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30.06.17

Número de seminaristas, ¿termómetro de la Iglesia?

Cuentan que el siempre provocador Castellani solía afirmar en sus tiempos: “En Buenos Aires faltan 50 curas y sobran 100”.

Probablemente yo estaría, para Castellani, en el grupo de los que “sobran”.

No obstante, recordé la mordaz afirmación cuando, días pasados, se debatió en diversos foros la cuestión del número de vocaciones y de la incidencia positiva o negativa de un Papa u otro en el “surgimiento” de las mismas. En los comentarios surgían todo tipo de aseveraciones, algunas muy acertadas y equilibradas, casi siempre reduccionistas y en algunos casos desde un desconocimiento completo de lo que es el proceso de selección y discernimiento.

Entre todas las afirmaciones, me parecieron bastante improcedentes aquellas que vinculaban el crecimiento o declinación del número de seminaristas a la influencia –y, por tanto, a la fecundidad- de un papado. A mi juicio, esto es erróneo, e intentaré mostrar por qué.

Vocaciones y vocaciones

Yo pensé durante mucho tiempo que el simple “número” de aspirantes al sacerdocio era un indicador necesariamente positivo de una diócesis o de una congregación.

Pero a medida que me fui adentrando un poco más, por mi propia experiencia en el Seminario, por el acompañamiento luego a otros jóvenes que ingresaban en la vida consagrada y por el conocimiento de algunas realidades eclesiales con desarrollos verdaderamente sorprendentes, me fui dando cuenta de que la cosa no era tan sencilla.

Algunos Seminarios, por ejemplo, tuvieron en sus períodos de apogeo una cantidad enorme de ingresos. Cuando uno indagaba un poco sobre el proceso previo de discernimiento, se daba cuenta de que esta había sido prácticamente inexistente. Bastaba el deseo del joven y una carta de un párroco entusiasmado para que el muchacho, pocos meses –o incluso semanas- después de pensar por primera vez en el sacerdocio, vistiera una elegante sotana. El párroco, orondo, llegaba algunas veces a jactarse ante su comunidad de los frutos de su pastoral juvenil y de cómo Dios los bendecía con vocaciones.

 

Otro fenómeno que descubrí tiempo después es que en ciertas congregaciones –y quizá también en algunas diócesis- la pastoral vocacional se realizaba con métodos poco respetuosos de la libertad de los sujetos. Así, hubo quienes afirmaron –e incluso escribieron- que “aunque el pensamiento de la vocación viniera del Demonio, hay que seguirlo”(sic). Otros predicadores, en el delicado contexto de unos Ejercicios Espirituales, afirmaron con rotunda claridad que “si alguien se plantea la posibilidad de ser sacerdote, es seguro porque tiene vocación”. Añadiendo algunas veces a esta temeraria afirmación “si alguien tiene vocación y no la sigue, se pone en riesgo o, más aún, casi firma el decreto de su condenación eterna”. Progresivamente fui descubriendo historias de seminaristas que estuvieron muchos años en la casa de formación y de sacerdotes que se ordenaron por puro miedo a condenarse, estando por dentro completamente aterrados y no siendo felices –pero sí mostrándolo- de su vocación.

 

Muchas de estas “vocaciones” mal discernidas o sostenidas bajo presión concluyeron con sus protagonistas abandonando pronto o más tarde bien su camino de formación, bien su vida sacerdotal o consagrada, algunas veces con escándalo y muchas con una cuota de resentimiento difícil de resolver.

 

¿A dónde quiero llegar?

No tengo una respuesta completa sobre este asunto, pero sí puedo afirmar –como lo han hecho antes de mí muchos otros-

# Que no es el número de seminaristas o novicios un indicador fiable para medir la vitalidad de una iglesia.

# Que no se puede juzgar a la distancia la autenticidad de un carisma o la santidad de un líder o de la fecundidad de una diócesis o congregación, sin conocer de primera mano quiénes, cómo y por qué están esos jóvenes en su camino.

# Que cada historia es diferente y cada camino de santidad es único.

# Que es necesario corrernos de un paradigma eficientista, centrado en las cifras y en lo visible.

# Que un criterio más certero sería, a mi juicio, analizar la vida sacerdotal o consagrada en el lapso de unos 10 o 15 años, y estudiar si se perciben equilibrio psíquico y espiritual, alegría en el ministerio o servicio, fidelidad verdadera. Esto es imposible hacerlo a nivel global.

#  Que la cuestión de las vocaciones y de la vocación es un verdadero misterio, que no se puede resolver estadísticamente. Y que debemos cumplir incesantemente –aunque no exclusivamente- con el único mandato que Jesús nos dejó al respecto: “pidan al dueño del campo que envíe obreros a su mies”.

Para que así, estén los que deben estar. Y no suceda que, como decía el jesuita argentino, “falten muchas vocaciones… pero sobren demasiadas”