Los inmortales.

Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación, que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de los complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros,en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo saber ya si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.

No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas… Todo me fue dilucidado aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico […]

Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal […] Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi con desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos… Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales […]

El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes de que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo no era más que un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.

Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la Tierra. Cabe en estas palabras Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rige para los Inmortales.”

Jorge Luis Borges: “El inmortal” (II, IV), en “El Aleph” (1949).

Lo más triste de todo es que los inmortales no son tales: son simples mortales a los que su ideología de inmortalidad ha convertido en lo que son sin que se hayan dado cuenta.

Es muy fácil reconocerlos. Los vemos todos los días y a todas horas: en el trabajo, en la calle, en el colegio, en la escuela, en la universidad, en el blog, en el periódico, en los libros, en la radio, en la televisión, en el cine. Son los que nos dicen que los raros somos los cristianos. Que somos raros porque nuestra fe nos recuerda que somos mortales. Y que lo único que importa, lo único que perdura, es el amor.

Son los mismos que afirman que el aborto es un derecho de la humanidad gestante que prevalece sobre el derecho a la vida de la humanidad que se está gestando en su interior. Si en lugar de gestarse en su interior seres humanos se gestaran siluros, dingos, focas, linces ibéricos, urogallos, buitres leonados, o tortugas de tierra, seguramente las cosas dejarían de estar tan claras para ellos.

Los cristianos ya hemos encontrado las aguas del río que nos libra de esa ideología de inmortalidad que lleva a la muerte (Jn.4:14).

Bebamos de ellas sin miedo.

Y obremos en consecuencia.

6 comentarios

  
Foix
Hace tres años estuve dándole unas vueltas al asunto que, de modo tan atinado y certero, nos trae usted hoy a escena con Borges de lazarillo. Entonces en mi blog, y con otro sombrero, publiqué un billetillo que a lo mejor le agrada leer. Ahí va.

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La noticia del morir

Qué cosa es este negocio del vivir. Como una fatiga es, un ir dando pedales a la bicicleta, con lo que cansa. A medida que uno va circulando, otros corredores se van quedando atrás o dejan la carretera, como un clareo de filas en una formación cuando empiezan a rugir los cañones enemigos. A veces parece que la vida fuera como una tela de mala calidad; al lavarla, encoge. Otras veces, nos recuerda a la decepción del convidado cuando la velada se acerca a su fin: ¿Ya tenemos que marcharnos?¿Tan pronto? Y va a ser que sí; hay que levantarse, coger el sombrero y el gabán, despedirse del anfitrión y marchar: la fiesta ha terminado. El mismo mosén Baltasar de Gracián nos dice que la hechura de la vida es el moverse pues, y es ya Gabriel de Bocángel quien habla, sólo la mudanza es firme.

Resuena lacerante en mi memoria ese viejo villancico de la Nochebuena, que va y viene, y nos habla también a nosotros, que también nos iremos y... Son esas letrillas besos del tiempo barroco donde las horas pasan y estremecen, y nos ciñen por la cintura, y nos llevan. Mi señor don Francisco de Quevedo, como solía, lo puso blanco sobre negro:

"Ya no es ayer, mañana no ha llegado;
hoy pasa, y es, y fue con movimiento,
que a la muerte me lleva despeñado.
Azadas son la hora y el momento,
que a jornal de mi pena y mi cuidado
cavan en mi vivir mi monumento."

Un paisaje con ruinas pareciera, poblado de melancolías que mastican nuestros adentros, y de desengaños que muerden el artificio humano, con sus avaricias, hermosísimo invierno de la vida.

Pues no hay humano pasar que no incube, como una negra mariposa, la noticia del morir. Todos lo sabemos; claro que lo sabemos. Seguimos dando pedales con un rojo clavel entre los dientes que a vinagre sabe, y a ceniza. Pero echamos un trago y seguimos. Dónde irá el buey que no are. Y cómo, si no, podremos dar el grito de la esperanza. Pues una "Danza de la muerte" nos acompaña con sus bailes, con su metálico tam-tam y su orquesta de raveles y timbales, de sonidos sordos y acerados, con sus incendios y sus máscaras, pero nada vemos. La moderna tecnología, que sólo es la metafísica de la técnica de siempre, nos lo ha puesto difícil: nos ha vaciado los ojos y no lo vemos. Pero lo sabemos; muy bien lo sabemos. Aunque es tanto el estruendo y la trompetería del mundo para silenciar el aviso del morir, y tanto se ha hollado, que hasta creyéramos que lo hemos conjurado para siempre; con la televisión encendida las horas veinticuatro y la tarjeta médica en el bolsillo, nadie teme al pregonero. Pues si nunca los hombres han dado paso a la muerte en tiempo de fiesta, menos todavía lo van a consentir en pleno despiporre tecnológico, sólo faltaría.

