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23.11.19

Ilustradores geniales (VI). En pos de la belleza. N. C. Wyeth y Zdeněk Burian: ilustrando la aventura

               El hombre de confianza del Rey. Óleo de N. C. Wyeth (1882-1945).

    

  

«Para expresar la verdad pintando es preciso acudir a la naturaleza».

N. C. Wyeth


«Un pintor debe ser capaz de experimentar toda la aventura de su dibujo. Si quiere pintar un caballo que nada a través de los rápidos, debe montar ese caballo».

Zdeněk Burian

 

 

N. C. Wyeth (1882-1945)

 

Sus obras son celebradas en todo el mundo y ha dado forma a personajes universales; sin embargo, su nombre es poco conocido. Porque, Newell Convers Wyeth, sepan ustedes, es uno de los grandes de la ilustración, alumno aventajado del maravilloso Howard Pyle e ilustrador, con su maestro, de todos los grandes clásicos de la literatura popular, además de padre de una dinastía de conocidos pintores. Las ilustraciones de La Isla del Tesoro de Stevenson son suyas, como las de Secuestrado y Catriona. Las de Robinsón Crusoe también, al igual que las de Robín Hood. A través de sus ilustraciones, Wyeth ha ayudado a conformar la imagen de muchos de los héroes de la cultura popular, abriendo a multitud de jóvenes las puertas a un mundo de magia y aventura.

 

 

                                                  Algunas ilustraciones del artista. 

A pesar de su aparente interés por la evasión y la aventura, Wyeth tenía un concepto cuasi metafísico de la ilustración como expresión, no solo de la verdad particular que el autor concreto hubiera querido comunicar en la obra objeto de ilustración, sino también como algo más profundo, algo basal sin lo cual, en su criterio, cualquier ilustrador carecería de autenticidad: revelar la verdad de las cosas. En sus propias palabras, el ilustrador «debe comenzar por ocupar sus sentidos con la verdad, y nada más que la verdad, mediante la adquisición de un conocimiento profundo de la naturaleza en sus formas más simples, antes de intentar presentarla adornada con los aderezos impresionistas de sus emociones». Para ello, según Wyeth, el artista «debe profundizar en el objeto que está dibujando; debe aprender a amar ese objeto por sí mismo, no porque sea pintoresco, extraño o llamativo, sino simplemente porque es un objeto con una forma y una sustancia que revela una pequeña parte del gran orden de lo creado».

 

                                                   Más ilustraciones de Wyeth. 

Wyeth tenía la idea de que «para poder dibujar imágenes viriles se debe vivir virilmente», y esto se refleja en su trabajo. Sus pinceladas, gruesas o tenues, abiertamente sólidas o rebajadas con colores aguados, dan lugar a imágenes de una energía y de una vitalidad difícilmente igualada. La masculinidad de sus héroes contrasta muchas veces con la suavidad de los tonos con que el artista los rodea. El juego de la luz, del color y de la sombra no tenía misterios para él.  

 

                           Ilustración para El último de los mohicanos, de Fenimore Cooper. 

La relación de este artista con la obra de R. L. Stevenson fue especial; ilustró todos sus clásicos y lo hizo de manera magistral. Stevenson era de la opinión de que «el ilustrador también ha soñado un sueño, tan literal, tan pintoresco y casi tan acertado como el del autor; (…). Texto e imagen no son sino las dos caras de la misma apasionada historia». Por esta razón creo que el escritor escocés habría estado muy de acuerdo con la representación que Wyeth hizo de sus héroes. Porque, sin duda, el artista norteamericano se apasionaba con aquello que pintaba y con la manera con la que pintaba. Tanto es así que ante su primer gran encargo (la ilustración de la obra de Fenimore Cooper, El ultimo de los mohicanos), Wyeth viajó a los bosques de la región de los Grandes Lagos, en el Canadá, para conocer de primera mano, in situ, el escenario en el que se desenvolvía el relato. Ese era el tipo de conocimiento de la naturaleza que él demandaba para todo buen ilustrador. Y por la calidad y expresividad de sus imágenes no cabe duda de que tenía razón. 

