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8.07.16

La Iglesia es Santa.

Esta es la Verdad revelada y entregada a los hombres por Jesucristo: la Iglesia Católica es SANTA. Como es también Una, y Apostólica, y Romana.

La Iglesia es Santa. Y no puede ser de otra manera, porque así ha salido de las manos de Cristo, su Fundador. Y Dios es Santo, tres veces Santo. Así lo rezamos en la Santa Misa cada día: “Santo, Santo, Santo es el Señor…". Jesús no iba a hacer y a entregarnos una chapucilla. Es que “no puede” hacerlo, porque ni quiere ni sabe. 

Además la Iglesia “es” Jesús, y forman los dos una unidad perfecta: Él la Cabeza, y la Iglesia el Cuerpo. ´Él el Esposo, y la Iglesia su Esposa. Y así como el Cuerpo sin la Cabeza está muerto -no es, es un cadáver-, y así como no hay Esposa -no es, no puede ser Esposa- sin Esposo, no hay Iglesia Católica -la Única y Verdadera Iglesia-, no la puede haber sin Cristo.

Por su parte, Jesucristo, en el actual estado de la Economía de la Gracia, “quiere ser” en su Iglesia para estar junto a nosotros de continuo, según su Gran Promesa: Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo (Mt 28, 20). 

Además, la Iglesia Católica es Santa, porque Cristo le ha dado todos los caudales de Gracia que han salido de su Costado abierto: los Sacramentos; porque le ha dado todos los caudales de Doctrina que han salido de su boca, y que iluminan todas las situaciones del hacer humano; y, finalmente. porque le ha dado todos los caudales de Vida -su propia Vida, la de Cristo-, caudales que nos vivifican y nos santifican.

De aquí, todo el rastro de santidad -en personas, en instituciones- que jalona el quehacer de la Iglesia Católica a lo largo de su Historia, desde Papas, obispos, religiosos, sacerdotes y fieles de todo género y condición: mujeres y hombres, casados y célibes, niños y adultos, pobres y ricos, efermos y sanos…: de toda raza y condición, en todo tiempo, en épocas de persecución -tal como la que nos toca vivir hoy- y en épocas de bonanza… Siempre. Jesús mismo lo había dejado muy clarito: por sus frutos los conoceréis (Mt 7, 20). Y esto, que vale para todos y en todas direcciones, ¿cómo no va a valer para su Iglesia?

¿Dónde puede estar -y está, de hecho- el problema? En sus hijos, en sus miembros: del Papa abajo, hasta el último adulto recién incorporado a Ella.

Cuando sus hijos -especialmente los que formamos la Jerarquía a todos los niveles, aquellos de los que todos esperan que sean no solo buenos hijos, sino los mejores hijos, pues tienen derecho a que lo seamos, necesitan que lo seamos-, cuando sus hijos, repito, nos desentendemos del mandato de Dios mismo: esta es la Voluntad de Dios, vuestra santificación (I Tes 4, 3); cuando sus hijos rechazamos el mandato de Cristo: Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48); cuando rechazamos la enseñanza del Magisterio moviéndonos y llevándonos a la santidad; cuando cambiamos y tergiversamos las enseñanzas de Jesucristo por “criterios” -descriterios- humanos, convirtiéndolos en razonadas sin razones, como ya denunció Jesús -y san Pablo, y la Iglesia siempre: para esto acuñó el término “hereje"-; cuando despreciamos la lucha espiritual por identificarnos con el Señor, despreciando a la vez los medios que Él nos ha dejado para lograrlo: los Sacramentos, la oración; cuando rebajamos el compromiso de amor con Dios -que esto es la santidad-, calificando la vocación cristiana de “ideal", para dejarla en el mejor de los casos para personas “selectas” que no existen (cfr. Juan Pablo II, Novo millenio inneunte: “se equivocaría quien pensara que…"); cuando damos la espalda a la vida de los primeros cristianos, que seguramente no tendrían tantos líos pastorales como tenemos ahora, pero que con una clarividencia y una fidelidad al Señor no se cansaban de llamarse “santos” entre ellos; cuando no queremos mirar a los cristianos que a día de hoy dan su vida -en sentido literal: los matan- por seguir siendo fieles a Cristo y a su Iglesia…

Entonces, y solo entonces, tenemos un problema. Pero el problema somos nosotros, no la Iglesia. Es por nosotros, sus hijos, por nuestras acciones -nuestras barrabasadas, nuestros pecados, las estructuras de pecado que nos montamos-, por lo que la Iglesia pide perdón.

Ella no. No es obra suya. Es por lo que hemos hecho sus hijos a pesar y contra Ella. Ella es Santa -sine macula, sine ruga: “sin mancha ni arruga" dirá san Agustín-; es, como la Virgen, tota pulchra:  “hermosísima; preciosa; profundamente bella". Es nuestra Santa Madre la Iglesia.

Y lo mismo que nadie en su sano juicio consiente que se insulte a su madre -el que lo hace es una mala bestia- no podemos consentir que se insulte, que se veje a la Iglesia Católica. Es la lucha en la que estamos ahora, en este momento histórico. Pero venceremos: Si Deus nobiscum, quid contra nos?!