InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Febrero 2011

26.02.11

Cristianismo y política

No sé el motivo, pero me han preguntado mucho, en estos días, por el tema de la relación entre compromiso cristiano y vida política. Lógicamente remito a mis interlocutores a documentos significativos como la “Gaudium et spes", el “Catecismo de la Iglesia Católica” o las alocuciones del Papa Benedicto XVI; por ejemplo, el discurso pronunciado en Westminster Hall el pasado 17 de septiembre de 2010.

De todos modos, ya me había ocupado, a grandes rasgos, del asunto. Reproduzco a continuación, el capítulo 21 de mi libro “La bondad de nuestro Dios” (ed. CPL, Barcelona 2010, pp. 60-63). Sustancialmente sigo pensando lo mismo:

Capítulo 21. Dios y el César: cristianos y ciudadanos

La respuesta de Jesús a los fariseos y a los herodianos, que se habían confabulado para tentarle, ha guiado la actitud de los cristianos ante las autoridades y las leyes justas: “Dad, pues al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21). El Señor pone así de relieve que su Reino no es de este mundo; que Él no vino a cambiar el mundo políticamente, como un soberano temporal, sino a curarlo desde dentro.

En la Carta a los Romanos, San Pablo explicita este principio indicando la obligación que los cristianos tenemos en conciencia de obedecer a la autoridad del Estado: “Dadle a cada uno lo que se debe: a quien tributo, tributo; a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor” (Rm 13,7). Un máxima, la sujeción a las autoridades, que los cristianos han intentado siempre llevar a la práctica. Un autor del siglo II, San Justino, escribe en una de sus Apologías, dirigidas al emperador Antonino Pío: “Por eso oramos sólo a Dios, y a vosotros, príncipes y reyes, os servimos con alegría en las cosas restantes, os confesamos y oramos por vosotros”.

Oramos sólo a Dios y “en las restantes cosas” servimos a los príncipes. La diferenciación de planos se corresponde con la distinción que existe entre la Iglesia y el Estado: “La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo”, nos recuerda el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, 76). No le compete a la Iglesia, en cuanto tal, organizar la hacienda pública; administrar justicia en los tribunales estatales o dirigir la defensa militar de una nación. Esas tareas, y otras, son competencia del Estado. No le corresponde al Estado, en cuanto tal, predicar el Evangelio; celebrar los sacramentos u ocuparse de la atención pastoral de los fieles.

Sin embargo, los católicos somos también ciudadanos del Estado, con los mismos derechos y con las mismas obligaciones que los demás ciudadanos. En nuestra actuación como ciudadanos, individual o colectivamente, hemos de guiarnos siempre por la conciencia cristiana, pero sin involucrar a la Iglesia en asuntos que son de otro orden. Un cristiano puede militar en un partido político, puede desempeñar la judicatura, puede ser ministro de un Gobierno. En todas esas tareas se espera de él que sea coherente con los principios y exigencias que se derivan del Evangelio, pero la actuación que lleve a cabo es responsabilidad personal suya, no de la Iglesia en cuanto tal.

Moralmente, los cristianos tenemos la obligación de cumplir nuestras responsabilidades en la comunidad política: Debemos pagar los impuestos, ejercer el derecho al voto, contribuir a la defensa del país… Debemos cooperar con la autoridad civil al bien de la sociedad “en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad” (Catecismo 2239). Pero “dar a Dios lo que es de Dios” impide divinizar al César: El Estado no es Dios. La nación no es Dios. El Parlamento no es Dios. Las leyes de los hombres no son la ley de Dios.

Ejercer una justa crítica con relación a aquellas cosas que, proviniendo de la autoridad del Estado, nos parecen perjudiciales para la dignidad de las personas o el bien de la comunidad es no sólo un derecho sino, en ocasiones, un deber. Y esa justa crítica no equivale a deslealtad con relación al Estado, sino todo lo contrario. Como el César no es Dios, “nadie puede ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de las personas y a la ley natural” (Catecismo 2235).

