InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Noviembre 2012

29.11.12

Celebrar el Adviento de Cristo

Homilía del Domingo I de Adviento (Ciclo C)

La espera de Jesús, el anhelo de su venida, acompaña los tiempos del hombre. Ayer y hoy y mañana, aguardamos que se haga “justicia y derecho” en la tierra (cf Jr 33, 14-16). La justicia es dar a cada uno su derecho. Nos basta abrir los ojos para descubrir qué lejos estamos de que esto sea una realidad en nuestro mundo; somos espectadores – y, en ocasiones, también actores o víctimas - de las injusticias. Y deseamos que, de una vez, se establezca el derecho, lo justo, lo razonable.

Este afán sería vano si tuviese como objeto únicamente a los hombres. Porque la justicia humana es siempre imperfecta y, además, porque los hombres no pueden hacer justicia a los muertos. ¿Puede un juez, cuando juzga a un asesino, devolver la vida a la víctima? ¿Puede un tribunal reparar todos los daños causados por la acción del delincuente? La justicia humana, aun en el mejor de los casos, es parcial y limitada.

Como Israel, del que se hace portavoz el profeta, nuestra mirada se dirige a Dios. Sólo Él puede suscitar un “vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la tierra”. Este vástago de David es Jesús, el Señor. Él ha proclamado bienaventurados a los “perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos” (cf Mt 5, 3-12). La promesa de Jesús, que recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham, señalan a Dios, y a su Reino, como a la meta donde son saciados los deseos del hombre; también los deseos de justicia y derecho.

¿En qué medida estos deseos han sido colmados? El Nuevo Testamento nos indica la Cruz de Cristo como el lugar donde Dios ha hecho justicia: Dios hizo para nosotros a Cristo Jesús “sabiduría, justicia, santificación y redención” (1 Co 1, 30). La justicia y la salvación es, pues, Jesús mismo; su propia persona. Él cargó sobre sí todas las iniquidades y todos los crímenes, todo el pecado, que es la raíz de la injusticia, y, con su muerte en la Cruz, los venció con la fuerza de su amor. Con su Resurrección nos da la posibilidad de asociarnos a ese amor, el amor de Dios, que es el único capaz de instaurar la justicia y de crear en nuestros corazones la dicha, la alegría, la felicidad.

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24.11.12

Jesucristo, Rey del Universo

DOMINGO XXXIV DEL TIEMPO ORDINARIO (B)

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

El profeta Daniel habla de un hombre – “un Hijo de Hombre” – que es suscitado por Dios (cf Dan 7,13). Esta imagen del Rey Mesías fue aplicada por Jesús a sí mismo repetidas veces. Ante Pilato, el Señor declaró el carácter espiritual de su reinado: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18,33); es decir, no se trata de un reino político basado en las armas, sino que es el reino de la salvación.

Jesús es ciertamente Rey: “Tú lo dices: Soy Rey”, respondió a Pilato (Jn 18,37). ¿En qué consiste su poder real? Benedicto XVI explica que “no es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo; es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa” (29.XI.2009).

Él ha venido al mundo para ser “testigo de la verdad”. Y todo el que es de la verdad escucha su voz (cf Jn 18,37). Quien acoge su testimonio, quien cree en Él y le obedece, se hace discípulo de la Verdad y súbdito de su Reino. El modelo más destacado de esta obediencia es María. El ángel Gabriel le predijo que su Hijo heredaría el trono de David y reinaría para siempre (cf Lc 1,32-33). La Virgen, como perfecta discípula, creyó este anuncio cooperando así “de manera totalmente singular en la obra del Salvador” (Lumen gentium, 61).

Reconocer a Cristo como Rey supone avanzar en el camino de la fe. Santo Tomás de Aquino dice que “el hombre tiene como máximo deseo conocer la verdad, y principalmente la verdad relacionada con Dios”. El Señor ha venido para manifestar la verdad de la fe y así sacarnos de nuestra ignorancia, de nuestro desconocimiento sobre Dios.

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23.11.12

Santa Catalina de Alejandría

“Os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles (Mt 10,17-18). Estas palabras del Señor se cumplen en la vida de Santa Catalina de Alejandría, decapitada el 24 o 25 de noviembre del año 305 por orden del emperador Maximino. El destino de Jesús se repite así en el destino de los cristianos.

El papa Benedicto XVI ha recordado que la primera gran expansión misionera del cristianismo en el mundo helenístico-romano fue debida a la unidad que se realizó en la Iglesia de los primeros siglos “entre una fe amiga de la inteligencia y una praxis de vida caracterizada por el amor mutuo y por la atención solícita a los pobres y a los que sufrían”. “Este sigue siendo – añade el papa – el camino real para la evangelización” (19.10.2006).

