas las fuerzas. Amar al Señor es esperar en Él, confiando en que Dios nos dé la capacidad de correspondencia al amor que nos regala y de obrar en conformidad con los mandamientos. Amar al Señor es responder con un amor sincero a la caridad divina.

La vida teologal, que es la vida en Dios, informará las virtudes morales; entre ellas, la virtud de la religión, que nos dispone a adorar a Dios, a orar, a ofrecerle, unido al único y perfecto sacrificio de Cristo (cf Hb 7, 23-28), el sacrificio de nuestra propia vida entregada; que nos impulsa a cumplir los votos y las promesas, y a tributar a Dios, individual y socialmente, un culto auténtico.

Leer más... »