Juan Carlos Monedero es licenciado en Filosofía por la Universidad del norte Santo Tomás de Aquino. Escritor. Argentino. Autor de 4 libros. Docente y padre de dos hijos. Está preparando su siguiente libro titulado “Manual de maniobras para los combates culturales".
¿Por qué un libro sobre el lenguaje, la ideología y el poder?
Porque el libro está llamado a permanecer, a durar en una biblioteca, mientras que los recursos virtuales –por útiles que sean– no desarrollan ese vínculo con la persona. Tú sientes cariño por tus libros, los relees, los marcas con colores, le haces anotaciones, los regalas u obsequias. Eso tiene un valor simbólico. Pero nadie se siente emocionalmente atado a un PDF.
Por otro lado, la lectura abre formas de pensamiento abstracto, a diferencia de la imagen y los vídeos. Es un hecho que el hábito de leer no deja de derrumbarse en todo el mundo a causa de una hipertrofia de la imagen (ya el intelectual de izquierda Giovanni Sartori habló del Homo Videns). Si esto ocurría cuando predominaba la TV, con internet mucho más. Al pensar menos, somos más manipulables. La lectura en cambio nos hace pensar más, nos vuelve menos proclives al engaño, por esto quise publicar un libro.
El tipo de persona que se forma con libros es muy distinto al tipo de persona que se forma exclusivamente con videos cortos o incluso con largas entrevistas a través de Youtube. Los libros pueden formar militantes que realicen actividades desde un profundo convencimiento, inasequibles al desaliento. Los videos, si no van precedidos de sólida formación, pueden suscitar activistas –en el mal sentido del término– que responden a pulsiones ocasionales, efímeras, con los que no se puede contar en una batalla, como esta, de largo plazo.
Es necesario decir la verdad en un mundo repleto de mentiras, esa es otra razón por la cual escribí. Así como al arte disolvente debemos oponerle un arte respetuoso de la ética que manifieste el esplendor de la forma, a tantos libros que inducen al engaño, que enseñan el error o confunden, hay que oponerles una respuesta de la misma naturaleza.
¿Cómo podemos definir la guerra semántica?
La guerra semántica es un término que –hasta donde yo sé– fue usado por primera vez por el brillante intelectual argentino Carlos Disandro. Acuñó este concepto para aplicarlo a las transformaciones de significado que operaron en el seno de la Iglesia entre finales de los años 50’ y los años 70’, denunciando la infiltración del progresismo en la Iglesia.
Amparados en él y en una serie de autores mencionados en mi libro “Lenguaje, Ideología y Poder” (Ediciones Castilla, Buenos Aires, 2021, 3º ed.), podemos decir que la guerra semántica tiene lugar cuando dos personas o al menos dos grupos discuten en torno al sentido de tal o cual palabra. El vocablo semántica viene del verbo semaino, de origen griego, que significa –paradójicamente– “significar”. Recordemos que Dios dotó a Adán del poder de darle nombres a los animales en el Génesis: el que nombra las cosas tiene un poder. La batalla semántica es la lucha por determinar los significados que tienen los términos y, sin lugar a dudas, es una guerra también por el poder (y el poder es político). Por eso, esta guerra supone previamente una batalla de ideas –también de ideas políticas– porque toda disputa en torno a los términos está precedida por una discordancia en torno a las ideas.
Así, por ejemplo, en la Argentina y en Hispanoamérica, en torno a las discusiones sobre la Educación Sexual Integral (ESI), subyace una controversia que es anterior a la inclusión de la ESI como asignatura: el sentido de la Educación, de la sexualidad y de la palabra “integral”.
