28.02.12

El espíritu que actúa en los rebeldes

Un elemento fundamental para enfocar adecuadamente el tema de la existencia y del poder de los demonios es la afirmación básica de que estos seres son también criaturas de Dios. No podría ser de otro modo. Dios es el Creador de “todo lo visible y lo invisible”. En tanto que criaturas, los demonios son buenos, ya que todo lo que es, en tanto que es, es bueno.

El concilio Lateranse IV, del año 1215, establece: “Creemos firmemente y confesamos con sincero corazón… que Dios es el único origen de todas las cosas, el Creador de lo visible y de lo invisible, de lo espiritual y de lo corpóreo… El diablo y los demás espíritus malignos fueron creados por Dios buenos por naturaleza, pero por sí mismos se hicieron malos”.

¿Cómo entender que un ser creado bueno se hace por sí mismo malo? La razón que explica esta mutación es que ninguna criatura espiritual está eximida de decidirse – ya que es inteligente y libre – a favor o en contra de Dios. Los demonios son ángeles que se han convertido, voluntariamente, en antagonistas de Dios y que pretenden que los hombres se revuelvan también contra Dios y contra Cristo.

Lo demoníaco está presente en el mundo. San Pablo, en la epístola a los Efesios, menciona al “Príncipe del imperio del aire, el Espíritu que actúa en los rebeldes” (2,2). Su labor, la labor de este Príncipe, es tentar y pervertir; viciar con malas doctrinas o ejemplos las costumbres y la fe.

Pero no toda tentación ni toda perversión proviene de él; ya que en el hombre, herido por el pecado, puede surgir la tentación por sí misma. En cualquier caso, provocado directamente por él o por una naturaleza herida, el pecado es la baza de Satanás. Si uno quiere caer en manos del demonio lo tiene “fácil”: basta con pecar.

La posesión es otro modo de caer en manos del Enemigo. Se habla de “posesión” cuando Satanás se apodera del cuerpo de una persona. Aunque es muy difícil distinguir entre la posesión diabólica y los fenómenos patológicos (por ejemplo, las enfermedades mentales).

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25.02.12

Os salva el Bautismo

La unidad del plan divino de salvación se refleja en la unidad de la Sagrada Escritura: las obras de Dios en el Antiguo Testamento prefiguran; es decir, representan anticipadamente, lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en Jesucristo. Decía San Agustín que el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: “Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet”.

La Liturgia de la Iglesia nos ayuda a descubrir este dinamismo propio de la Escritura: El arca de Noé prefigura el Bautismo, como ya indica San Pedro en su primera Carta: “Aquello [el arca] fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva” (1 Pe 3,21). En la Vigilia Pascual, en la bendición del agua, la Iglesia dirá: “¡Oh Dios!, que incluso en las aguas torrenciales del diluvio prefiguraste el nacimiento de la nueva humanidad, de modo que una misma agua pusiera fin al pecado y diera origen a la santidad”.

El agua del bautismo, anticipada en el agua torrencial del diluvio, es instrumento de muerte, de destrucción, y también de vida, de salvación. El Bautismo destruye el pecado, purificándonos de él, y nos rescata, como el arca rescató a Noé del diluvio, haciéndonos renacer como hijos de Dios.

San Pedro nos da la verdadera clave de interpretación al señalar que el Bautismo salva no por ser un mero lavado que limpie una suciedad corporal, sino en virtud de la Resurrección de Cristo. El signo externo, visible, del agua es instrumento eficaz mediante el cual, con el poder de su palabra y la fuerza de su Espíritu, Jesucristo, que emerge resucitado de la muerte, nos rescata también a nosotros asociándonos a su vida.

El dramatismo de la oposición entre la muerte y la vida, entre el diluvio y el rescate, se mantiene en el lacónico relato de San Marcos de las tentaciones de Jesús (Mc 1,12-15). El Señor, en el desierto, lucha contra una insidiosa tentación: el Diablo quiere poner a prueba su actitud filial ante Dios (cf Catecismo 538). Se realiza en Jesús lo que prefiguradamente había acontecido con Adán en el paraíso y con el pueblo de Israel en el desierto.

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22.02.12

Iniciando la Cuaresma

El miércoles de ceniza, comienzo del tiempo de Cuaresma, constituye una llamada a actualizar una actitud muy propia de la vida cristiana: la conversión, la reconciliación. Convertirse es volverse hacia Dios y, por consiguiente, reconciliarse con Él haciendo penitencia para superar el único obstáculo que puede interponerse entre nosotros y Dios: el pecado.

La conversión no tiene que ver con la apariencia, sino con la realidad. No se trata de que maquillemos nuestra vida para parecer mejores; se trata de renovar el corazón, el fondo de nuestro ser y de nuestro actuar, para ser mejores, para asimilarnos un poco más a Jesucristo, que es el verdadero modelo.

