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15.12.15

La Misericordia Divina. II

«En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). Así de grande es el Amor Misericordioso de Dios por cada uno de nosotros.

Por su parte no hay límites, porque el Señor «no se ha cortado las manos, de tal modo que no pueda salvar» [Non est abbreviata manus Domini ut salvaret nequeat (Is 59)]. Todo lo contrario: lo demuestran estas palabras de Jesús al Buen Ladrón, «estando los dos [ladrones] en el mismo suplicio» que Él.

«Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino», le había pedido Dimas, aunque había empezado a insultarle, como hacía el otro. Pero mira a Jesús. Quizá Jesús le estaba mirando también a él después de mirar al otro. Y se han cruzado sus ojos. Y Dimas, al que se le llamará ya para siempre el Buen Ladrón, lo entiende todo: ve en Jesús inocencia, injusticia, ensañamiento irracional, locura humana que «mata» precisamente al que «nada ha hecho digno de muerte».

Y se convierte. Cree en Jesús como Dios, como Mesías, como Salvador: por nada del mundo va a dejar escapar esta su última oportunidad. Por eso clama. Por eso se dirige a Él, y le pide… la luna! Bueno, la luna se le hace poco, una tontería; le pide el Paraíso. Y Jesús se lo da. Así.

Al otro ladrón, no: nada ha pedido, nada se le dará. Ni siquiera será recordado su nombre: como si no hubiese existido; lo mismo que pasará con el joven rico. No ha reconocido ni sus culpas -condenado por ladrón-, ni a Jesús. Se ha quedado en su rabia y en sus insultos. Ni siquiera le mueve el ejemplo del otro, preso, como está, en su propia bilis. Se queda ciego, porque «no quiere ver»: ni a Jesús, ni al cambio operado visible y audiblemente en su compinche, que le recrimina su actitud, y le impele a dirigirse a Cristo.

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7.12.15

La Misericordia Divina. I

Comenzamos mañana, de la mano del papa Francisco, el Año Santo de la Misericordia. Muchas esperanzas e ilusiones ha puesto el Papa en este Año Santo. Espera una lluvia de gracias por parte de Dios Padre, «rico en Misericordia». Y una acogida por nuestra parte, con el alma abierta de par en par, para dejarnos empapar por esa agua «que salta hasta la vida eterna».

Tenemos a nuestro favor a Cristo que se nos muestra tal cual es: «Misereor super turbam!» (Mc 8, 2): «Tengo piedad [misericordia: me conduelo…] de la gente». Así «habla» el Corazón de Jesús: Corazón de Dios y Corazón de Hombre. Y como su Palabra es siempre «viva y eficaz» -no se corta, antes al contrario-, obrará el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, con los que se saciarán miles de personas, que estaban a punto de desfallecer por falta de alimentos: llevaban ya tres días tras Él.

Así nos quiere Dios. Así nos quiere Jesús, el Rostro y la Práctica visible de este Amor de Dios Padre por cada uno de nosotros. El Señor nos quiere a todos. Nadie está excluido del Amor de Dios. Su Amor es universal, como su Redención: universal, eficaz y sobreabundante.

Pero esta afirmación, sin negarla y partiendo precisamente de ella, hay que «acotarla» o, mejor, «comprenderla». Y a eso vamos.

En primer lugar: el Amor y la Redención que gratuitamente nos regala Dios son universales -se dirigen a todos los hombres de todos los tiempos- en el Corazón de Dios y en la entrega de Cristo «hasta la muerte, y muerte de Cruz». Pero ese Amor y esa Redención «no llegan» en la práctica «a todos».

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4.12.15

La primera verdad de la Iglesia es el Amor de Cristo

“La primera verdad de la Iglesia es el Amor de Cristo". Así nos ha escrito -"a cuantos lean esta carta"- el papa Francisco en la Bula -Misericordiae vultus- con la que convoca, en la Iglesia, el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, que comenzará el ya muy próximo 8 de diciembre, Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María: la Inmaculada.

