
A los 626 años de su elección papal (28 de septiembre de 1394)
Rodolfo Vargas de Morandé y Rubio (Lima, 1958). Estudió Derecho en Lima, Teología en Roma e Historia en la UNED. Es autor del libro “El último papa. Benedicto XVI y su tiempo” (Áltera, 2005). Caballero de la Sacra Militar Orden Constantiniana de San Jorge, caballero de la Orden de San Miguel del Ala, presidente de la Asociación Cultural Roma Æterna, presidente de la Sodalitas Pastor Angelicus y presidente del Comité pro-Benedicto XIII. En esta entrevista nos habla en profundidad de la figura del Papa Luna, Benedicto XIII y los argumentos en favor sobre su legitimidad como Papa.
¿Quién fue don Pedro de Luna, más conocido como el Papa Luna? Háganos un brevísimo resumen de lo más reseñable de su vida.
Don Pedro Martínez de Luna nació en 1328 en el reino de Aragón, en el castillo de su familia en Illueca (en lo que es hoy la comarca del Aranda, en la provincia de Zaragoza), segundogénito de Don Juan Martínez de Luna, señor de Luna y de Mediana, y de Doña María Pérez de Gotor, heredera de los señores de Illueca y Gotor. Fue destinado al clero, según la usanza de la época. Obtuvo el doctorado in utroque iure por la Universidad de Montpellier, donde ejerció la docencia explicando las Decretales. En 1352 recibió la orden del subdiaconado. Fue nombrado canónigo de Cuenca, arcediano del capítulo catedral de Zaragoza y preboste del de Valencia, entre otras dignidades.
En 1367 intervino por primera vez en la vida política de su tiempo, salvando a Enrique de Trastámara, después de su derrota en Nájera, de las manos de su medio hermano Pedro el Cruel, rey de Castilla, y conduciéndolo desde Illueca hasta tierras del conde de Foix, lo que permitiría a aquél rehacer sus fuerzas y vencer a éste, arrebatándole el trono y la vida al año siguiente. Con ello llegó al poder la dinastía con la que tantas relaciones iba a tener el futuro papa.
Su fama de canonista le valió el aprecio de la corte papal de Aviñón y en 1375 Gregorio XI lo creó cardenal diácono de Santa María in Cosmedin. En 1377 acompañó, junto al colegio cardenalicio, a este pontífice (que había hecho de él su hombre de confianza) en su retorno a Roma desde la ciudad del Ródano. Gregorio murió el 27 de marzo de 1378. Se reunió el cónclave en medio de las turbulencias del pueblo, que exigía bajo graves amenazas la elección de un papa italiano. Los cardenales hicieron recaer sus votos en Urbano VI, que se reveló un pontífice desequilibrado. Al haberlo elegido acuciados por el temor, decidieron reunirse en un segundo cónclave esta vez en Fondi en el Lazio, donde resultó papa Clemente VII: se había producido el Cisma de Oriente o Gran Cisma, que dividió inicialmente a la Cristiandad en dos obediencias.
El cardenal de Aragón –como era conocido Don Pedro de Luna– fue enviado como legado por Clemente VII (a quien había votado en Fondi) para recabar el acatamiento de los reinos hispánicos a su obediencia. Al final obtuvo los de Castilla, la Corona de Aragón y Navarra (Portugal se mostró fluctuante). También fue a Francia y logró la adhesión de los Capetos (Valois y Anjou, estos últimos reyes de Nápoles). En contrapartida, Inglaterra (en guerra con Francia) dio su apoyo a Urbano VI y lo mismo hizo el Sacro Imperio, la Saboya y los reinos de Polonia y Hungría. Escocia, enemiga de Inglaterra y aliada de Francia, se plegó a Clemente.
A Urbano VI le sucedieron tres papas (Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII). En 1394 moría en Aviñón Clemente VII y el 28 de septiembre de ese año era elegido para sucederle el cardenal de Aragón, que asumió el nombre de Benedicto XIII. Éste se mostró dispuesto a negociar con Gregorio XII, pero el papa de la obediencia romana no quiso encontrarse con él. En 1409 se reunió el conciliábulo de Pisa con cardenales tránsfugas de las dos obediencias, que declararon depuestos a Gregorio y Benedicto y eligieron como nuevo papa a Alejandro V, con lo que la Iglesia se volvió tricéfala. A Alejandro le sucedió Juan XXIII. Hubo excomuniones recíprocas y la situación se complicó aún más.