Si el Estado mandase, por medio de las leyes, algo contrario a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio, la obligación en conciencia que tiene un ciudadano es no obedecer esas prescripciones: “cuando lo que está en juego es la dignidad de la persona humana – como hoy sucede con frecuencia – , el católico debe ofrecer el testimonio real de su fe manifestando un inequívoco rechazo a todo lo que ofende a la dignidad del ser humano” (Conferencia Episcopal Española, “Teología y secularización en España”, 66).

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25.02.11

No la negligencia, sino la fe

Homilía para el VIII domingo del tiempo ordinario (Ciclo A)

El Señor nos pide atender a lo esencial: el Reino de Dios y su justicia, sin dejar que lo secundario ocupe el lugar de lo principal (cf Mt 6,24-34). Se trata de perfilar convenientemente la orientación fundamental de la propia vida; una orientación que se concretará en cada una de nuestras actuaciones.

Lo esencial es Dios. Él es “mi roca y mi salvación” (Sal 61). Dios es merecedor de una confianza plena, ya que, aunque una madre pueda olvidarse de su criatura, Dios no nos olvida (cf Is 49,14-15). Si Él cuida, con su providencia, de los pájaros, de los lirios del campo y hasta de la hierba, ¿cómo no va a ocuparse de nosotros?

Jesús señala dos síntomas que denotarían una fe débil, una falta de confianza en Dios, un estilo de vida más bien propio de paganos: el excesivo apego al dinero y la exagerada preocupación por los bienes materiales - la comida y el vestido - y por el futuro.

“No se trata de quedarse con los brazos cruzados y de no trabajar más, ni tampoco de llevar ‘una vida inconsciente’” (M.Grilli – C. Langner), pero sí de evitar una obsesión por las cosas perecederas y mundanas. El sentido común nos indica la necesidad de trabajar para hacer frente a nuestras necesidades e, incluso, de prevenir, en la medida en que razonablemente quepa hacerlo, las necesidades futuras.

El dinero en sí mismo no es malo, pero no puede usurpar el lugar reservado a Dios. El interrogante que nos plantea el Señor es: ¿Vivo para Dios o para el dinero? La tentación del tener, de la avidez de dinero, insidia el primado de Dios en nuestra vida: “El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida” (Benedicto XVI).

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22.02.11

Cuaresma: Un recorrido análogo al catecumenado

El mensaje del Papa Benedicto XVI para la Cuaresma de 2011 pone en primer plano los elementos bautismales de este tiempo litúrgico. Parte, el Santo Padre, de un texto de San Pablo: “Con Cristo sois sepultados en el Bautismo, con él también habéis resucitado” (Col 2,12).

El mensaje está articulado en tres partes. En la primera de ellas, el Papa desarrolla la relación que existe entre Bautismo y “vida nueva”. La vida nueva consiste en la comunión con Cristo; un puro don de Dios, una gracia. El Bautismo, lejos de ser un rito del pasado, es “el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado”. La Cuaresma, como el catecumenado, “es una escuela insustituible de fe y de vida cristiana”.

La segunda parte se centra en la Palabra de Dios; en concreto, en los evangelios de los domingos de Cuaresma. Benedicto XVI nos proporciona unas claves interpretativas para la secuencia de cada domingo y, a la vez, unas orientaciones valiosas para quienes tenemos el honor y la responsabilidad de predicar a nuestros hermanos. Cada domingo de Cuaresma marca una etapa en el camino de la iniciación cristiana. Podemos sintetizar estas etapas de la siguiente manera:

1. Domingo I: La batalla victoriosa contra las tentaciones y la toma de conciencia de nuestra debilidad.
2. Domingo II: La Transfiguración y el necesario alejamiento del ruido diario para sumergirse en la presencia de Dios.
3. Domingo III: La petición a la samaritana: “Dame de beber”, que suscita en nuestro corazón el deseo del don del Espíritu Santo.
4. Domingo IV: El ciego de nacimiento: Cristo aparece como luz del mundo, que abre nuestra mirada interior, fortaleciendo nuestra fe.
5. Domingo V: La resurrección de Lázaro: Se trata de poner nuestra esperanza en Jesús, abriéndonos al sentido último de nuestra existencia.