La primera verdad de la Iglesia". Es decir: la verdad fundante y fundadora de la Iglesia, del hombre y del mundo. ¿Por qué? Porque “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8) -así se nos ha revelado Él mismo- y ese Amor lo ha hecho todo: la creación del hombre, la creación del mundo para el hombre -"para que lo guardara y lo custodiara"- y la “creación” y entrega de la Iglesia al servicio del hombre: porque, como nos confirmó san Juan Pablo II, “el hombre es el lugar de la Iglesia".

Sí. Jesucristo es la verdad visible y real -el “rostro"- del Amor que Dios Padre nos tiene: "Tanto amó Dios al mundo [nosotros los hombres, sus hijos] que nos entregó a su propio Hijo". Y Éste, Jesús, se nos entregó a sí mismo y nos amó “hasta el extremo", hasta el punto de entregar por nosotros, a nuestro favor, hasta la última gota de su Sangre redentora.

De ese costado abierto de Cristo en la Cruz, del que “manó sangre y agua", nació la Iglesia,  que no ha dejado de derramar sobre todos nosotros, sobre cada una de las generaciones de los hombres desde Cristo, los dones y las gracias que no han cesado de emanar de ese Corazón abierto, del que brotan “infinitos tesoros de Amor".

Esta es, por tanto la “misericordia” que Dios nos tiene. No puede sufrir el vernos perdidos -"como ovejas sin pastor"-, hambrientos y sedientos, y a merced de las fieras y de los mercenarios -"que son salteadores, y que no vienen sino a hacer estragos, a robar y matar"-…, y quedarse impasible, frío, distante. 

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1.12.15

."Cristo, sí; Iglesia, también"

“Cristo, sí; Iglesia, también". Esta es la rotunda afirmación que proclama san Juan Pablo II a los cuatro vientos, como respuesta de un Papa santo al eslogan que pretendió -y sigue pretendiendo- imponerse: “Cristo, sí; Iglesia, no".

La pretensión no es de ahora, ni de ayer; ni siquiera viene del famosísimo “postconcilio”, que sí la “promocionó” nuevamente, como el “genial” hallazgo de lo que era viejo y estaba podrido ya antes de nacer.

Viene de muy atrás: de Lutero, como el primero que pretendió formalizar y sistematizar la ruptura entre Cristo y su Iglesia. Pero como “lo que no puede ser, no puede ser", se tuvo que “inventar” una “nueva” iglesia. En la de Cristo ya no le quedaba espacio.

Esta vieja y envejecida pretensión, ¿tiene algún sentido? ¿Alguien en su sano juicio -intelectual, moral, espiritual y eclesial- puede mantener que se puede “creer” en Jesucristo, “sin creer” -y aceptar- a “su” Iglesia; es más: “rechazando” a la Iglesia como seña de identidad “católica"? ¿Cabe mayor burrada, en cualquier plano desde el que se considere la cuestión?

Por contra, san Cipriano, afirma y enseña: “Nadie puede llamar a Dios Padre, si no tiene a la Iglesia por Madre”. Y es lo lógico: intelectual, moral, espiritual y eclesialmente hablando.

Es “en la Iglesia” donde recibimos, porque está -la posee-, la Revelación de Dios a los hombres. Es “en la Iglesia” donde Dios Padre -como fruto y signo del Amor que nos tiene- nos entregó a su propio Hijo. Es “en la Iglesia” donde su Hijo está, y permanece para nosotros, “hasta el fin de los tiempos". La misma Iglesia es la única y verdadera “tabla de Salvación". La Iglesia posee y administra los Sacramentos, transmite la Doctrina, mantiene vivo -porque lo encarna y lo entrega- el Credo, La misma Fe solo se conoce y se vive “en la Iglesia": fuera, no. Y, por encima de todo, es en la Iglesia donde se confecciona y se distribuye la Comunión; es decir, donde Jesús se hace vida y alimento nuestro.

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24.11.15

Compás de espera

Toca esperar. No queda otra. Acabó el Sínodo sobre “La vocación y misión de la Familia en la Igleisa y en el mundo"; se publicaron sus conclusiones; se han presentado al papa Francisco; y… a esperar. Porque mientras el Papa no diga “esta boca es mía", todo lo anterior se queda en nada: sin el Papa, por mucho Sínodo que haya intervenido, lo hablado y votado en él, es nada exactamente.

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