Comenzaron las substracciones de obediencia y Benedicto XIII –que tuvo que huir de Aviñón ante la defección del reino de Francia– se quedó con la de los reinos de la Península (menos Portugal). Su corte debió hacerse itinerante de acuerdo con las circunstancias. Cuando fue convocado el Concilio de Constanza en 1415 ya sólo le quedaba la obediencia de Aragón (los dos últimos reyes de la Casa de Barcelona, pero sobre todo Martín el Humano, le prestaron un valioso apoyo al papa). Sin embargo, Fernando I de Antequera, el rey Trastámara elegido en 1412 en Caspe, que prácticamente le debía la Corona de Aragón a Benedicto XIII, le acabó dando la espalda. Su hijo y sucesor Alfonso V el Magnánimo le prestó, no obstante su apoyo y lo defendió contra sus enemigos. No quedándole otra salida, Benedicto XIII se refugió en el castillo de Peñíscola, fortaleza perteneciente a la Orden de Montesa, que le ofreció su gran maestre y cuyo avituallamiento le fue asegurado por el monarca aragonés.
En Peñíscola pasó Benedicto los últimos siete años de su vida, resistiendo contra viento y marea. Ni aun así se vio libre de las intrigas de sus adversarios. Un cardenal enviado por Martín V (elegido papa en Constanza en 1417 después de haber renunciado Gregorio XII, sido depuesto Juan XXIII y declarado hereje y antipapa Benedicto XIII) sobornó a unos servidores del ilustre castellano de Peñíscola para envenenarle con unos dulces. El papa fue presa de agudos dolores y terribles vómitos, pero sobrevivió a sus 90 años (estamos ya en 1418) y aún vivió cinco más, siempre lúcido, ávido de conocimiento y tenaz en la defensa de su legitimidad y de los derechos de la Iglesia. El 23 de mayo de 1423 murió abandonado de los grandes de este mundo y rodeado de los pocos amigos y servidores fieles que le quedaron.
¿Por qué no está inscrito oficialmente como Papa en las listas de la Iglesia, si fue reconocido como tal por buena parte de la Europa de su época?
Porque, como siempre, la Historia la escriben los vencedores y en este caso acabó venciendo la obediencia romana con intervención del poder temporal. La mayoría de cronógrafos e historiadores, sobre todo los italianos, hablan de Clemente VII y Benedicto XIII como de “antipapas” y de los cardenales creados por ellos como de “anticardenales” (por ejemplo Alfonso Chacón en su obra clásica sobre los Romanos Pontífices). Pero la Iglesia oficialmente no se ha pronunciado taxativamente.
De hecho, a la hora de asumir un elegido al sacro solio un nombre como papa, no se ha observado una práctica uniforme. Así, Giulio de’ Medici tomó en 1523 el nombre de Clemente VII, con lo que parecía negar la legitimidad del Roberto de Ginebra (el Clemente VII de Aviñón), pero Pietro Francesco Orsini en 1724 quiso llamarse Benedicto XIV respetando así el ordinal del Papa Luna y dándolo por legítimo, pero le disuadieron los cardenales más intolerantes y acabó siendo él también Benedicto XIII. En cuanto a los papas de la obediencia pisana (los que hicieron el cisma tricéfalo), Alejandro V (Pietro Filargio) fue considerado válido al asumir Rodrigo de Borja en 1492 el nombre de Alejandro VI, mientras a Juan XXIII (Baldassare Cossa), el segundo papa de Pisa, no lo tuvo en cuenta Angelo Giuseppe Roncalli, que quiso ser llamado con ese mismo nombre y ordinal en 1958. Por otra parte, Martín V, elegido por el concilio de Constanza en 1417, no se quedó tranquilo hasta que Clemente VIII (Gil Sánchez Muñoz) –el sucesor de Benedicto XIII (Pedro de Luna) en Peñíscola– no hubo renunciado solemnemente a la tiara y hecho designarlo por sus cardenales en cónclave al pontificado, por lo cual conservó al ex papa la condición de cardenal y lo nombró arzobispo de Mallorca. En recuerdo de Clemente VIII, los canónigos del cabildo catedral mayoricense gozan del privilegio de usar hábitos cardenalicios.
