18.01.12

Rezar por la unidad de los cristianos

Es un cometido que nos concierne: orar para que se restablezca la unidad plena y visible de todos los cristianos. Puede parecer una utopía pero no lo es. Se trata de la voluntad de Cristo Nuestro Señor y, por consiguiente, de un deber nuestro, de una tarea que incluye, como primer paso, la conversión interior.

Cuando el Señor nos juzgue podrá demandarnos: ¿Qué has hecho a favor o en contra de la unidad? No hace falta ser un gran teólogo experto en ecumenismo ni un pastor de la Iglesia con responsabilidades especiales en ese campo. De la mayoría de nosotros no van a depender las grandes decisiones. Pero nadie puede sentirse dispensado de rezar, de pedir insistentemente, de suplicar.

Hay dos vías que confluyen en la unidad: la verdad y la caridad. No se puede recorrer una de ellas al margen de la otra, sino que hay que transitar las dos al mismo tiempo. A veces, hablando de la unidad, se emplea la fórmula “ni absorción ni fusión”. ¿Cómo me imagino yo el sentido de esa fórmula? Pues como si coincidiesen varios riachuelos – más grandes o más pequeños – que no pierden su condición por el hecho de desembocar en un gran río que, quizá en sus orígenes, era solo un pequeño río que se ha ido enriqueciendo con los caudales que provienen de sus afluentes, pero sin perder la continuidad que vincula el manantial de origen con la desembocadura en el mar.

Yo creo que la Iglesia Católica es ese pequeño río que tiene como origen, como Fundador y como fundamento a Jesucristo. Otros ríos, grandes o pequeños, pueden llegar a confluir con él. No van a perder, esos afluentes, su peculiaridad. Sus orillas seguirán siendo sus orillas y sus paisajes los suyos. Pero, sin dejar de ser lo que eran, pueden pasar a ser lo que no eran, partes integrantes del gran río que termina en el océano inmenso de Dios.

El Concilio Vaticano II no dudó a la hora de decir – refiriéndose a la tradición oriental -: “No hay que admirarse de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer que con frecuencia las varias fórmulas teológicas, más que oponerse, se complementan entre sí” (UR 17).

La unidad está en Cristo, en la Palabra de Dios. Ese es el manantial, la fuente limpia de la que brota el agua. La Palabra se “plasma”, por decirlo de algún modo, en la Sagrada Escritura. Pero esta Escritura nunca ha estado disociada de la sucesión apostólica, que hace que la palabra no sea un texto muerto sino una palabra viva, que resuena hoy a través de la voz de los testigos. Junto al texto y a los que proclaman el texto está la “regula fidei”, la Tradición, como clave interpretadora que permite salvar la distancia entre el texto y el portavoz.

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14.01.12

Los comienzos del seguimiento

Homilía para el II Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

La historia de la vocación de Samuel constituye una anticipación de lo que será el discipulado cristiano. Samuel habitaba en el templo, pues había sido confiado por su madre al sacerdote Elí (cf 1 Sm 3, 3-10.19). Por la noche oyó una voz que lo llamaba. Samuel cree que lo llama el sacerdote y acude a él: “Aquí estoy, vengo porque me has llamado”. Muestra así una disponibilidad ejemplar. Sin embargo, Elí le contesta: “No te he llamado; vuelve a acostarte”.

Lo mismo sucede por segunda y tercera vez. Samuel todavía no tiene experiencia de la voz de Dios, de la llamada divina. Necesita el consejo de Elí que, comprendiendo que la llamada procedía de Dios, le dice a Samuel cómo ha de contestar: “Anda, acuéstate; y si te llama alguien responde: Habla, Señor, que tu siervo te escucha”. Así lo hace Samuel cuando vuelve a oír la voz y, de este modo, puede comenzar su relación con el Señor y su misión profética.

También dos de los discípulos de Juan – uno de ellos era Andrés – inician el seguimiento de Cristo. No oyen una voz, sino que ven a Jesús, ven su rostro y se dejan atraer por Él. Jesús les pregunta: “¿Qué buscáis?”. Ellos le contestaron: “Rabí, ¿dónde vives?”. Jesús les dice: “Venid y lo veréis” (cf Jn 1,35-42).

Para conocer a Jesús, para saber dónde mora, no basta con la mera información que se tenga sobre Él; es necesaria la experiencia personal de convivir con Él, tratándolo de cerca. Como ha escrito el Cardenal Ratzinger, “el camino del conocimiento hacia Dios y hacia Cristo es un camino de vida. Para expresarlo con lenguaje bíblico: para conocer a Cristo es necesario seguirlo. Solo entonces nos enteramos de dónde vive”.

La experiencia del trato con el Señor entusiasma a Andrés, que no puede dejar de comunicarla y por eso se dirige en primer lugar a su hermano Simón, para decirle: “Hemos encontrado al Mesías”. Y lo llevó a Jesús. Aquí está resumida toda la obra de la evangelización: encontrarse con Jesús por la fe impulsa de por sí a comunicar ese don a los otros. Ningún plan, ningún método, ningún programa puede suplir la experiencia del encuentro con el Señor, con la Verdad que salva la vida y que enciende el corazón.

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7.01.12

Vio rasgarse el cielo

Homilía para la Fiesta del Bautismo del Señor (Ciclo B)

Juan es el precursor de Jesús. Su bautismo de agua, de penitencia, que expresa el deseo de ser purificados de los pecados, es todavía imperfecto y provisional. Puede desconcertarnos a nosotros, como desconcertó a los primeros cristianos, que Jesús fuese bautizado por Juan. Jesús no tenía pecado ni, en consecuencia, necesidad de ser purificado. Además, Jesús es superior a Juan.