Más profundamente, también estaban incluidos –de manera tangencial– otros debates: ¿puede el Estado enseñar estos contenidos? ¿Qué contenidos? ¿Cuáles sí y cuáles no? ¿Cómo se aplica el principio de subsidiariedad? ¿Puede el Estado pasar por arriba de los principios de los padres? ¿En ningún caso, en algunos, en todos? ¿Es este Estado liberal, laicista y anticristiano, el que tiene el derecho de pasar por arriba de los padres? ¿Son los anticonceptivos verdaderamente objeto de la medicina y, por tanto, objeto de un programa pedagógico? ¿Existe una conducta sexual normal? La educación, ¿es un perfeccionamiento en la línea de la esencia humana o es fruto de una determinación política y, en definitiva, del consenso de los protagonistas de la sociedad?
Por lo tanto, si no hurgamos hasta el fondo hasta asegurarnos de los significados de los que estamos diciendo, dos grupos de personas pueden llegar a pronunciar los mismos vocablos pero referirse a cosas muy distintas y hasta opuestas. Aquí es donde tiene lugar la guerra semántica. Los adversarios la manejan muy bien porque conocen los resortes psicológicos. En cambio, en nuestro campo “católico provida profamilia” (si usted me permite el neologismo) algunos creen que “es una buena táctica “usar el vocabulario del enemigo: quieren darle a las palabras del enemigo un significado ortodoxo. Grave error que recibe una respuesta en el libro. Por eso siempre será desaconsejable usar las palabras “Educación Sexual” con un buen significado, prefiriendo otra terminología como Educación para el amor, Educación de los Afectos, Educación sobre Afectos y sexualidad, etc.
El avance de la causa profamilia y provida tiene lugar si nosotros logramos que los otros hablen como nosotros. Por el contrario, cuando nosotros hablamos como ellos, estamos retrocediendo. Esta es la clave de la guerra semántica.
¿No es exagerado hablar de guerra?
No creo puesto que estas discusiones se dan todos los días, todo el tiempo, hace décadas y en todos los temas, y realmente son airadas controversias. Lo que escasea son las guerras convencionales. Tenemos a Ucrania y a Rusia, pero desde hace unos meses; en las últimas décadas el número de guerras convencionales es sin duda inferior al de guerras semánticas. Es también como hemos dicho una batalla por el poder, porque el que tiene autoridad para imponer los significados tiene un gran poder. Por eso también es una forma de guerra política.
Siempre se habla de Gramsci como el padre de esta manipulación. ¿Quiénes han sido sus principales herederos?
Diría que Gramsci fue un padre pero, a su vez (como no podía ser de otra manera), también fue un hijo, pero de los predilectos. Todo el conjunto de intelectuales, escritores y divulgadores del Iluminismo fueron maestros en el arte de la manipulación de las palabras. Por desgracia, poco se conoce de otro de estos “padres”: el nefasto Labvrenti Beria, desenmascarado por un patriota estadounidense llamado Kenneth Goff en los años 50’. Beria –formador de comunistas en la psicopolítica– decía claramente que los agentes del socialismo en Occidente tenían un Objetivo Número Uno: “Producir el caos máximo en la cultura enemiga es nuestro primer paso más importante”.
El filósofo Nietzsche, de tendencia antiintelectualista, decía que la razón era como una “vieja embustera” que se había introducido en el lenguaje, porque el lenguaje reflejaba una estructura racional del mundo. Y por eso sentenció: “Mucho me temo que no conseguiremos librarnos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática…”.
También cabe subrayar el papel de Herbert Marcuse, otro agente del caos. Para él, era importante romper “con el universo lingüístico del orden establecido”. Así lo explica: “Es un fenómeno conocido que los grupos subculturales desarrollan su propio lenguaje, sacando de su contexto las inofensivas palabras de la comunicación cotidiana y usándolas para designar objetos o actividades convertidas en tabús por el sistema establecido. Ésta es la subcultura Hippie: ‘viaje’, ‘yerba’, ‘pot’, ‘ácido’, etc.”. Hay un sistema establecido sobre cómo se usan las palabras y los hippies, para oponerse, reacomodan las palabras en otro contexto.