Hoy una tendencia más moderada postula considerar papas legítimos en su obediencia respectiva tanto a los de la línea romana (Urbano VI, Bonifacio IX Inocencio VII y Gregorio XII) como a los de aviñonesa-peñiscolana (Clemente VII, Benedicto XIII y Clemente VIII), en tanto los papas de Pisa (Alejandro V y Juan XXIII), elegidos irregular y anticanónicamente, han de ser tenidos por antipapas. Martín V obró en consecuencia, teniendo por válidos o convalidando los actos de los papas de la obediencia aviñonesa-peñiscolana. En estricta canonicidad, sin embargo, estos últimos deberían ser considerados los papas legítimos para toda la Cristiandad.
¿Cómo fue el Cisma de Occidente y cuál fue el papel del Papa Luna en él?
La sede apostólica había estado fuera de Roma desde la elección de Clemente V (Bertrand de Got) en Lyon en 1305. A la sazón, la Ciudad Eterna y los Estados papales se hallaban en una gran decadencia material y moral, presas de las facciones y la ambición de los poderosos, lo que hacía muy insegura la presencia del Romano Pontífice y de la Curia allí. Después de recorrer el Mediodía francés, Clemente se instaló con su corte en 1309 en Aviñón, feudo de la Casa de Anjou, reinante por entonces en Nápoles. No estaba claro si tenía intención de volver a Roma. Su sucesor Juan XXII fijó permanentemente la sede apostólica en Aviñón, que fue comprado a la reina Juana I de Nápoles por su sucesor Clemente VI en 1348. Con el cercano Condado Venesino, Aviñón conformó un patrimonio papal extra-peninsular que duró hasta que Francia se lo anexionó violentamente durante la Revolución (1791). Lo que se ha dado en llamar la “cautividad babilónica de la Iglesia” no fue tal. Los papas se sentían seguros en su sede a orillas del Ródano y pudieron organizar la Curia tan eficientemente que podemos hablar de ella como la primera gran administración de tipo estatal moderna y centralizada. La idea, sin embargo, no era eternizarse allí, pues desde Aviñón enviaban expediciones –como la del cardenal Don Gil Carrillo de Albornoz– para pacificar Italia y hacer de Roma un sitio seguro.
Un primer intento de vuelta definitiva a Roma se produjo en 1367 con Urbano V, pero fue tan caótica la situación que encontró en la Urbe que regresó a Aviñón en 1370. Su sucesor Gregorio XI tomó también la decisión de devolver la sede a Roma y emprendió viaje en 1376, llegando a allí al año siguiente. Disgustado el papa al comprobar que las condiciones no habían mejorado, pensó, a su vez, retornar a Aviñón, pero se lo estorbó la muerte, que le sobrevino el 27 de marzo de 1378.
Los cardenales presentes en la Ciudad Eterna (dieciséis de veintidós que componían el sacro colegio) se reunieron el 8 de abril en cónclave, pero éste fue seriamente perturbado por los romanos, que, viendo que la gran mayoría de votantes eran franceses y temiendo que el nuevo papa regresara a Aviñón, exigieron bajo graves amenazas (incluso de muerte) la elección de un pontífice romano o, al menos, italiano. Como los cardenales no se ponían de acuerdo y las turbas por momentos parecía que iban a invadir el recinto del cónclave, decidieron ganar tiempo y presentaron al anciano cardenal Tebaldeschi con las vestiduras papales para calmar los ánimos mientras procedían a la verdadera elección. Descubierta la estratagema, fue tal la violencia de la reacción de los romanos que se decidió dar la tiara a Bartolomeo Prignani, arzobispo de Bari, que no era cardenal y, por lo tanto, se hallaba fuera del cónclave. Sólo así se pudo apaciguar a los revoltosos.
