InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Septiembre 2010

22.09.10

Celibato

Día sí y día también salta a la palestra la cuestión del celibato de los sacerdotes. Algunos piden la abolición de esta ley eclesiástica – aunque me imagino que no estarán en contra del celibato como forma de vida, porque eso equivaldría a decretar el matrimonio como una obligación forzosa -. Muchos otros apuestan por un celibato “opcional”, olvidando que ningún sacerdote ha sido amenazado de muerte, el día de su ordenación diaconal, para que prometiese la observancia del mismo.

Los sacerdotes católicos de rito latino han escogido libremente el celibato, como han escogido, en plena libertad, responder a su vocación sacerdotal. San Pablo recomienda a los no casados y a las viudas que permanezcan en su estado, pero, con gran realismo, añade: “Y si no pueden guardar continencia, que se casen; mejor es casarse que abrasarse” (1 Co 7,9). No es ningún desdoro abandonar el Seminario si uno comprueba que no es capaz de evitar el “incendio”.

La doctrina católica no está en contra del matrimonio. San Pablo dice que es un sacramento que representa la unión de Cristo con la Iglesia (cf Ef 5,32). Las interpretaciones de la espiritualidad cristiana que comportaban el desprecio del matrimonio han sido mantenidas por grupos sectarios. Los mesalianos, por ejemplo, muy preocupados por la lucha del hombre contra el demonio, acogían como ascetas y proclamaban bienaventurados a los casados que se apartaban del matrimonio. Pero ésta no ha sido la norma común.

El celibato, para un sacerdote, tiene sentido si lo asume y ratifica ejerciendo hasta el fondo su propia libertad, su capacidad de comprometerse. Ya sabemos que no hay una vinculación intrínseca, indisoluble, entre sacerdocio y celibato. La ley se remonta a los concilios de Elvira (306) y de Roma (386), pero encontró una confirmación a lo largo de los siglos y también en nuestros días.

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21.09.10

Ecumenismo: Verdad y amistad

El ecumenismo tiene como finalidad el restablecimiento de la unidad de los cristianos, la “Unitatis redintegratio”, por emplear la expresión que sirve de título al conocido decreto del Concilio Vaticano II.

El deseo de unidad se hizo especialmente vivo a comienzos del siglo XX, tanto entre las confesiones protestantes, como entre los ortodoxos y los católicos. León XIII fue un pontífice muy preocupado por la unidad, como lo prueba su carta “Satis cognitum”, de 1896. A la que seguirían “Mortalium animos”, de Pío XI, en 1928 y “Ad Petri cathedram”, de Juan XXIII, en 1959.

La comprensión católica del ecumenismo toma en cuenta la comunión real que existe entre todos los cristianos, aunque no olvida que esa comunión es, con muchos de ellos, todavía imperfecta. Debe, por consiguiente, caminar hacia una comunión plena.

Hay varios niveles en el ecumenismo. Uno de ellos, el ecumenismo espiritual, promueve la oración y la respuesta a la llamada universal a la santidad. El ecumenismo doctrinal se concreta en diálogos teológicos bilaterales o multilaterales. Otras formas de ecumenismo son el ecumenismo pastoral - en la atención, por ejemplo, de matrimonios mixtos – y el testimonio común por la paz, la justicia y la integridad de la creación.

Estos diversos niveles han sido recordados por el Papa Benedicto XVI en su visita al Arzobispo de Canterbury (17-IX-2010). Y precisaba el Papa con mucho acierto: “reconocemos que la Iglesia está llamada a ser inclusiva, pero nunca a expensas de la verdad cristiana. En esto radica el dilema que afrontan cuantos están sinceramente comprometidos con el camino ecuménico”.

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20.09.10

La serenidad del Papa Benedicto

Al caracterizar la figura de Juan Pablo II era frecuente emplear el símil del “huracán”. Especialmente en los primeros tiempos se su pontificado, Juan Pablo II era como una fuerza de la naturaleza que parecía arrastrarlo todo. Con los años, se hizo más débil, aunque jamás decayesen su voluntad y su entrega generosa.

Benedicto XVI no es un huracán. Lo pensaba mientras veía las imágenes de su reciente visita al Reino Unido. Si se trata de encontrar un parecido con los fenómenos naturales, podríamos evocar una lluvia suave, algo así como el rocío.

El rostro del Papa irradiaba serenidad, sosiego, y a la vez una profunda alegría, en absoluto bulliciosa. En el avión que lo trasladaba al Reino Unido, manifestó este rasgo de su fisonomía -también espiritual- al contestar una pregunta relacionada con la dificultad del viaje: “estoy seguro de que, por un lado, habrá acogida positiva de los católicos, de los creyentes en general, y atención de cuantos buscan cómo proseguir en este tiempo nuestro, y respeto y tolerancia recíprocos. Donde existe un anticatolicismo, sigo adelante con gran valentía y con alegría”.

