14.12.13

"El encuentro con Jesús", un nuevo libro

En el origen de este libro está la predicación. A los ministros ordenados – obispos, presbíteros y diáconos – se les encomienda esta tarea. Pero a todos los fieles, también a los ministros, les corresponde un cometido no menos grave: escuchar y meditar la Palabra. Una escucha y una meditación que puede prolongarse más allá del momento de la celebración litúrgica, para que el diálogo entre Dios y su pueblo, que acontece verdaderamente en la Liturgia, empape por completo nuestras vidas.

En doce secciones - Dios viene, la alegría del encuentro, el Evangelio de Dios, conversión, en el extremo del amor, permanecer, la fuerza, la potencia de la misericordia, Maestro y Pastor, la libertad de la fe, lo más válido y la generosidad de Dios - se articulan los 58 capítulos de esta obra – todos ellos muy breves - . Al lector le compete completarlos, volviendo sobre los textos bíblicos, que han sido comentados a la luz del Catecismo y de otros documentos de la Iglesia, para renovar su personal encuentro con Jesús y hacerlos fructificar en su vida.

Guillermo Juan Morado.

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12.12.13

La alegría y el Adviento

El anuncio del profeta: “Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará” (cf Is 35,1-6.10), se cumple con la llegada de Jesucristo. Las obras que el Señor realiza testimonian su condición mesiánica: “los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia” (Mt 11,5).

Enviando a sus discípulos a encontrarse con Jesús, Juan Bautista, el Precursor, busca confirmarlos en la fe: “Miró, pues, en esto Juan, no a su propia ignorancia, sino a la de sus discípulos y los envía a ver sus obras y sus milagros, a fin de que comprendan que no era distinto de Aquel a quien él les había predicado y para que la autoridad de sus palabras fuese revelada con las obras de Cristo y para que no esperasen otro Cristo distinto de Aquel de quien dan testimonio sus propias obras” (San Hilario).

La cercanía del Señor, su proximidad inaudita, engendra en el corazón del cristiano la alegría: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca” (Flp 4,4.5). San Pablo, que da este mandato, no careció en su vida de sufrimientos y de tribulaciones. No obstante, vivió y mandó vivir la alegría. Como comenta Benedicto XVI: “Si el amado, el amor, el mayor don de mi vida, está cerca de mí, incluso en las situaciones de tribulación, en lo hondo del corazón reina una alegría que es mayor que todos los sufrimientos” (3-10-2005).

Caminar hacia el encuentro de Cristo que viene equivale a descubrir su presencia cerca de nosotros, en medio de nosotros, para ver “la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios”. Su presencia es oculta, pero real, y sus obras siguen hablando en favor de Él. También hoy los ciegos dejan de serlo cuando descubren la Luz. También hoy los paralizados por el miedo son capaces de andar. También hoy los estigmatizados por el mal quedan limpios y los muertos por el pecado resucitan a la vida de la gracia. También hoy el Evangelio es anunciado a los pobres.

“El Señor está cerca”. Nos visita cada día con la fuerza de su palabra, con el vigor de sus sacramentos, con la potencia regeneradora de la vida cristiana. Necesitamos, como recomienda el apóstol Santiago (cf St 5,7-10), paciencia y firmeza, no sólo para aguardar su última venida, sino para tomar conciencia de su venida cotidiana. Paciencia para esperar que la semilla del Evangelio fructifique de verdad en nuestras vidas, sin desalentarnos por no poder cosechar ya lo que todavía necesita ser regado por la lluvia, y firmeza para no dejarnos abatir por lo que, en apariencia, desmiente la cercanía de nuestro Dios: el dolor, la enfermedad y el sufrimiento.

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9.12.13

Mandela y la reserva escatológica

Hace unos años, justamente el 25 de enero de 2009, publiqué en este blog un post con el título: “Obama y la reserva escatológica”.

Decía en ese post: “El teólogo alemán Metz ha popularizado la expresión ‘reserva escatológica’ para aludir a la relación dialéctica que existe entre las promesas de Dios y la realidad histórica. Toda realización intramundana es provisional; ningún logro político, social o económico es, sin más, ‘el Reino de Dios’ ”.