Prignano tomó el nombre de Urbano VI e inmediatamente dio muestras de una personalidad paranoica y perturbada. Tenía terribles accesos de ira y se mostró intratable con los cardenales, a algunos de los cuales hizo apresar e incluso torturar. Uno a uno fueron saliendo de Roma para reunirse en Fondi (feudo de los Caetani, familia a la que había pertenecido el célebre papa Bonifacio VIII). Allí se plantearon la validez de la elección. El cardenal de Aragón –como era conocido Don Pedro de Luna– interrogó a todos para saber si habían votado libremente a Urbano, lo cual negaron aduciendo haber realizado la elección bajo grave coacción y por miedo, lo que la hacía inválida. Don Pedro declaró que él mismo había votado libremente, pero que aceptaba el testimonio de sus colegas. Fue entonces decidido que se reuniría un nuevo cónclave, en el cual resultó elegido el cardenal Roberto de Ginebra, quien tomó el nombre de Clemente VII. Habiendo intentado infructuosamente entrar en Roma, decidió volver a Aviñón. La Cristiandad había, pues, quedado dividida en dos obediencias: la romana o urbanista y la aviñonesa o clementista, cada una de las cuales obtuvo el apoyo de unos u otros reinos.
La situación pudo haberse arreglado fácilmente a la muerte de Urbano VI en 1389. Bastaba que sus cardenales reconocieran o eligieran a Clemente VII, el papa de Aviñón. En lugar de ello, eligieron a Pietro Tomacelli, que se llamó Bonifacio IX. Al fallecer Clemente VII, los cardenales aviñoneses rechazaron reconocer a Bonifacio, pues ello habría equivalido a admitir que el cónclave de Fondi no era válido, y le dieron por sucesor al cardenal de Aragón, que asumió el nombre de Benedicto XIII y proclamó su legitimidad basándose en sólidos argumentos canónicos (en los que era irrebatible). En 1404 murió en Roma Bonifacio IX y una vez más quedó frustrada la reconciliación de las dos obediencias mediante la elección de Inocencio VII (Cosimo de’ Migliorati). Pero también bajó al sepulcro en 1406 y pasó lo mismo: en lugar de reconocer a Benedicto XIII, los cardenales de Roma eligieron a Angelo Correr, que se hizo llamar Gregorio XII.
Por si fuera poco, las cosas se complicaron aún más y algunos cardenales de la obediencia romana y otros de la aviñonesa se reunieron en 1409 en Pisa, en un pretendido concilio general que, al no haber sido convocado por aquel a quien canónicamente correspondía, esto es el Papa, es considerado un conciliábulo. Éste depuso tanto a Gregorio XII como a Benedicto XIII y eligió el 26 de junio de ese año al cretense Pietro Filargio, que se llamó Alejandro V. El cisma que hasta ahora había sido bicéfalo se convirtió en tricéfalo para escándalo mayúsculo de la Cristiandad. Y la situación no mejoró con la muerte de Alejandro menos de un año después, ya que para sucederle designaron los cardenales pisanos a Baldassare Cossa, que tomó el nombre de Juan XXIII.
¿Por qué fue declarado antipapa y qué validez tiene esa declaración?
Benedicto XIII fue primeramente depuesto por el conciliábulo de Pisa en 1409, como pasó también con Gregorio XII. Dicha iniciativa era claramente nula por provenir de una asamblea ilegítima y sin autoridad alguna. En el concilio de Constanza, convocado por el antipapa pisano Juan XXIII a instancias del emperador Segismundo, Gregorio XII renunció a su pontificado, el propio Juan XXIII fue depuesto y lo mismo Benedicto XIII, que fue declarado hereje (cosa irónica si se considera que Constanza de hecho se apoyaba en la doctrina que sostenía la superioridad del concilio sobre el papa, es decir la herejía conciliarista) y antipapa por rehusarse a acatar a la asamblea. El argumento de Benedicto era lógico: si Gregorio XII y Juan XXIII no eran papas, quedaba él, que era el único sobreviviente de los cardenales anteriores al cisma y, por lo mismo, indiscutible. Ahora bien, si la elección papal era canónicamente competencia exclusiva de los cardenales, el único elector válido era él y, en ese tiempo, no había ninguna disposición explícita que prohibiera votarse a sí mismo. En cualquier caso, un concilio acéfalo no era el más indicado para juzgar de la ortodoxia o la comunión eclesial de un papa y la validez de su declaración sobre Benedicto XIII puede perfectamente ser puesta en tela de juicio. De hecho, como ya dije precedentemente, Martín V, elegido por el concilio constantiense tuvo tales dudas que no cejó en sus negociaciones con el propio Benedicto XIII y su sucesor Clemente VIII para acordar un final del cisma satisfactorio para todas las partes. El aragonés resistió hasta el final; Clemente pactó.