Marcuse explica claramente que se trata de propiciar “una rebelión lingüística sistemática, que hace añicos el contexto ideológico en el que se usan y definen las palabras, y las coloca en el contexto opuesto: una negación del establecido”.
Con ingenio, Marcuse hablará de la terapia lingüística: “La terapia lingüística -esto es, la tarea de liberar las palabras (y por tanto los conceptos) de la total distorsión de sus significaciones, operada por el orden establecido- exige el desplazamiento de los criterios morales (y de su validación), llevándolos desde el orden establecido hasta la revuelta contra él”. Hablar distinto para procurar una revuelta, una revolución.
La revolución (que para Marcuse era marxista y para nosotros ya es directamente globalista) tiene sus indicadores: “el grado en que una revolución va desarrollando condiciones y relaciones sociales cualitativamente diferentes puede quizás sernos indicado por el desarrollo de un lenguaje diferente: la ruptura con el continuum de la dominación debe ser también una ruptura con el vocabulario de la dominación”.
Marcuse quiere mandar a través de la ideología, ser soberano, y por eso nos dice: “uno de los derechos más efectivos del Soberano es el derecho a establecer definiciones coercitivas de las palabras”. Dicho de otra manera: el que manda establece qué significan los términos. Y si ellos no logran establecer estos significados, nunca podrán obtener la victoria definitiva. Por eso ese odio a la Real Academia Española, acusada bajo las palabras mágicas de fascista, autoritaria, verticalista.
El escritor argentino Julio Cortázar, insigne promotor de la Revolución Comunista, también es un punto de referencia. Sostuvo en alguna ocasión: “Seguimos hablando de hoy y mañana con la lengua de ayer. Hay que crear la lengua de la revolución, hay que batallar contra las formas lingüísticas y estéticas que impiden a las nuevas generaciones captar en toda su fuerza y belleza esta tentativa global para crear una América Latina enteramente nueva, desde las raíces hasta la última hoja. En alguna parte he dicho que todavía nos faltan los Che Guevara de la literatura. Sí; hay que crear cuatro, cinco, diez Vietnam en la ciudad de la inteligencia. Hay que ser desmesuradamente revolucionarios en la creación, y quizá pagar el precio de esa desmesura. Sé que vale la pena”.
Paulo Freire, el ideólogo de la educación y agitador social, proponía disminuir la cantidad de palabras generadoras: 15 en lugar de 80. Enrique Díaz Araujo (que Dios lo tenga en su gloria) sostuvo al respecto: “¿Se dan cuenta? Siempre se había pensado que la cultura consistía en aprender más cosas. Freire ha descubierto que su esencia está en aprender menos cosas. Ha invertido el signo de todas las civilizaciones que el mundo ha conocido. La revolución copernicana producida por Freire y llamada ‘Revolución Cultural’ supone una simplificación magnífica: antes había que aprender no menos de 80 palabras generadoras; ahora con 15 basta. ¿Basta para qué? ¡Ah, ese es otro asunto! Basta para ser un cuasi-semi-analfabeto”. Con perspicacia, incluso un intelectual que no responde a nuestra cosmovisión como Wittgenstein supo decir: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi pensamiento”.
Todos recordarán a Orwell. En su libro 1984, uno de los personajes llamado Syme se dedica al trabajo de redactar un nuevo diccionario a fin de darle al idioma “su forma final”, esto es, la neolengua. Syme es interrogado por otro personaje llamado Winston acerca de su tarea, y le explica:
“Creerás, seguramente, que nuestro principal trabajo consiste en inventar nuevas palabras. Nada de eso. Lo que hacemos es destruir palabras, centenares de palabras cada día. Estamos podando el idioma para dejarlo en los huesos”.
Cuenta Syme a Winston que el viejo idioma adolecía de una gran “vaguedad” dado que incorpora “inútiles matices de significado”. A esta multiplicidad hay que segarla:
“¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente? Al final, acabamos haciendo imposible todo crimen del pensamiento”.