Me reafirmo en lo mismo. ¿Mandela ha conseguido muchas cosas buenas? Parece que sí. Y no seré yo quien desfigure sus méritos. Y es muy posible que, también, haya hecho o propiciado muchas cosas menos buenas, o directamente malas.

¿Mandela ha traído al mundo “el Reino de Dios”? En absoluto. Habrá hecho, quiero pensar, lo que ha podido. Para bien y para mal. En parte para bien – ¡Dios de lo premie! - , y en parte para mal – ¡Dios se lo perdone! - .

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7.12.13

La Inmaculada, la expectación del Adviento

La expectación es la espera de un acontecimiento que interesa o importa. El Adviento nos sumerge en la expectación, en la tensión dinámica de la espera “de un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos”: la venida de Cristo (cf Catecismo 522).

En la liturgia de este tiempo la Iglesia actualiza la espera del Mesías, compartiendo así la espera de Israel y, de algún modo, la espera confusa de todo hombre; el anhelo de salvación, de redención, de justicia, de felicidad. Al disponernos a celebrar la venida del Salvador en la humildad de nuestra carne, los fieles renovamos el ardiente deseo de su segunda venida en la majestad de su gloria.

Expectación es también un nombre de María, la Hija de Sión, la Virgen que está encinta y que dará a luz un hijo, al que le pondrán por nombre “Dios-con-nosotros” (cf Isaías 7,14). María ejemplifica de un modo singular el Adviento, esperando “con inefable amor de Madre” a quien todos los profetas anunciaron y a quien Juan proclamó ya próximo.

Con Ella, “después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación” (Lumen gentium 55). Ella es hija de Adán por su condición humana y descendiente de Abraham por su fe. Ella es “la vara de Jesé” que ha florecido en Jesucristo, nuestro Señor.

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29.11.13

Los ojos abiertos

El Señor, hablando de su segunda venida, nos exhorta a la vigilancia, a
estar en vela
, a estar preparados (cf Mt 24,37-44).

Comentando este pasaje evangélico, San Gregorio Magno escribe: “Vela el que tiene los ojos abiertos en presencia de la verdadera luz; vela el que observa en sus obras lo que cree; vela el que ahuyenta de sí las tinieblas de la indolencia y de la ignorancia”.

1º) Velar es, en primer lugar, abrir los ojos y mantenerlos abiertos para reconocer la presencia de la verdadera luz, que es Cristo, nuestro Señor. San Pablo dice a los romanos: “Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Rm 13,11).

El Adviento nos invita y nos estimula a captar la presencia del Señor en medio de nosotros: “La certeza de su presencia, ¿no debería ayudarnos a ver el mundo de otra manera? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como una “visita‟, como un modo en el que Él puede venir a nosotros y estar cerca de nosotros, en cualquier situación?”, se preguntaba el Papa Benedicto XVI en una homilía de Adviento.

Si nos dejamos cegar por las prisas, por la rutina, por la mediocridad, seremos incapaces de advertir la presencia del Señor en nuestras vidas. Sin la conciencia de su cercanía nos dejaríamos vencer por el hastío y el cansancio. Debemos hacer nuestra la oración del Salmo 24: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados”.

2º) “Vela el que observa en sus obras lo que cree”. En cierto sentido, somos lo que hacemos. En nuestras acciones se plasma de forma concreta nuestro querer, nuestro hacer y nuestro ser. No podemos ser generosos si no hacemos real en nuestras actuaciones la generosidad. No podemos, coherentemente, salir al encuentro de Cristo si en nuestras obras rechazamos a Cristo olvidándonos de los hermanos (cf Mt 25,45). La vigilancia nos exige, pues, coherencia, armonía entre la fe y la vida: “Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad” (Rm 13,13).

3º) “Vela el que ahuyenta de sí las tinieblas de la indolencia y de la ignorancia”. La indolencia es la pereza, la insensibilidad, la indiferencia. Es todo lo contrario del dinamismo que pide el caminar al encuentro del Señor: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob”, exhorta Isaías (Is 2,1-5). Sin dar un paso, inmovilizados por nuestra desgana, no podemos marchar por las sendas de la salvación.

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