¿Qué santos lo apoyaron?
El principal apoyo con el que contó Benedicto XIII fue el del gran predicador y taumaturgo de la época, el valenciano san Vicente Ferrer, que defendió su causa hasta casi el final. Con gran dolor de su corazón abandonó al Papa después de su deposición por el concilio de Constanza, no porque le negara razón y legitimidad, sino por el bien de la paz de la Iglesia. Ferrer abandonó entonces su ingente actividad en la vida de la Cristiandad y se marchó entristecido a la Bretaña, donde moriría dos años más tarde.
¿Fue un hombre conocido por su piedad y su devoción o dedicación a los pobres, o su perfil fue más político?
Es indudable que Benedicto XIII desempeñó un importante papel en la política de su tiempo, sobre todo por lo que respecta a la Corona de Aragón. Aconsejó en varias materias al rey Don Martín el Humano y, al morir éste sin sucesor legítimo, impulsó la vía del compromiso para elegir nuevo soberano, que resultó ser Don Fernando de Antequera, infante y regente de Castilla durante la minoridad de su sobrino Juan II y nieto de aquel Enrique de Trastamara a quien Don Pedro de Luna había ayudado a escapar de las manos del rey Don Pedro el Cruel en 1367.
Recordemos a este propósito que los papas de la Edad Media estaban imbuidos de augustinismo y pensaban que su misión consistía no sólo en promover la gloria de Dios, el bien de las almas y los derechos de la Iglesia, sino en afirmar la superioridad del poder espiritual sobre el temporal, fiscalizar a éste en interés de lo espiritual e impedir que los príncipes seculares se arrogasen competencias eclesiásticas. San Gregorio VII, Alejandro III, Inocencio III, los dos concilios Lugdunenses y Bonifacio VIII son los hitos que marcan la larga contienda entre el sacerdocio y el señorío laico. Desde los Dictatus papæ de Hildebrando hasta la bula Unam sanctam, hay todo un recorrido doctrinal a favor de la intervención del pontificado en la política de su tiempo, entre otras cosas, porque esa política implicaba también a la Iglesia.
Pero, así como sus predecesores no descuidaron sus deberes espirituales (que eran prioritarios), del mismo modo Benedicto XIII fue un papa celoso de la gloria de Dios y de la salvación de las almas, defensor de los derechos de la Santa Sede y de la Iglesia, promotor de la caridad y de la justicia, favorecedor de la piedad y protector de la cultura y del saber, como lo demuestra hasta la saciedad su inmenso bulario. Entre otros actos importantes de su pontificado está la fundación en 1413 de la Universidad de St. Andrews en Escocia. Quizás se le pueda reprochar su celo excesivo por la conversión de los judíos, pero hay que comprender su actitud en el contexto de una época en la que estaban siendo acosados por las potencias seculares (habían sido expulsados de Inglaterra en 1290 y en Francia en 1306 y 1394). El entorno inmediato del Papa Luna estaba constituido por judíos conversos, que, como él, creían que el bautizo podía evitar a los hijos de Israel los sufrimientos que ya habían padecido y que se habían recrudecido con motivo de la Peste Negra y sus sucesivas oleadas a todo lo largo de la segunda mitad del siglo XIV, flagelo del que la ignorancia e intolerancia de la época les echaban la culpa.
Fue muy respetado por los monarcas de los reinos la España medieval de la época…
Así es. Ya como cardenal legado de Clemente VII recabó el aprecio y respeto de los reyes de Castilla, Aragón, Navarra y Portugal. Aunque éste último reino abrazó la causa urbanista y Don Pedro IV el Ceremonioso no quiso pronunciarse por lo que tocaba a Aragón, el prestigio de Don Pedro de Luna fue reconocido por todos. Gozó del predicamento de Juan I y Enrique III de Castilla, Juan I y Martín I de Aragón y Carlos II y Carlos III de Navarra.