Todo este recorrido encuentra su cumplimiento en el Triduo Pascual, sobre todo en la Vigilia Pascual, en la que renovaremos las promesas bautismales.

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19.02.11

No lo imposible, sino lo perfecto

Homilía para el domingo VII del tiempo ordinario (ciclo A)

El Evangelio conduce “la Ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección del Padre celestial, mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina” (Catecismo 1968).

Jesús personifica con su doctrina y con su vida esta plenitud de la Ley. En su enseñanza, el Señor explica su propio ser y actuar. Como nos recuerda el Papa, “la verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito” (Deus caritas est, 12).

Desde esta perspectiva, las palabras del Evangelio (cf Mt 5,38-48) - que, en un primer acercamiento, podrían parecer un programa imposible - se convierten en un estilo de vida que podemos ver claramente reflejado en Jesucristo. Él, decía San Jerónimo, “no manda cosas imposibles, sino perfectas”.

En la Cruz se realiza el amor en su forma más radical, más perfecta, más divina: “Nuestro Señor estuvo preparado, no sólo a permitir que le hiriesen en la otra mejilla por la salvación de todos, sino a ser crucificado en todo su cuerpo”, comenta San Agustín. De su corazón traspasado brota el amor de Dios como un río de agua viva capaz de transformar nuestros corazones y hacerlos semejantes al suyo.

La plenitud de la Ley consiste, más allá de la letra de sus preceptos, en imitar a Dios; es decir, en identificarnos con Jesucristo acogiendo y haciendo nuestro el amor gratuito y desinteresado que el Padre nos ofrece: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos” (Mt 5,44-45).

El Señor nos pide purificar nuestra facultad humana de amar y elevarla a la perfección sobrenatural del amor divino: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Así como los hijos carnales se parecen a sus padres por algún rasgo del cuerpo, nosotros, que somos hijos espirituales de Dios, nos pareceremos a Él por la santidad.

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11.02.11

Jesús y la Ley

Homilía para el Domingo VI del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

De modo más o menos consciente o inconsciente podemos experimentar la tentación de contraponer la exigencia de la Ley a la palabra de gracia del Evangelio.

La Ley apuntaría a lo imposible, a lo que el hombre, conforme a su naturaleza, no podría hacer ni cumplir. Frente a la imposibilidad de la Ley, estaría la pura gracia del Evangelio.

Es verdad que “Dios hace posible por su gracia lo que manda” y que, sin la ayuda de Cristo, no podemos hacer nada (cf Jn 15,5). Pero, en realidad, no hay una contraposición entre la Ley y el Evangelio. Jesús no viene a abolir la Ley de Moisés, que se resume en los diez mandamientos, sino a llevarla a plenitud: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud” (Mt 5,17).

Jesús lleva a plenitud la Ley “aportando de modo divino su interpretación definitiva: Habéis oído también que se dijo a los antepasados […] pero yo os digo (Mt 5,33-34)” (cf Catecismo 581). Esta autoridad que Jesús reivindica para sí es la autoridad de Dios. Él es el legislador y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12).

¿En qué sentido Jesús lleva la Ley a su plenitud? En primer lugar, interiorizando su cumplimiento. La alianza nueva se grabará en la mente y en los corazones (cf Hb 8,8.10), sin que quepa una observancia de la misma puramente exterior.

En segundo lugar, subrayando la importancia del amor: “La Ley nueva es llamada ley del amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor” (Catecismo 1972).

En tercer lugar, elevando sus exigencias; es decir, tratando de imitar la generosidad divina. No basta, por ejemplo, con no matar; es preciso perdonar a los enemigos y orar por los perseguidores (cf Mt 6,1-6).

En Jesús mismo se cumple toda la Ley, hasta el más pequeño de sus mandatos (cf Mt 5,18). El que se salte uno de estos mandatos será “el menos importante en el Reino de los cielos”. El mandamiento nuevo de Jesús, el del amor, los compendia todos.

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