Concluye Syme: “La revolución será completa cuando la lengua sea perfecta”. Y claro, mi estimado Javier, si hacemos imposible que la gente piense, también haremos imposible los crímenes de pensamiento. Sin pensamiento, no existe la crítica. Y dado que se piensa con palabras, por lo tanto sin vocablos no se puede pensar.
Orwell lo vio hace décadas y relató cómo opera el enemigo. Esto significa sólo una cosa: el adversario sabe el valor de las palabras y conoce los principios de esta guerra psicológica pero la aplica en contra nuestra.
¿Cómo analizamos, desde la filosofía clásica, aristotélica tomista, esta transformación del lenguaje y estos “recortes” de palabras?
Aquí debemos tener presente a Platón, para quien el nombre es arquetipo de la cosa. Ahora bien, si en la palabra yace la cosa, disminuir la cantidad de palabras, ¿sería hacer decrecer las cosas? ¿Modificarlas en su esencia? ¿Destruirlas? En realidad no, al menos no directamente, porque el orden natural es intocable, el orden físico tiene sus leyes y el orden artificial no se modifica mágicamente cuando hablamos. Pero, sin embargo, es indudable que tanto confundir los significados como disminuir la cantidad de palabras equivale a impedir –o al menos a dificultar gravemente– que la inteligencia humana vea, comprenda, entienda, aprenda, capte lo que las cosas son.
Si cada vocablo porta en cierto sentido un fuego, una llama, si cada locución irradia una lux propia en el medio de nuestra natural oscuridad, alterar el lenguaje –ya sea confundiendo, ya sea borrando palabras– cierra al hombre el camino entender las cosas como son. Los hombres no poseen los vocablos precisos de las cosas. El empobrecimiento, en especial entre los jóvenes en general, es un hecho incontestable: “La desaparición gradual de los tiempos (subjuntivo, imperfecto, formas compuestas del futuro, participio pasado) da lugar a un pensamiento casi siempre al presente, limitado en el momento: incapaz de proyecciones en el tiempo”. Al reducirse el vocabulario, también se pierde “las sutilezas lingüísticas” que hacen posible “un pensamiento complejo”.
En efecto: “Menos palabras y menos verbos conjugados implican menos capacidad para expresar las emociones y menos posibilidades de elaborar un pensamiento”. Por eso: “Sin palabras para construir un razonamiento, el pensamiento complejo se hace imposible”. El poeta Juan Ramón Jiménez clamaba por esta ilustración de esta manera: “¡Inteligencia dame el nombre exacto de las cosas!”.
Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas…
Decir una palabra puede compararse con encender un fuego: al ser pronunciada, en la mente comienzan a “aparecer” las cosas “que estaban ahí”, junto a nosotros, pero a oscuras: se las puede designar, nombrar. Cada palabra denota por lo mismo una cosa diferente de otra o al menos un matiz. La riqueza del lenguaje sigue a la riqueza del ser. Por eso decimos que el lenguaje porta, carga, conduce el ser.
Por tanto, al borrar y corromper las entrañas del idioma, se ataca el ser del hombre. La confusión lingüística destruye el diálogo del presente con el pasado, se rompe la comunicación con los demás y levanta una barrera que dificulta el acceso al patrimonio histórico y cultural. Si las sociedades ignoran su pasado, también desconocen quiénes son. Al atentar contra el lenguaje, por tanto, se quebranta la identidad de la población.
Estamos siendo testigos de este empobrecimiento deliberado de nuestras inteligencias. Nuestro estómago se nutre bien, pero nuestra inteligencia está siendo subalimentada. Tomemos la frase del gran intelectual francés Frédéric Le Play: “Cuando nos hayan desembarazado de esta fraseología embrutecedora, volveremos a tomar posesión de nuestras fuerzas intelectuales”.