¿En qué circunstancias fue elegido Papa? ¿Hubo Cónclave?
El papa Clemente VII murió inopinadamente en Aviñón el 6 de septiembre de 1394. Se reunió canónicamente el cónclave para elegirle sucesor, en el cual participaron veintiún cardenales de los veinticuatro que formaban el sacro colegio: uno creado por Inocencio VI, dos por Urbano V, cuatro por Gregorio XI, uno por Urbano VI y trece por Clemente VII. Los ausentes habían sido creados por Clemente VII. La elección recayó sobre el cardenal de Aragón, Don Pedro de Luna, por la unanimidad menos un voto (el del propio elegido). Tomó el nombre de Benedicto XIII.
¿Cuál fue su trayectoria como Papa, cuáles fueron los ejes de su Pontificado?
Tratándose de un pontificado tan dilatado como el de Benedicto XIII (reinó veintiocho años, siete meses y veinticinco días), tan ajetreado (substracciones de obediencia, deposiciones, declaración como hereje) y tan itinerante (residió principalmente en Aviñón, Perpiñán, Barcelona, Zaragoza, Morella, Tortosa y Peñíscola), es difícil trazar una trayectoria lineal. Hubo de acomodarse a las circunstancias y adversidades y no siempre pudo llevar a cabo sus proyectos.
Sin embargo, se pueden trazar estos ejes principales que presidieron su pensamiento y acción:
1. La defensa de su legitimidad canónica y la cesación del cisma.
2. Le recuperación de Roma como su sede natural
3. La reforma de la Iglesia in capite et in membris
4. La reivindicación de los derechos de la Iglesia contra la injerencia de los príncipes seculares
5. La lucha contra el conciliarismo
6. La conversión de los judíos
7. La protección de las Letras y de las Artes
8. La concordia entre los pueblos y príncipes cristianos.
¿Es cierto que su cuerpo, siglos más tarde, estaba incorrupto?
Muerto el 23 de mayo de 1423 en el castillo papal de Peñíscola, fue sepultado en su capilla, donde su cadáver permaneció algunos meses hasta que se lo trasladó para que reposara –como había dejado escrito en su testamento– en su castillo-palacio solariego de Illueca. Al exhumarlo se encontró que estaba intacto (aunque probablemente por haber sido modificado). En Illueca se lo colocó en una urna de cristal expuesto a la veneración de sus numerosos devotos, que empezaron a acudir en gran concurso a la capilla sepulcral, que exhalaba, según muchos testigos, un perfume penetrante. Un siglo más tarde, un prelado italiano llamado Porro, de visita por esos lugares, airado al ver el culto del que era objeto, rompió el cristal de la urna con un bastón. Hubo de huir ante la justificada reacción indignada de los fieles por semejante profanación. El arzobispo de Zaragoza, para evitar nuevas agresiones, mandó tapiar el recinto y el cuerpo del pontífice permaneció en paz durante más de dos siglos y medio.
Pero se produjo la Guerra de Sucesión y, como Aragón había optado por el pretendiente austracista, las huestes francesas que apoyaban a Felipe V, de paso por la comarca, se dedicaron a saquearla y entraron en el castillo-palacio de Illueca en busca de supuestos tesoros escondidos. Al no encontrar gran cosa la emprendieron con los restos de Benedicto XIII, que habían salido a la luz durante el expolio: echaron su cuerpo momificado al río Aranda, salvándose sólo la cabeza, que fue rescatada y escondida por un campesino. Al marcharse los franceses el cráneo, que se encontraba en buen estado (aún se veían los glóbulos oculares, el cuero cabelludo con algunos mechones y porciones de piel), fue llevado al palacio de los condes de Argillo en Sabiñán.
