Dejar que la Iglesia sea la Iglesia.
“Hay que dejar que Dios sea Dios". Así clamaba, a caballo entre los siglos XIII y XIV, el Maestro Erckhart -dominico, filósofo, teólogo y místico alemán-, desde su cátedra de Teología en París -la Universidad más prestigiosa de su época-, que ocupó durante varios periodos. Era el consejo de un verdadero sabio, humana y espiritualmente hablando.
“Tenemos que dejar” que Dios sea Dios, y que su Iglesia sea su Iglesia, si queremos reconducir esta situación por la que está atravesando desde hace ya más de 50 años. Y que la pone en un dilema de extrema gravedad: o “ser” o “no ser".
Con san Juan Pablo II podríamos gritarle -como lo hizo él a toda Europa-: ¡Iglesia, “sé tu misma", “recupera tus raíces", “vuelve a ser tú misma"!
Que se ha perdido el norte, que es Cristo -su Palabra y su Vida- es algo tan evidente que no necesitaría ni comentario. Pero, para pisar sobre seguro, señalaremos algunos apuntes.
La descristianización del Occidente -del primer mundo- es ya casi, casi, un lugar común; pero no por eso deja de ser menos cierto.