Con frecuencia esta manipulación lingüística no encuentra oposición y acabamos cayendo nosotros en esta misma trampa del lenguaje.
Sí, muchos caen. Primero y ante todo, se cae porque se desconoce la gran cantidad de casos en la Historia en que se ha pretendido usar el lenguaje del enemigo con sentido ortodoxo, con resultados totalmente desfavorables. La gente usa palabras y cree que son inocentes, intercambiables como un cinturón o un sombrero.
Segundo, por pereza (hay muchos que quieren militar y llevar adelante actividades sin haber estudiado), que lleva a la presunción: creen que porque tienen dinero, medios, organización, etc., saben qué es lo que tienen que decir. En Hispanoamérica abunda gente provida, con mucho dinero, que quiere comandar una guerra para la que no ha estudiado. Mucha actividad ad extra pero nula ad intra, y los resultados son contraproducentes. Sus proclamas confunden (hemos escuchado “Somos la mayoría celeste”, como si se trata de una cuestión de mayorías) y así estorban la verdadera reacción contra el mal.
Tercero, por complicidad y traición: hay quienes aparentan ser amigos pero todas sus propuestas, sin excepción, son debilitantes. Impulsan a los demás a aceptar la terminología del enemigo, abriéndole el campo cual Caballo de Troya.
Y cuarto por error, porque hay quienes creen que se puede usar un vocabulario ideologizado con un sentido bueno porque sus referentes intelectuales se lo han enseñado.
¿Cuáles son las palabras clave cuyo significado es resbaladizo?
Decimos “igualdad”, y para uno es la igualdad de los iguales (la verdadera). Para otros, es un igualitarismo horizontalista que no reconoce el justo mérito.
Decimos “Queremos cambiar” y no sabemos qué se quiere cambiar, ni por qué, ni cómo, ni qué será lo que lo sustituya. Pero a muchos les fascina el cambio, palabra talismán.
Decimos que lo mejor es tener opiniones “moderadas” como si la verdad estuviese en el justo medio siempre.
Decimos que no nos gustan “los extremismos y fanatismos” como si tener convicciones definidas fuese algo malo.
Decimos “libertad” y en oídos de católicos bien formados esto significa “libertad en el bien”. En oídos liberales, suena a reconocer sólo la norma que cada uno se dé a sí mismo.
Decimos “discriminación” –que significa seleccionar excluyendo, discernir, diferenciar, distinguir– y algunos son llevados a pensar en el desprecio a una persona por motivos raciales, étnicos, políticos, religiosos o –en los últimos años– sexuales. En realidad, discriminar es distinguir. Por tanto, no discriminar –consigna que nos han metido hasta en la sopa– equivale a confundir. La bandera de la no discriminación es la bandera de la confusión. Por otro lado, el lenguaje forzosamente es discriminatorio porque las palabras justamente están para discernir.
La palabra “medicina” también está siendo utilizada según propósitos de guerra semántica. Los aborteros llaman al aborto “una práctica médica necesaria”, prácticas de “salud”, etc., cuando el aborto no cura nada porque la persona por nacer no es una enfermedad, el embarazo no es un virus. Pero utilizan terminología sanitaria para engañarse a sí mismos y a los otros.
Como diría Gustavo Corbi, hoy experimentamos una situación que podemos llamar LEBAB (el reverso de BABEL). En la Babel Antigua, una misma cosa se decía con distintas palabras. En la Babel Contemporánea, un mismo vocablo puede referenciar cosas distintas e incluso opuestas.
¿En qué medida esta manipulación del lenguaje facilita la aceptación de las ideologías por las masas?
Es decisiva. Es una de las causas que explican el avance de estas ideologías en los últimos 80 años. Sería reduccionista decir que es el único factor pero, en cualquier análisis objetivo, el poder del lenguaje no puede ser dejado de lado.