El cristianismo es síntesis de fe, razón y vida. La fe tiene, en esta composición de un todo, la primacía. Por la fe creemos a Dios, nos fiamos de Él, y aceptamos como verdadera la revelación en una escucha que es a la vez obediencia. Santa Catalina es ejemplo de esta obediencia que no retrocede ante las pruebas y las dificultades, sino que llega hasta el supremo testimonio del martirio.

Dentro de la vocación a la fe, el martirio ha sido considerado como una llamada especial que hace posible la identificación con Cristo. Orígenes de Alejandría escribió: “Si queremos salvar nuestra alma…, perdámosla por el martirio”. Para San Agustín el mártir es un testigo de la verdadera religión, ya que por esta causa muere. El martirio es signo del amor perfecto, dirá Santo Tomás de Aquino. De ahí, de la credibilidad del amor, brota su fuerza apologética y el dinamismo que, ayer y hoy, suscita en la entera comunidad de los fieles.

La virgen Santa Catalina es invocada como patrona de los filósofos. Ella, profesando la fe, había descubierto la verdadera filosofía. El cristianismo sigue la senda de Cristo, el filósofo y pastor que nos enseña el arte de ser hombres. La fe cristiana constituye siempre un poderoso estímulo para caminar por la vía de la verdad y, por ello, se sabe aliada de la filosofía. Fe y razón, filosofía y teología, están íntimamente unidas – “sin confusión ni separación” – como están unidas, en la Persona del Verbo, la naturaleza humana y la naturaleza divina de Cristo como enseña el concilio de Calcedonia.

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21.11.12

El buey, la mula y la frivolidad

Lo ligero, lo veleidoso y lo insustancial parecen tener las de ganar en nuestra época. No he tenido aún ocasión de leer el libro de Joseph Ratzinger sobre “La infancia de Jesús”, pero muchas de las noticias de prensa que han ido apareciendo me han desconcertado: “El Papa dice que en el pesebre no había ni buey ni mula”; “el papa elimina a la mula y el buey del portal de Belén”, etc.

Sorprende que un libro que trata sobre los primeros años de la vida de Jesús de Nazaret sea recibido de este modo. Jesús es Jesús. Solo Él ha partido al medio la historia de la humanidad: desde Él y por Él los años y los días se cuentan “antes” y “después” de Cristo. Solo Él ha sido reconocido por muchos, entre los que me cuento, como el revelador y la revelación de Dios.

El papa no parece decir nada que no hayan dicho primero los evangelios. San Mateo es extremadamente parco. Hablando de la visita de los Magos dice: “Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron” (Mt 2,11). San Lucas no se extiende mucho más: “dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el albergue” (Lc 2,7).

El evento central, el nacimiento de Jesús, es descrito con total austeridad, sin adornos. Se habla del nacimiento del hijo de María y de los primeros cuidados: “lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre”.

Un albergue era una sala amplia y común que tenían algunas viviendas de Palestina para las celebraciones familiares o la acogida de los parientes. Quizá en uno de los muros de la casa había, adosado, un pesebre, donde recostaron a Jesús.

No hay ningún signo de grandeza ni de poder, sino el testimonio de la una familia y de una madre que cumplen con sus deberes.

Los Padres de la Iglesia, meditando sobre el significado de estos textos evangélicos, se hicieron eco de un versículo del libro del profeta Isaías: “El buey conoce a su amo, y el asno (o la mula) el pesebre de su dueño” (Is 1,3). ¿Qué querían decir con eso? Que tanto los judíos como los paganos – es decir, la humanidad entera – precisaban un salvador.

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20.11.12

También yo viví los tiempos del Concilio

“También yo viví los tiempos del Concilio; estuve en la basílica de San Pedro con gran entusiasmo, viendo cómo se abrían nuevas puertas; parecía realmente un nuevo Pentecostés, con el que la Iglesia podía convencer de nuevo a la humanidad, después de que el mundo se hubiera alejado de la Iglesia en los siglos XIX y XX. Parecía que la Iglesia y el mundo se volvían a encontrar, y que renacía un mundo cristiano y una Iglesia del mundo y realmente abierta al mundo. Esperábamos mucho, pero las cosas han resultado más difíciles en la realidad. Con todo, queda la gran herencia del Concilio, que abrió un camino nuevo. Es siempre una carta magna del camino de la Iglesia, muy esencial y fundamental. Pero, ¿por qué ha sucedido así?