Pero esa vieja puta vendrá a buscarnos con la mortaja al hombro; es costumbre. O sí o sí. Qué aspavientos se gasta la señora, qué ademanes. Mira que le gusta el teatro y esos aires de gran dama que se da, con sus aires de emperatriz. Cuánta artillería e impostura, cuánta pompa y circunstancia. En traje de dolor y dando su desdén de cortesía. A notificar se viene que hay que dormir bajo la tierra pues por oficio tiene el contarnos la vida. Con qué ganas nos va pesando las horas, con qué codicia; como si le fuera la vida. Con tecnologías o sin ellas hará caja, desde luego, aunque otra cosa es que haya muchos dividendos y le salgan las cuentas.

Y si abriésemos los ojos, veríamos de qué va el espectáculo, letra y música veríamos. El duro martillazo de la muerte es un "factum", lo es, brutal y violentísimo, que todo lo destroza y descompone, es claro, como una luz seca que anega un cuarto vacío. Un poder tan absoluto que, si lo aceptamos o condescendemos ante él para empezar, terminaremos perdiendo la contienda por la vida. Sabemos que ninguno a la muerte ha de burlar, ninguno, pero no la reconoceremos su imperio, ni su obra, ni su sentencia final; y no será su aliento helado la última palabra que se diga. Y es que todavía quedan cuentas por saldar. Esto es teología, diría Horkheimer, un pensamiento osado. Pues bien, lo es. Sí ¿y qué? Pues si nuestros pensamientos no fueran como racimos de estrellas, como sonidos que a la niebla hieren, estaríamos a merced de este mundo, que nos cocearía, y que siempre es una mímesis de la muerte, pues él también quiere tener la última palabra. Y además, como decía Eurípides, quién sabe si la vida es la muerte o la muerte es la vida, qué sabe nadie. Porque estamos aboliendo todas las preguntas y agostando toda filosofía, que hacia allí debiera ir dirigida, pues la muerte es una región de preguntas y también de revelaciones.

Esto explica quizá que la cultura misma, y todas las empresas humanas como el pensamiento, el arte y la literatura, se alcen en cierta manera contra la muerte y se encaren con ella, y la acosen, con celadas y emboscadas admirables, pues en cierta forma quieren ajustar las cuentas con ella y arrebatarla su imperio de algún modo, incluso si se sabe cómo se las gasta la Señora. Monsieur de Montaigne decía que no hay día sin fiebre y que hasta la bruma de la mañana podría matar a un hombre, pero eso no le hizo desadornar la vida o hincar la rodilla ante la fatalidad de la muerte, como tampoco a mi señor Baruch de Spinoza, al que ésta sorprendió después de tomarse un caldito y fumarse una pipa de oloroso tabaco, pues era como un niño haciendo un cruce de mangas a la severa institutriz.

La caña pensante que somos un día será abatida y no volverá a levantarse. Se quebrará para siempre y sin remedio: lo vemos con toda claridad, con toda claridad lo vemos. Pero no es claro que nuestro "yo" corra la misma suerte. Si aceptamos tranquilamente nuestra liquidación, sólo entonces, nos estaremos entregando atados de pies y manos a todos los otros "facta" de este mundo, que nos pondrán bajo las patas de los caballos hasta que nos revienten las tripas. La historia quedará cerrada: ningún cambio, ningún "novum", ninguna esperanza. Triturados seremos pero, eso sí, tan contentos entre tantas tecnologías y tantas seguridades, pues todo ha sido pensado para nuestro bien. Aunque conmigo que no cuenten; muy agradecido pero se me ha hecho tarde. Y luego esta la fe, que es precisamente la negación del factum de la muerte, una fiducia en una palabra antigua y lejana, aunque llena de amor: algo perfectamente serio. Pues serias son vida y muerte, y la fe naturalmente. Con ella, la muerte no se decolora, ni se banaliza: sigue siendo una carnicería y no hay edulcorante que valga. Pero es ya una puerta por la que hay que pasar, un sorbo que hay que tragar, una puerta; sin excepciones. Si es posible le decía el pobre Inocente al Padre en el Huerto de los Olivos, cuando ya amenzaba tormenta. "Si es posible". No lo fue. Tampoco a Él se le excusó. No se le pudo excusar. Aunque otra cosa fuese que, por esas días, Nuestra Señora la Muerte hiciera el peor negocio de su vida. Si supiera.


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23/03/09 12:04 PM
  
Miguel Serrano Cabeza
_Foix_

Gracias por compartir con nosotros sus bellísimas reflexiones. Me han recordado otras largo tiempo olvidadas.

Un día de hace algo más de veinticinco años me levanté y escribí:

Vientre, toro de fuego,
la noche con el día incrusta de sombra y negro;

Suelas de albero y sangre
y sólo duelo en la tarde:
tiempo, amor y muerte.