Jesús nos previene frente a una Cuaresma cosmética: No hay que fingir rezar más, sino dejar que la Palabra de Dios nos cuestione, escuchando lo que el Señor nos dice y respondiendo a sus peticiones. No hay que fingir ayunar más, sino concentrarse en lo esencial – en Dios, en la salvación – y relativizar, hacerlo relativo a Él, lo que, aunque importante, ha de ser siempre secundario. No hay que fingir mayor preocupación por el prójimo para sentir la reconfortante recompensa de nuestra filantropía, sino que hay que entregarse a los demás, asumiendo la lógica de la Cruz que es la misma que la del amor.

En su Mensaje para la Cuaresma el papa Benedicto XVI hace hincapié en la limosna, en la caridad. Nos dice que debemos cultivar una mirada atenta al otro, superando el egoísmo y el individualismo. Es muy fácil conformarse con un encierro en el yo que se olvida de los demás: “yo no hago daño a nadie, no me meto en la vida de nadie; estoy a lo mío”.

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21.02.12

El duro camino del Evangelio

“Toma parte en los duros trabajos del Evangelio”, le dice San Pablo a Timoteo (2 Tim 1,8). Anunciar el Evangelio, según el Apóstol, comporta “padecimientos”; es decir, la posibilidad, no meramente teórica, de sufrir física y corporalmente daños, dolores, enfermedades, penas y castigos. Y también de soportar agravios, injurias y pesares.

San Pablo sabe perfectamente de lo que habla. Lo avala una gran experiencia: “Cuántos viajes a pie, con peligros de ríos, peligros de bandoleros, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos, trabajo y agobio, sin dormir muchas veces, con hambre y sed, a menudo sin comer, con frío y sin ropa” (2 Cor 11,26-27).

Para muchos de nosotros las palabras de San Pablo suenan completamente reales – no se puede dudar de que dice lo que ha vivido - , pero revestidas de una especie de realismo épico, heroico. Pero ese heroísmo es, a día de hoy, el pan nuestro de cada día de muchos cristianos; también el de muchos sacerdotes.

No es fácil la tarea de la evangelización. Jesús, desde luego, no ha engañado a nadie: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo: pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). El grano de trigo es Él. Y ha dado fruto por su Muerte y Resurrección. Ha querido morir para destruir la muerte y darnos vida.

La evangelización no puede ser una carrera que persiga el éxito mundano. La semilla, si cae en tierra buena, da fruto, pero ha de caer en tierra buena. Si cae al borde del camino o en terreno pedregoso o entre abrojos no da grano (cf Mc 4, 2-9).

Lo que no puede lograr la semilla no pueden lograrlo los sembradores. Dios lo puede todo, pero Dios no prescinde de nuestra libertad. Él viene a nuestro encuentro, pero nosotros debemos también ir a su encuentro. Dios da de comer a quien tiene hambre, pero, primero, es preciso sentir hambre.

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16.02.12

La sinceridad de Dios

Homilía para el VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.

San Pablo, en la Segunda Carta a los Corintios, escrita en el otoño del año 57, se presenta como un hombre veraz y sincero, libre de fingimiento: “La palabra que os dirigimos no fue primero ‘sí’ y luego ‘no’”. En esta falta de doblez el Apóstol sigue el ejemplo de Jesucristo, que “no fue primero ‘sí’ y luego ‘no’”, ya que “en Él todo se ha convertido en un ‘sí’; en Él todas las promesas han recibido un ‘sí’”. En definitiva, la sinceridad de San Pablo se fundamenta en la sinceridad de Dios mismo, en la fiabilidad de su Palabra, en la lealtad con la que, enviando a Jesucristo, ha cumplido todas sus promesas.

Lo contrario de la sinceridad es la doblez de corazón; la astucia o la malicia en la manera de obrar o de hablar dando a entender lo contrario de lo que se siente. Un corazón doble dice unas veces ‘sí’ y otras ‘no’, según la conveniencia de cada momento. Uno de los más antiguos textos cristianos, la Didaché o Enseñanzas de los Doce Apóstoles, contrapone dos caminos, el de la vida y el de la muerte. El camino de la muerte se caracteriza, entre otras cosas, por los falsos testimonios, la hipocresía, la doblez de corazón, el engaño y la malicia (cf Didaché, V,1).

Al igual que San Pablo, también el Compendio del Catecismo basa la obligación que un cristiano tiene de vivir en la verdad en la manifestación íntegra de la verdad de Dios que ha tenido lugar en Jesucristo: “Él es la Verdad. Quien le sigue vive en el Espíritu de la verdad, y rechaza la doblez, la simulación y la hipocresía” (n. 521).

Una de las promesas divinas que se han cumplido en Jesucristo es la promesa de perdonar los pecados. Precisamente para demostrar que tiene poder para perdonar los pecados Jesús realiza el milagro de curar al paralítico (cf Mc 2, 1-12). Él es el Hijo del Hombre que realiza y cumple sobre la tierra, a través del perdón, la voluntad salvadora de Dios.

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