Así, por ejemplo, la aceptación de la práctica del aborto en muchas legislaciones obedece a la guerra semántica. Es ya sabido que el aborto fue llamado “interrupción del embarazo” –como denunció hace más de 25 años Evangelium Vitae– o más modernamente ILE o IVE (el uso de la sigla desdramatiza la práctica) a fin de lograr su instalación social. También por eso la ONU y todos sus satélites (UNFPA, OMS, UNICEF, UNESCO, etc.) lo denominan “salud reproductiva”, lo incluyen dentro de “los derechos de las mujeres” y lo presentan como una demanda social.
Dado que mostrar lo que es un aborto en imágenes o videos no se puede, eligen los caminos de soslayo. Imponen un vocabulario y así avanzan. Por eso nosotros no sólo debemos resistir estos conceptos falsos (o ideológicos o sesgados o confusos) sino también no convalidar ese lenguaje con su uso.
La gente puede comprar un concepto equivocado a través de una larga ideologización que lleva mucho tiempo y es consciente. En cambio, suele ser mucho más eficaz que la gente compre palabras. La gente asume vocablos –cargados de significado–, primero las acepta por moda, para no quedar mal, para ser como todos, hasta que lentamente (y de forma imperceptible) va siendo cooptada, va quedando como enredada.
Así ocurrió con el término “derechos humanos”, por ejemplo, que durante décadas –todavía hoy en ciertos círculos– intentó ser interpretado en clave iusnaturalista. Los agentes de la ONU y muchos católicos usaban esa terminología, y millones pensaron que hablaban de lo mismo. Horrible confusión que favoreció al Poder Mundial y no a la Iglesia.
De nada sirvió decir: “Ah, no, pero nosotros hablamos de derechos humanos en otro sentido”. Aunque con mil distinciones, salvedades y sutilezas lograron formarse para ellos solos una concepción de “derechos humanos” que nada tenga contrario a la fe, en la opinión de la mayoría de la gente –al usar la terminología derechohumanista– se pertenecerá a la gran familia de la ONU, tal como todos lo entienden.
En vano sirvió que se excusen alguna que otra vez. Estas excusas y explicaciones no las podían dar todos los días, lo cual es harto pesado. En cambio, la locución “derechos humanos” tenían que usarla en cada párrafo. Lo cierto es que, en el movimiento de las ideas, en la marcha de los sucesos, la ONU se vio favorecida hasta el punto de que hoy los “derechos humanos” son un dogma laico, y quien define qué son es la ONU y no la Iglesia. ¡Y todo por unas palabras!
Los resultados están a la vista: no se consiguió que la ONU incorporara el horizonte de Santo Tomás de Aquino y lo respetara. Ocurrió lo inverso.
En Hispanoamérica, la izquierda no ha dejado de lucrar con la terminología de los “derechos humanos” una y otra vez. Por eso, siguiendo a los mejores doctrinarios, la propuesta de la guerra semántica es la de sustituir “derechos humanos” por derechos de la persona humana.
En efecto, la guerra semántica opera de manera clandestina, en niveles psicológicos inconscientes, y por eso hay tantos que la subestiman: “Hablemos como ellos pero le metemos a las palabras nuestro significado”. He escuchado cientos de veces esta propuesta. Félix Sardá y Salvany (a quien hemos parafraseado) decía: “El uso de la palabra te hace casi siempre y en gran parte solidario de lo que se ampara a su sombra”.
La historia lo demuestra una y otra vez: cuando usamos el vocabulario del enemigo, no son ellos los que termina pensando como nosotros sino nosotros como ellos.
¿Por qué los ideólogos están tan interesados en borrar ciertas palabras?
Suponte que estoy en sus zapatos. Si yo quiero que la gente pierda la capacidad de distinguir lo normal de lo anormal, lo verdadero de lo falso, la naturaleza de la contranaturaleza, lo bueno de lo malo, la virtud del vicio; si yo quiero aniquilar estas diferencias que no puedo desaparecer en la realidad misma, puedo al menos borrarlas de las mentes. ¿Cómo? Evitando escribir y pronunciar las palabras que verdaderamente nos llevan a las cosas.