 

                       Distintas ediciones en español conteniendo las ilustraciones de Wyeth. 

En español se han editado algunos libros clásicos de la aventura conteniendo sus maravillosas ilustraciones. La editorial Valdemar en su colección Avatares ha reunido unos cuantos: La isla del tesoro y La flecha negra, de R. L. Stevenson, Las aventuras de Robín Hood, de Paul Creswick, Robinson Crusoe, de Daniel Defoe y La compañía blancade Arthur Conan Doyle. También se pueden encontrar sus ilustraciones en La isla del tesoro, editada por Biblok en su colección Neverland y en la novela de Charles Kingsley, Rumbo a poniente, editada por la editorial Rey Lear. Aunque lo cierto es que añoramos más ediciones iluminadas con sus magníficas imágenes. 

 

Zdeněk Burian (1905-1981)

 

 

Ilustración de Burian para la novela de Fenimore Cooper, El último de los Mohicanos.

Zdeněk Michael František Burian fue un magnífico pintor e ilustrador checo que, desgraciadamente, y a pesar de nuestros tiempos de difusión e información, es todavía un gran desconocido en nuestro país. Fue un artista precoz que dio muestras de su enorme talento ya en la escuela primaria. A la edad de catorce años ingresó en la Academia de Bellas Artes de Praga, la cual abandonaría al poco tiempo para trabajar como ilustrador. A la edad de dieciséis años ilustró su primer trabajo, Las aventuras de David Balfour (la reunión de Secuestrado y Catriona), de Robert Louis Stevenson.

 

                                  Serie de ilustraciones de Zdeněk Burian. 

Fuera de su país recibió un extraordinario reconocimiento, pero no por sus estupendas ilustraciones de los clásicos de la aventura (Julio Verne, R. L. Stevenson, Jack London, Fenimore Cooper, Karl May o Ruyard Kipling fueron ilustrados por él), sino por sus, también magníficas, reconstrucciones de animales y plantas extintos, para lo cual trabajó en colaboración con expertos destacados, como el paleontólogo Josef Augusta y el antropólogo Vojtěch Fetter, entre otros. Curiosamente, en su propio país fue durante mucho tiempo poco y mal considerado, en gran medida, porque al régimen comunista no le gustaba su predilección hacia la literatura occidental de aventuras, a la que ilustró con profusión, arte y belleza.

Su estilo es, como el de Wyeth, viril y dinámico, y en su obra abundan las escenas de acción y lucha, sea entre hombres o de hombres con animales. Su pasión por los detalles y su la fidelidad a la realidad natural (resultado de un estudio previo, concienzudo y serio) son manifiestas.

 

                                       Varias ilustraciones de Zdeněk Burian. 

Burian ilustró la mayoría de sus libros utilizando la técnica de la aguada, pero también utilizó tinta negra rebajada con color sobre un papel inicialmente húmedo. Así mismo, hizo uso del color con gouaches, óleos y temperas, principalmente para portadas de libros, que pintaba previamente sobre lienzo, madera contrachapada o cartón.

Como alguien ha señalado con acierto, con el paso de los años sus pinturas se despojan de todo lo innecesario sin dejar de expresar la realidad misma: ciertos detalles son suprimidos, las pinceladas pierden precisión, partes de figuras humanas y cuerpos de animales a menudo desaparecen confundidos en rocas, hierba o selva y grandes áreas negras se mezclan suavemente con una bruma blanquecina (la niebla buriana). Esta es la genialidad del artista, por eso son tan especiales las ilustraciones de Burian, unas ilustraciones que se engrandecen con la historia que cuentan, llevándonos en volandas sobre olas de intoxicación exótica contenidas en sus pinceladas.

 

                 Ilustración de la obra de Julio Verne, Quince semanas en globo. 