En primer lugar, quisiera hacer una anotación histórica. Los tiempos de un posconcilio casi siempre son muy difíciles. Después del gran concilio de Nicea, que para nosotros es realmente el fundamento de nuestra fe, pues de hecho profesamos la fe formulada en Nicea, no se produjo una situación de reconciliación y de unidad, como esperaba Constantino, promotor de ese gran concilio, sino una situación realmente caótica, en la que todos luchaban contra todos.

San Basilio, en su libro sobre el Espíritu Santo, compara la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea con una batalla naval nocturna, donde nadie reconoce al otro, sino que todos luchan contra todos. Realmente era una situación de caos total. Así describe san Basilio con gran plasticidad el drama del posconcilio, del tiempo que siguió al concilio de Nicea. Cincuenta años más tarde, el emperador invitó a san Gregorio Nacianceno a participar en el primer concilio de Constantinopla. El santo respondió: “No voy, porque conozco muy bien estas cosas; sé que los concilios sólo generan confusión y enfrentamientos; por eso no voy". Y no fue.

Por tanto, con una visión retrospectiva, ahora para todos nosotros no constituye una gran sorpresa, como lo fue en un primer momento, digerir el Concilio y su gran mensaje. Introducirlo y recibirlo para que se convierta en vida de la Iglesia, asimilarlo en las diversas realidades de la Iglesia, es un sufrimiento, y el crecimiento sólo se realiza con sufrimiento. Crecer siempre implica sufrir, porque es salir de un estado y pasar a otro.

En concreto, debemos constatar que durante el posconcilio se produjeron dos grandes rupturas históricas. La ruptura de 1968, es decir, el inicio o —me atrevería a decir— la explosión de la gran crisis cultural de Occidente. Había desaparecido la generación del período posterior a la guerra, una generación que después de todas las destrucciones y viendo el horror de la guerra, del combatirse unos a otros, y constatando el drama de las grandes ideologías que realmente habían llevado a la gente al abismo de la guerra, habían redescubierto las raíces cristianas de Europa y habían comenzado a reconstruirla con estas grandes inspiraciones.

Al desaparecer esa generación, se veían también todos los fracasos, las lagunas de esa reconstrucción, la gran miseria que había en el mundo. Así comienza, explota la crisis de la cultura occidental: una revolución cultural que quiere cambiar todo radicalmente. Afirma: en dos mil años de cristianismo no hemos creado el mundo mejor. Por tanto, debemos volver a comenzar de cero, de un modo totalmente nuevo. El marxismo parece la receta científica para crear por fin el mundo nuevo.

En este grave y gran enfrentamiento entre la nueva -sana- modernidad querida por el Concilio y la crisis de la modernidad, todo resulta tan difícil como después del primer concilio de Nicea. Una parte opinaba que esta revolución cultural era lo que había querido el Concilio; identificaba esta nueva revolución cultural marxista con la voluntad del Concilio. Decía: “Esto es el Concilio. Según la letra, los textos son aún un poco anticuados, pero tras las palabras escritas está este espíritu; esta es la voluntad del Concilio. Así debemos actuar".

Y, por otra parte, naturalmente viene la reacción: “así destruís la Iglesia". Una reacción absoluta contra el Concilio, el anticonciliarismo, y también el tímido, humilde intento de realizar el verdadero espíritu del Concilio. Dice un proverbio: “Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece". El bosque que crece no se escucha, porque lo hace sin ruido, en su proceso de desarrollo. Así, mientras se escuchaban los grandes ruidos del progresismo equivocado, del anticonciliarismo, ha ido creciendo silenciosamente el camino de la Iglesia, aunque con muchos sufrimientos e incluso con muchas pérdidas en la construcción de un nuevo paso cultural.

La segunda ruptura tuvo lugar en 1989. Tras la caída de los regímenes comunistas no se produjo, como podía esperarse, el regreso a la fe; no se redescubrió que precisamente la Iglesia con el Concilio auténtico ya había dado la respuesta. El resultado fue, en cambio, un escepticismo total, la llamada “posmodernidad". Según esta, nada es verdad, cada uno debe buscarse la forma de vivir; se afirma un materialismo, un escepticismo pseudo-racionalista ciego que desemboca en la droga, en todos los problemas que conocemos, y de nuevo cierra los caminos a la fe, porque es muy sencilla, muy evidente. No, no existe nada verdadero. La verdad es intolerante; no podemos seguir ese camino.

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