Yo ideólogo debo sepultar aquellos términos cuya sola mención supone de suyo lo Absoluto: bien y mal, virtud y vicio, gracia y pecado, verdadero y falso, justo e injusto, etc. Todos ellos comportan un Principio que me niego a admitir: si afirmo “esto es bueno” o “esto es verdadero”, ingreso inevitablemente en el terreno metafísico. Lo mismo se diga de la justicia y la virtud: su sola pronunciación me coloca en la incómoda atmósfera de las verdades perennes.
A lo sumo podré tolerar que se las mencionen, siempre y cuando las circunstancias sean lo suficientemente frívolas como para que nadie sospeche que me he tomado el atrevimiento de hacer un juicio de carácter categórico.
Por eso, debo criminalizar la Verdad. Que Ella sea demonizada, que su sola mención mueva a la indignación, a la crispación, al escándalo. La verdad y la palabra “verdad” tiene que ser un escándalo y en lo posible un delito.
Pero, como el hombre necesita seguir hablando, enterradas estas palabras, yo ideólogo debo conseguir que se utilicen otras. ¿Cuáles? Aquellos términos proclives a la imprecisión y equivocidad, es decir, las palabras que no suponen el presupuesto básico del realismo filosófico: la inteligencia en contacto directo con la realidad.
Tengo que hablar como si el ser humano no poseyera una inteligencia metafísica, con vocación para el ser, con apetito del ente, con deseo de admiración. No. Yo ideólogo digo: basta de noúmenos, sólo fainómenos. La mente humana sólo puede rodear cómodamente las cosas sin penetrarlas jamás, es incapaz de morar en las esencias, sólo puede habitar en los accidentes. De ahí que todo deba ser juzgado según estos binomios:
popular/impopular;
moderno/antiguo;
moderado/intransigente;
mayoritario/minoritario;
tolerante/fanático;
constitucional/anticonstitucional.
¿Dónde está la trampa? En que una cosa puede ser impopular y ser verdadera, puede ser moderna y ser desastrosa, la moderación puede ser hipocresía y cobardía, lo mayoritario criminal, la tolerancia puede ser comodidad, y la constitucionalidad (esto es, la relación de congruencia con la constitución) puede ser congruencia con una premisa errónea de base. Por eso, todos estos adjetivos pueden convenir tanto a la verdad como al error.
Ahora bien, así habla el periodismo, las cátedras universitarias e incluso numerosos activistas provida en toda Hispanoamérica. Dentro del campo provida no faltan quienes pretenden a toda costa extirpar la palabra asesinato del discurso público: “No digamos que es un asesinato”. Autocensura celeste: es como si decirlo fuera una mala palabra, algo obsceno. Es cuasi indecente. A todos nos afecta la guerra semántica.
¿Haría falta una refutación contrarrevolucionaria seria contra estos engaños?
Afortunadamente ya existen refutaciones serias de signo contrarrevolucionario en el mundo hispanoparlante, y también otras que pertenecen a lenguas europeas no castellanas pero que han sido traducidas. Además de los ejemplos ya mencionados, podemos mencionar “La Palabra Violada” del padre Petit de Murat, “Lenguaje y Educación” de Antonio Caponnetto, “El Lenguaje y los mitos” de Rafael Gambra, entre otros. El brillante escritor francés Ernest Hello también ha aportado mucho en su libro “El hombre”. Otros aportes al asunto del lenguaje fueron dados por el intelectual no creyente Juan Pablo Vitali. Lo mismo Joseph de Maistre. De Maistre decía: “Lo que hoy se llama idea nueva, pensamiento audaz, gran pensamiento, casi siempre se llamaría, en el diccionario de los escritores del siglo anterior, audacia criminal, delirio o atentado”.