Allí permaneció casi trescientos años (salvo el intervalo en el que fue ocultado de las profanaciones de la persecución religiosa durante la Guerra Civil) hasta el año 2000, cuando fue robado por dos muchachos que curioseaban en el palacio prácticamente abandonado. Con él se dice que jugaron al fútbol los desaprensivos (de hecho, cuando se recuperó estaba partido). Se les ocurrió entonces cobrar un rescate por él y escribieron a este propósito una carta al alcalde de Illueca, exigiendo un rescate de de un millón de pesetas (equivalente a 6.000 euros). La guardia civil logró detener a los delincuentes y recuperó el cráneo, entregándolo al juez de instrucción de la causa abierta tras su robo. Se practicaron algunas diligencias, entre las cuales análisis científicos para cerciorarse de que la calavera era efectivamente la de Benedicto XIII, lo cual quedó probado.
El gobierno de la Junta de Aragón lo declaró bien de interés cultural, con lo que no puede ser sacado de España ni vendido por su legítimo propietario. En todo caso puede ser objeto de cesión o donación. No fue restituido a los propietarios del palacio de Sabiñán, sino que se lo depositó en los almacenes del Museo Provincial de Zaragoza, a la espera que se le asigne un destino mientras se resuelve la petición del Excmo. Ayuntamiento de Illueca de que se devuelva el cráneo al castillo-palacio donde fue voluntad testamentaria del propio papa ser enterrado y que, a mi modesto entender, constituye el lugar naturalmente más adecuado para ello por haber sido el de su nacimiento.
¿Se podría hablar de una posible beatificación, al hilo de ello?
Si se incoare el proceso canónico (que, de considerarsele papa legítimo, debería ser iniciativa de Roma, o en todo caso sería competencia del arzobispado de Zaragoza), se le asignare un postulador y un relator, la Congregación para la Causa de los Santos estudiare la causa y aprobare la positio y el Romano Pontífice declarare la heroicidad de virtudes y la ortodoxia de los actos y escritos de Benedicto XIII (lo que le valdría el título de venerable), tendría expedito el camino a la beatificación, la cual podría proclamarse tras la aprobación de un milagro probado por intercesión suya. Así que hay que ponerse a trabajar para que se den todos estos pasos. Creo personalmente que el Papa Luna estuvo adornado de grandes virtudes, que su legitimidad es perfectamente defendible, que su idea del deber (que lo llevó hasta el sacrificio de la propia fama cuando podría haber transigido con grandes honores) protegió a la Iglesia del grave peligro del conciliarismo y que su magisterio fue impecable.
¿Es posible que la Iglesia actualmente lo acabe reconociendo oficialmente como Papa? ¿Ustedes promueven esta iniciativa?
R. Afortunadamente, como ya he manifestado antes, hoy en la Iglesia hay una actitud más flexible en cuanto a las dos obediencias principales durante el Gran Cisma (la obediencia pisana fue claramente ilegítima). Seguir llamando a Clemente VII y a Benedicto XIII antipapas es, por lo menos, imprudente, por no decir claramente injusto. Ni los que defendemos su legitimidad llamamos antipapas a Urbano VI, Bonifacio IX, Inocencio VII o Gregorio XII (y éste último dio pruebas de su mala fe cuando Benedicto XIII intentó llegar a acuerdos con él). Entre nosotros no solemos referirnos al gran hijo de Illueca como el Papa Luna, sino sólo a título coloquial o cultural. En términos de Historia, de Historia de la Iglesia y de Historia de los Papas, preferimos y proponemos llamarlo por su nombre de elección: Benedicto XIII seguido de su apellido familiar entre paréntesis (Luna) para distinguirlo del papa homónimo del siglo XVIII Benedicto XIII (Orsini).
El reconocimiento de Benedicto XIII (Luna) como papa legítimo, así como la difusión de su figura histórica, su obra y su pontificado, la restitución de su cráneo a su castillo-palacio natal de Illueca y la incoación de su proceso de beatificación y canonización son los objetivos que nos marcamos quienes en 1993 fundamos en Barcelona un modesto Comité pro-Benedicto XIII para conmemorar el “VIè Centenari de Benet XIII (1394-1994)” (como reza en el sello original que conservamos). Ahora que se acerca otro sexto centenario –el de su muerte (1423-2023)– esperamos reavivar nuestra labor desde la Ciudad Condal (en cuyo palacio de Bellesguard, no se olvide, residió el papa aragonés), en plena disponibilidad de colaboración con todas las entidades, asociaciones y fundaciones con las que compartimos la defensa de la memoria de Don Pedro de Luna, el papa Benedicto XIII.