Unos días, quizá unos meses después, escribí:

Soñé que soñando me levantaba,
que trabajaba y me dormía
y me soñaba a mí mismo soñando
un sueño que era mentira,
tal que era, fue o será mi vida.


Otros días, quizá otros meses después, leí lo escrito. Dejé lo que estaba haciendo y fui a la iglesia más próxima, entonces tan destartalada y sucia. Donde podía rezar con recogimiento.

Desde entonces no he vuelto a escribir: me limito a vivir lo más cerca que puedo de ese arroyo de agua clara que mi Señor me da.

Cuando ya no pude rezar con recogimiento en aquella iglesia, dejé la casa de mis padres, me casé y abandoné la tierra que no me vio nacer; porque la tierra, aunque se nazca sobre ella, no mira: sólo recibe.

Ahora que el tiempo ha pasado, vuelvo a mirar como miré una vez; pero ya no lo hago por mí: lo hago por amor a mis hijos y a todos los que son como ellos. Porque para ellos ha empezado el carnaval, la feria de las mentiras y de las vanidades.

Sólo una cosa basta: Dios. Por eso dice (sí, en presente de indicativo) Santa Teresa de Jesús:

Nada turbe,
Nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda;
la paciencia
todo lo alcanza;
quien a Dios tiene
nada le falta:
Sólo Dios basta.

Eleva tu pensamiento,
al cielo sube,
por nada te acongojes,
nada te turbe.

A Jesucristo sigue
con pecho grande,
y, venga lo que venga,
nada te espante.

¿Ves la gloria del mundo?
Es gloria vana;
nada tiene de estable,
todo se pasa.

Aspira a lo celeste,
que siempre dura;
fiel y rico en promesas,
Dios no se muda.

Ámala cual merece
bondad inmensa;
pero no hay amor fino
sin la paciencia.

Confianza y fe viva
mantenga el alma,
que quien cree y espera
todo lo alcanza.

Del infierno acosado
aunque se viere,
burlará sus furores
quien a Dios tiene.

Vénganle desamparos,
cruces, desgracias;
siendo Dios tu tesoro
nada te falta.

Id, pues, bienes del mundo;
id dichas vanas;
aunque todo lo pierda,
sólo Dios basta.



El aborto es un derecho, dicen algunos. Han bebido agua del río de la muerte eterna.

ADVENIAT REGNVM TVVM.
23/03/09 3:50 PM
  
Luis R.
Soberbio, y soberbios comentarios.
23/03/09 7:21 PM
  
Foix
Yo también agradezco sus palabras y pensamientos, tan hermosos. Y, como son los poetas las antenas de la especie, o eso pensamos algunos, le traigo hasta aquí otro poema soberbio que evidencia lo que los cristianos sabemos, eso que nadie, nunca, nos podrá hurtar: la soberanía del amor sobre la muerte. De mi señor don Francisco de Quevedo y Villegas, of course...

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra, que me llevare el blanco día;
i podrá desatar esta alma mía
hora, a su afán ansioso lisongera:
mas no de essotra parte en la rivera
dejará la memoria, en donde ardía;
nadar sabe mi llama la agua fría,
i perder el respeto a lei severa.
Alma, a quien todo un dios prissión ha sido,
venas, que humor a tanto fuego han dado,
medulas, que han gloriosamente ardido;
su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.



24/03/09 2:02 PM
  
Miguel Serrano Cabeza
_Foix_

Gracias por tus comentarios tan hermosos. Es todo un lujo poder disfrutar de ellos.

El hombre no es una pasión inútil. No es un ser para la muerte. El hombre es una pasión. Una pasión amorosa. Es un ser para la vida. Y la vida es, fundamentalmente, amor.

Por eso es tan importante la maternidad. Por eso es tan importante la paternidad. Menoscabarlas es menoscabar al ser humano mismo.

Es insultar a su Creador y Criador. Es un pecado contra el Espíritu Santo.
25/03/09 1:08 AM
  
Pedro
La primera Carta de Juan es explícita: Dios es agape; Dios es amor, es fiesta amorosa y sobreabundante, es Vida.

Por eso cuando vemos esta iniciativa homicida activada por el Gobierno que es la modificación de la Ley del Aborto [interrupción voluntaria del embarazo dicen esos cursis con mañas de delincuentes] debemos plantear el tema en sus términos mismos más allá de las carretadas de demagogia con que se contamina a diario el ambiente.

Apoyar o no apoyar el Aborto es algo tan sencillo como apoyar para nuestra cultura y nuestro mundo una medida favorecedora de la Muerte o, por el contrario, darle el alto a la Muerte. La eliminación de los niños que vienen de camino, además de un acto de naturaleza criminal stricto sensu, es un suicidio colectivo, una horrible manera de amputarle las manos al futuro, al día de mañana.

Un saludo y enhorabuena.
26/03/09 12:50 PM

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