Estas dos notas, la valentía y la alegría, nacen – pienso yo – de la serenidad que proporcionan la fe y el abandono en las manos de Dios. Están igualmente muy vinculadas a la esperanza, al amor de Dios y a la humildad.

En su primera encíclica hay un pasaje que siempre me impresiona: “Cuanto más se esfuerza uno por los demás, mejor comprenderá y hará suya la palabra de Cristo: « Somos unos pobres siervos » (Lc 17,10). En efecto, reconoce que no actúa fundándose en una superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el Señor le concede este don. A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento. Pero, precisamente entonces, le aliviará saber que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo —algo siempre necesario— en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas” (“Deus caritas est”, 35).

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18.09.10

El Papa en el Reino Unido: Newman

1. Newman y la comunión con la Iglesia

“Como sabéis, durante mucho tiempo, Newman ha ejercido una importante influencia en mi vida y pensamiento, como también en otras muchas personas más allá de estas islas. El drama de la vida de Newman nos invita a examinar nuestras vidas, para verlas en el amplio horizonte del plan de Dios y crecer en comunión con la Iglesia de todo tiempo y lugar: la Iglesia de los apóstoles, la Iglesia de los mártires, la Iglesia de los santos, la Iglesia que Newman amaba y a cuya misión dedicó toda su vida”.

2. La experiencia de la conversión

“Permitidme empezar recordando que Newman, por su propia cuenta, trazó el curso de toda su vida a la luz de una poderosa experiencia de conversión que tuvo siendo joven. Fue una experiencia inmediata de la verdad de la Palabra de Dios, de la realidad objetiva de la revelación cristiana tal y como se recibió en la Iglesia. Esta experiencia, a la vez religiosa e intelectual, inspiraría su vocación a ser ministro del Evangelio, su discernimiento de la fuente de la enseñanza autorizada en la Iglesia de Dios y su celo por la renovación de la vida eclesial en fidelidad a la tradición apostólica. Al final de su vida, Newman describe el trabajo de su vida como una lucha contra la creciente tendencia a percibir la religión como un asunto puramente privado y subjetivo, una cuestión de opinión personal. He aquí la primera lección que podemos aprender de su vida: en nuestros días, cuando un relativismo intelectual y moral amenaza con minar la base misma de nuestra sociedad, Newman nos recuerda que, como hombres y mujeres a imagen y semejanza de Dios, fuimos creados para conocer la verdad, y encontrar en esta verdad nuestra libertad última y el cumplimiento de nuestras aspiraciones humanas más profundas. En una palabra, estamos destinados a conocer a Cristo, que es “el camino, y la verdad, y la vida” (Jn 14,6)”.

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Servir a dos señores

Homilía para el XXV Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

“No podéis servir a Dios y al dinero”, dice Jesús (Lc 16,13). Se trata, en definitiva, de una consecuencia del primer mandamiento de la ley de Dios: “Adorarás al Señor tu Dios y le servirás […] no vayáis en pos de otros dioses” (Dt 6,13-14). Nuestra confianza, nuestras esperanzas y nuestros afectos han de estar centrados, por encima de todas las cosas, en Dios.

El servicio de Dios proporciona libertad. Reconocer a Dios como Dios, como Señor y como Dueño de todo lo que existe, “libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo” (Catecismo 2097).

Las riquezas se convierten en una dificultad cuando el servicio a Dios es suplantado por la servidumbre del dinero, que es un amo implacable. La seducción de las riquezas ahoga la palabra del Evangelio, impide que fructifique en nuestras vidas (cf Mt 13,22) y hace olvidar lo esencial: la soberanía de Dios.

En la adoración del Dios Único se unifica la vida humana, evitando así una dispersión infinita (cf Catecismo 2113). Las riquezas en sí mismas no son malas, pero no deben constituir un obstáculo a la hora de confesar la bondad de Dios, que es nuestra verdadera riqueza. Frente a lo principal, que es Dios, las demás realidades – también el dinero – ocupan un lugar secundario y relativo. Cuando esta relativización de la riqueza es olvidada, se corre el peligro de fiarse en exceso de los bienes terrenos olvidando que solamente Dios es nuestra fortaleza.

El respeto de Dios va unido al respeto del prójimo. El profeta Amós condena, con duras palabras, la corrupción y el abuso de los más indefensos: “Disminuís la medida, aumentáis el precio, usáis balanzas con trampa, compráis por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias (…) Jura el Señor por la Gloria de Jacob que no olvidará jamás vuestras acciones” (cf Am 8,4-7).

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