Celibato
Día sí y día también salta a la palestra la cuestión del celibato de los sacerdotes. Algunos piden la abolición de esta ley eclesiástica – aunque me imagino que no estarán en contra del celibato como forma de vida, porque eso equivaldría a decretar el matrimonio como una obligación forzosa -. Muchos otros apuestan por un celibato “opcional”, olvidando que ningún sacerdote ha sido amenazado de muerte, el día de su ordenación diaconal, para que prometiese la observancia del mismo.
Los sacerdotes católicos de rito latino han escogido libremente el celibato, como han escogido, en plena libertad, responder a su vocación sacerdotal. San Pablo recomienda a los no casados y a las viudas que permanezcan en su estado, pero, con gran realismo, añade: “Y si no pueden guardar continencia, que se casen; mejor es casarse que abrasarse” (1 Co 7,9). No es ningún desdoro abandonar el Seminario si uno comprueba que no es capaz de evitar el “incendio”.
La doctrina católica no está en contra del matrimonio. San Pablo dice que es un sacramento que representa la unión de Cristo con la Iglesia (cf Ef 5,32). Las interpretaciones de la espiritualidad cristiana que comportaban el desprecio del matrimonio han sido mantenidas por grupos sectarios. Los mesalianos, por ejemplo, muy preocupados por la lucha del hombre contra el demonio, acogían como ascetas y proclamaban bienaventurados a los casados que se apartaban del matrimonio. Pero ésta no ha sido la norma común.
El celibato, para un sacerdote, tiene sentido si lo asume y ratifica ejerciendo hasta el fondo su propia libertad, su capacidad de comprometerse. Ya sabemos que no hay una vinculación intrínseca, indisoluble, entre sacerdocio y celibato. La ley se remonta a los concilios de Elvira (306) y de Roma (386), pero encontró una confirmación a lo largo de los siglos y también en nuestros días.