En suma, un artista muy destacado y con una gran obra (se calculan en más de 15.000 las ilustraciones, bocetos, dibujos y pinturas que realizó), a quién, por desgracia para nosotros, todavía no podemos disfrutar, ya que no existen en castellano ediciones de estos clásicos de la aventura ilustrados por él. Esperemos que sea por poco tiempo.

12.11.19

Generosidad y liberalidad en los libros infantiles

     Una mano auxiliadora. Obra de Josephus Laurentius Dyckmans (1811–1888).

 

  

«Dad y se os dará».

Lucas, 6, 38


«Sostener a los débiles, acordándose de las palabras del señor Jesús, que dijo Él mismo: ´Más dichoso es dar que recibir`».

Hechos, 20, 35


«Es en dar que recibimos».

San Francisco de Asís

   

  

La generosidad es, tras el coraje y la templanza, la tercera de las virtudes de carácter discutidas por Aristóteles en su Ética a Nicómaco (349 a. C.). Para el Estagirita, el hombre generoso es aquel que da entrega a los otros de su riqueza de una manera que logra un equilibrio entre el despilfarro y la codicia, y que, además, da de buena manera, es decir, no indiscriminadamente y sin medida, sino en función de lo que tiene y de quien verdaderamente lo precisa. Pero el filósofo griego se limitaba a hablar del aspecto material del asunto, del dar lo que se tiene, no del dar lo que se es. Este concepto clásico es transformado y sublimado por la doctrina cristiana, que nos revela con toda claridad aquello que ya estaba escrito entre las brumas de nuestra conciencia: que la donación ha de ser integral, de toda la persona, de lo que se tiene y de lo que se es. En el medievo, santo Tomás se encarga de explicitarnos esto, aunque en sus escritos no utiliza el término «generosidad» para referirse a esta virtud, sino los de «liberalidad» y «largueza», incluyéndola entre las virtudes anejas a la justicia.

«La liberalidad, aunque no se funda en el débito legal, propio de la justicia, posee no obstante un cierto débito moral, nacido del decoro de la virtud por el que uno se obliga con otros. Tiene por tanto una razón mínima de débito», nos dice el Aquinate. 

Dicho de otro modo, la generosidad se distingue de la justicia solamente en el grado de lo debido. Pero siempre hay una deuda moral. El débito moral es el que la recta razón, al conocer el bien ––la voluntad de Dios––, impone sobre las pasiones interiores del hombre. 

El amor existente entre de las tres Personas divinas se expresa externamente en la creación y la redención del mundo. Santo Tomás nos dice que nosotros, como hechos a la imagen y semejanza de Dios, estamos llamados a responder en gratitud a ese amor devolviéndolo a Quien nos lo da y amando a los demás hombres. En los actos de generosidad buscamos hacer el bien hacia los demás de manera que emule el bien que Dios ha hecho y está haciendo por nosotros. Dar simplemente para recibir no es caridad, sino codicia o interés movido por el egoísmo. 

 

 

                               El buen samaritano, óleo de  Zannoni Giuseppe (1849-1903).

Porque esta liberalidad, del que da todo sin esperar nada a cambio, la del que se entrega por los demás, está en el centro mismo de lo que Dios nos ha revelado:

 

«Porque así amó Dios al mundo: hasta dar su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna».

Juan 3, 16

 

La generosidad, pues, es propia del cristiano. No hay caridad sin generosidad, pues esta última es aquella puesta en acción y aquella es el motor o causa sin el que no existiría esta.

No quiero entrar en profundidades, pero, si bien ya el Antiguo Testamento trata sobre esta virtud, fue Nuestro Señor quien nos reveló su verdadera profundidad y alcance. Entre «El ojo compasivo será bendito, porque parte su pan con el pobre» (Prov. 23, 9) y «Anda, vende todo lo que posees y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo» (Marcos, 10, 17) hay un grado, y no pequeño. Entre compartir y desprenderse hay una diferencia sustancial, pues aún siendo las dos acciones valiosas, el valor de la segunda es muy superior. Solo me limitaré a citar a Chesterton, pues él ilustra el punto mucho mejor: «Si yo fuera un Dios creando un mundo, lo haría deliberadamente un mundo de dar y recibir, en lugar de un mundo de compartir». Y así parece que ha sido, a pesar de nuestros malos usos y costumbres. 