¿Cuál es, entonces, la razón de su Bautismo? Santo Tomás de Aquino indica un motivo de ejemplaridad: “Cristo quiso ser bautizado para inducirnos al bautismo con su ejemplo”. Y añade: “por eso, a fin de que su incitación fuese más eficaz, quiso ser bautizado con un bautismo que evidentemente no necesitaba para que los hombres se acercasen al bautismo que necesitaban”.

El Señor, haciéndose bautizar por Juan, se acerca más a nosotros; se introduce entre los pecadores, se hace solidario con nosotros compartiendo, por decirlo así, nuestra suerte para de esa manera transformala en camino de salvación.

San Marcos escribe en su evangelio la visión que, apenas salió del agua, tuvo Jesús: vio rasgarse el cielo y al Espíritu Santo bajar hacia Él como una paloma (cf Mc 1,9-11). El cielo no simplemente se abre, sino que se rasga. Se cumple así el deseo expresado por el profeta Isaías: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is 63,19).

En el Bautismo de Jesús, Dios ha rasgado de un modo irrevocable los cielos, que ya no podrán cerrarse de nuevo. Se anticipa, en el Bautismo del Señor, lo que acontece en su Pascua, cuando en el momento de su muerte “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mc 15,38).

A través de esta cortadura de gracia, Dios derrama su Espíritu en la tierra. Al igual que el Espíritu Santo sobrevuela en el momento de la creación las aguas originales del caos (cf Gn 1) desciende ahora hacia Jesús como una paloma. En Él, en Jesús, comienza la nueva creación, el mundo reconciliado con Dios.

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5.01.12

Creer y obedecer

No se equivocan quienes identifican el creer con un acto intelectual. Lo es. Se trata de un asentimiento. Pero el asentimiento no excluye, sino que incluye, una disposición moral por parte del sujeto.

Para creer, para creer como católicos, hace falta la obediencia, la gracia y el amor. El acto de creer es sintético, simultáneamente intelectual y moral. Esta síntesis se pone de relieve al considerar la fe como obediencia. La escucha de la conciencia, decía el Beato Newman, tiene la naturaleza de la fe.

El hombre, si es dócil a lo que su conciencia le indica, llegará a reconocer a Dios como Legislador y Juez. Y no será, entonces, el propio juicio la instancia suprema, sino una autoridad superior y exterior al propio yo. Aunque esa otra voz se perciba en la interioridad.

El gran obstáculo para la fe es un espíritu orgulloso y autosuficiente. No solo la escucha de la conciencia exige esta actitud de apertura. También la revelación pide obediencia. La revelación es mensaje y mandato, enseñanza y ley.

Creer es obedecer. Creer es confiar en la revelación divina y someterse a ella. Abraham, Moisés y David creyeron y obedecieron. Refiriéndose a estos personajes comentaba Newman: “Entiendo por fe una confianza absoluta, sin reserva, en los mandatos y las promesas de Dios, y el celo por su honor, la sumisión y entrega a Él de sí mismos y de todo lo que tenían”.

La fe como sumisión y entrega (“a Surrender and Devotion”). El gran obstáculo para creer es siempre el mismo: la obstinación, la confianza en el propio juicio. La revelación nos sitúa ante una gran alternativa: la fe o la obstinación en la voluntad propia.

Para Newman, en la época apostólica “la peculiaridad de la fe consistía en el sometimiento a una autoridad viva: esta era su nota distintiva, esto la convertía realmente en un acto de sumisión que destruía el juicio privado en las cuestiones de religión”.

Aferrarse al juicio privado a la hora de interpretar un texto bíblico supone un ejemplo de obstinación. Si lo que prima es el juicio privado entonces es el sujeto el que, en última instancia, decide qué es lo que ha de creer o lo que no. Pero la revelación es, ante todo, anuncio de una Verdad personal.

No se obedece a un texto, sino a una autoridad viva, a una Persona: a Dios mismo o a los mensajeros de Dios, a los Apóstoles y a Iglesia, que, en la etapa actual de la salvación, es voz de Dios, “oráculo que procede de Él”, en palabras de Newman.

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La luz de Dios

Homilía para la solemnidad de la Epifanía del Señor (Ciclo B)

La luz de Dios nos dispone y nos guía siempre para que podamos aceptar con fe pura y vivir con amor sincero el misterio de Cristo. El profeta Isaías hace referencia a una luz que invade Jerusalén disipando las tinieblas: “sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora” (cf Is 60,1-6). La luz que llega a Jerusalén está orientada a iluminar a todos los pueblos de la tierra.

Esa luz es Jesucristo. Él ha venido para salvar, para iluminar, a todos los hombres: a los judíos y a los paganos. “También los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio”, explica san Pablo (cf Ef 3,2-3.5-6).

Los Magos de Oriente se dejaron atraer por la luz de Cristo. Habían visto salir su estrella y se ponen en camino para adorarlo (cf Mt 2,1-12). No ahorran ningún esfuerzo: viajan desde sus lugares de origen hasta Jerusalén, allí preguntan al rey Herodes y, con la información proporcionada, se dirigen hacia Belén. No se trata de una búsqueda infructuosa, sino que obtiene como resultado una inmensa alegría; la alegría de ver a Jesús con María, su madre, de poder adorarlo de rodillas y de ofrecerle regalos: oro, incienso y mirra.

Para creer con fe pura necesitamos “un corazón atento” (1 Re 3,9) como el de los Magos. Dios no nos deja abandonados, sino que continuamente nos da pistas que nos llevan a Él: nos habla a través de la naturaleza, se sirve de las experiencias de nuestra vida, hace resonar su voz en nuestra conciencia y nos dirige su palabra por medio de la predicación de la Iglesia. Todas estas señales son luces que nos guían hacia Jesús.

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