¿En qué medida con esto se cumple la sentencia de que los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz?
Me has hecho una pregunta difícil, tuve que ir a Catena Aurea para responder. San Agustín dice que Cristo alaba al mayordomo infiel “porque había mirado al porvenir”. Nosotros tenemos que mirar el porvenir y sentar las bases hoy de la lucha de mañana. ¿Cómo? Imitando a los que lucharon en el pasado, pero a los que lucharon bien y no a los que dieron golpes al aire sin ton ni son. La intransigencia, de tan mala prensa por lo general, es lo que nos va a salvar. Tenemos que ser insobornables para ser invencibles. Lo que más necesita la Iglesia (y cito aquí al Padre Federico Highton) es “un testimonio inequívocamente corajudo, un testimonio puro y total, sin ninguna negociación”, sin medias tintas, vino puro sin pizca de agua. El enemigo quiere que tengamos complejo de inferioridad, y eso es precisamente lo que no podemos permitirnos tener.
El enemigo quiere destruir la cultura, las humanidades y corromper el lenguaje. Pero sin embargo los agentes de la ideología estudian filosofía, lingüística, historia, etc. ¿Son más ‘tomistas’ que muchos de los nuestros?
Tengo que decir que sí. Santo Tomás decía que lo primero era el intelecto y luego la voluntad. Ellos odian a Santo Tomás, desprecian el carácter creado del mundo y procuran edificar una civilización contra Cristo. Sin embargo, entienden que para estos fines nefastos es necesario estudiar, y lo hacen, y valoran la Filosofía, las Humanidades, promueven a sus escritores, los financian, les facilitan la vida, promueven artistas, teatros, películas, etc.
Algunos de nosotros le rezamos a Santo Tomás pero actuamos como vulgares activistas: “Hay que impedir la ley del aborto, no importa cómo”. Y la gente se lanza (la lanzan) a realizar actividades, muchas inconducentes. ¿Perdón? ¿De qué estamos hablando? Cuando alguien señala esos errores y propone otro camino más serio, es “un aguafiestas que critica todo y no hace nada”. ¿Cómo vas a impedir que se promulgue el aborto si no tienes una peregrina idea (porque no estudias, “no tienes tiempo de leer”) de cómo se sancionan las leyes en tu país? ¿Cómo vas a impedir la legalización del aborto si no sabes que la mentalidad antivida liberal, progresista y socialista es la que lo ha hecho posible? ¿Cómo vas a impedir que el aborto sea ley si no conoces la doctrina católica sobre las leyes humanas y los grados de resistencia frente a leyes inicuas?
¿Qué aporta su libro en relación a todo lo que se ha escrito sobre la materia?
Al recopilar cientos de citas, creo que aporta el valor de poder encontrar una gran parte del material en un solo lugar. Por otro lado, había temas que no estaban “en el candelero” cuando fueron escritos estos libros y, por tanto, me parecía interesante aplicar los principios de la filosofía del lenguaje a los asuntos de actualidad. Es ya repetitivo decir que en el tema del aborto y la ideología de género está comprometido el lenguaje. Pero podemos agregar el tema del lenguaje inclusivo, el alquiler de vientres (no es casual que se busque eliminar el término alquiler, a fin de que la gente acepte esta práctica inmoral sin relacionarla con el lucro), la eutanasia. Creo que aún queda pendiente ver el papel del lenguaje en la economía: hablamos de mercado libre cuando no hay regulaciones estatales (o no hay tantas) pero también aquí está comprometido el concepto de libertad.
¿En qué países ha sido publicado o está disponible?
Además de la Argentina, en México y dentro de poco, si Dios quiere, en Perú, y quien se ocupara de su distribución es Carlos Quequesana (+51 986 646 647). Además está disponible en Amazon, tanto el tomo I como el tomo II.
Por Javier Navascués