Y entrando ya en lo nuestro, ¿podemos encontrar algún librito, historia o cuento que muestre a los niños el valor y alcance de esta virtud? Ya lo creo que sí. 

 

 

Ilustración de Arthur Rackham (1867-1939) para El rey del río dorado, y de Charles Folkard (1878-1963) para el cuento de los Grimm Los tres enanitos del bosque.

Dar o darse y no esperar nada a cambio; con esta claridad y sencillez hemos visto recogida en algunos de los libros comentados en este blog esta virtud de la generosidad. Por ejemplo, en el álbum ilustrado El árbol generoso (1964) de Shel Silverstein (comentado aquí), donde un árbol ofrece a un niño (desde su más tierna infancia y a lo largo de toda su vida, hasta la ancianidad), todo lo que es, con un desprendimiento radical, incluso a costa de su propia existencia.

También la encontramos en los cuentos hadas. Por ejemplo, en las hermosas historias de Wilde, El Gigante egoísta (1888) y El príncipe feliz (1888) (ver aquí). O en el no tan conocido, El Rey del río dorado (1851), de John Ruskin (del que hablé aquí), que cuenta la historia de tres hermanos, Hans, Shwartz y el pequeño Gluck. El egoísmo y la avaricia de los dos mayores arruinan el hermoso y fértil ´Valle del Tesoro` donde viven y acaban con sus vidas. Solo la generosidad y el sacrificio personal del hermano pequeño, Gluck, logra restaurar la fertilidad del valle. Sobre este cuento comentó el editor Oliver Lodge: «Se trata de una parábola dividida en dos partes: la primera semeja una especie de Paraíso Perdido y la segunda de un paraíso recuperado; el primero perdido por el egoísmo, el segundo recuperado por el amor». Así mismo, en las historias Dios te socorra (1815), Los tres enanitos del bosque (1812) Madre nieve (1812), de los hermanos Grimm, y El ruiseñor (1843), de Hans Christian Andersen, podemos encontrar muestras notables de esta virtud.  

 

 

Ilustraciones para El gigante egoísta, de Chris Beatrice y para El principe feliz, de P. J. Lynch (1962-).

El tema de la generosidad se encuentra también en el centro de un pequeño álbum ilustrado mucho más reciente: El pez arcoíris (1992), de Marcus Pfister. Sus pocas páginas encierran un mensaje sobre esta virtud y ese carácter difusor y sobreabundante que la acompaña, fruto de su fundamento en el amor. Como sabemos, «bonum est essentialiter diffusivum sui», el bien es esencialmente difusivo de sí mismo, y este librito lo muestra.

 

 

                                          Portada del libro y una de las ilustraciones.

El hermoso, pero vanidoso pez arcoíris no puede hacer amigos, está demasiado ocupado admirando orgulloso sus brillantes escamas y menospreciando la ausencia de las mismas en los demás. Cuando un pez azul, deslumbrado de su belleza, le pide una escama, el pez arcoíris lo rechaza, y esta actitud de soberbia y orgullo hace que todos los demás peces le abandonen. Pero entonces, el viejo y sabio pulpo enseña al pez algo sobre la la generosidad: «¡regala tus escamas y serás feliz!». Y así lo hace. Es cierto que cada vez es menos hermoso que antes, pero ahora tiene amigos a quienes amar y que le aman; amigos que le aprecian no por su superficial y caduca hermosura, sino por generoso corazón. Y el pez arcoíris es la criatura más feliz del mar.  

 

                                                        Doble página del albúm.

El pez arcoíris es un excelente libro que nos presenta una virtud ––la generosidad––, de forma sencilla y expresiva, lo que es de agradecer porque se trata de un tema muy presente en los niños pequeños. La enseñanza de que el bien (la felicidad que todos añoramos) está en dar y no en atesorar puede ser suficiente razón para leérselo, ¿no creen?