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22.11.14

San Pío X y la música litúrgica. 2- El motu proprio "Tra le sollecitudini"

Hoy 22 de noviembre se celebra Santa Cecilia, patrona de los músicos. Y tal día como hoy en 1903 San Pío X promulgó su famoso motu proprio Tra le sollecitudini. 

En un artículo anterior ya traté sobre el ambiente generalizado desde el siglo XIX en toda la Iglesia, que pedía una restauración de la música utilizada en el culto. Ciertamente en las décadas anteriores se había producido una de las cíclicas desviaciones respecto a la norma en lo tocante a la música sacra. La norma desde siempre ha sido que la música utilizada en el culto debe expresar la sacralidad de la liturgia, evitando concomitancias con el estilo profano que la puedan diluir o debilitar. En ese momento, los comienzos del siglo XX, el influjo desacralizador adoptaba la forma concreta del estilo usado en los teatros de ópera.

El texto completo del motu proprio Tra le sollecitudini pueden leerlo aquí. Por mi parte, en este artículo seleccionaré y comentaré algunos de los párrafos más relevantes.

En sus primeras líneas el motu proprio establece ya los fundamentos de la cuestión:

Entre los cuidados propios del oficio pastoral, no solamente de esta Cátedra, que por inescrutable disposición de la Providencia, aunque indigno, ocupamos, sino también de toda iglesia particular, sin duda uno de los principales es el de mantener y procurar el decoro de la casa del Señor, donde se celebran los augustos misterios de la religión y se junta el pueblo cristiano a recibir la gracia de los sacramentos, asistir al santo sacrificio del altar, adorar al augustísimo sacramento del Cuerpo del Señor y unirse a la común oración de la Iglesia en los públicos y solemnes oficios de la liturgia.

Nada, por consiguiente, debe ocurrir en el templo que turbe, ni siquiera disminuya, la piedad y la devoción de los fieles; nada que dé fundado motivo de disgusto o escándalo; nada, sobre todo, que directamente ofenda el decoro y la santidad de los sagrados ritos y, por este motivo, sea indigno de la casa de oración y la majestad divina.

Es interesante constatar cómo el papa se refiere elogiosamente al movimiento restaurador que se había extendido durante el siglo XIX, y del que tratábamos en el mencionado artículo anterior:

Con verdadera satisfacción del alma nos es grato reconocer el mucho bien que en esta materia se ha conseguido durante los últimos decenios en nuestra ilustre ciudad de Roma y en multitud de iglesias de nuestra patria; pero de modo particular en algunas naciones, donde hombres egregios, llenos de celo por el culto divino, con la aprobación de la Santa Sede y la dirección de los obispos, se unieron en florecientes sociedades y restablecieron plenamente el honor del arte sagrado en casi todas sus iglesias y capillas.

La introducción del motu proprio incluye una muy necesaria fundamentación del discurso no en el orden meramente estético, sino en el teológico-espiritual:

Siendo, en verdad, nuestro vivísimo deseo que el verdadero espíritu cristiano vuelva a florecer en todo y que en todos los fieles se mantenga, lo primero es proveer a la santidad y dignidad del templo, donde los fieles se juntan precisamente para adquirir ese espíritu en su primer e insustituible manantialque es la participación activa en los sacrosantos misterios y en la pública y solemne oración de la Iglesia.

No tiene tampoco desperdicio la claridad y reciedumbre del lenguaje empleado:

Y en vano será esperar que para tal fin descienda copiosa sobre nosotros la bendición del cielo, si nuestro obsequio al Altísimo no asciende en olor de suavidad; antes bien, pone en la mano del Señor el látigo con que el Salvador del mundo arrojó del templo a sus indignos profanadores.

San Pío X recuerda que los fines de la música sagrada son dos: dar gloria a Dios y santificar a los fieles. Y señala que para alcanzar estos objetivos la música debe añadir eficacia al texto litúrgicopara que por tal medio se excite más la devoción de los fieles y se preparen mejor a recibir los frutos de la gracia, propios de la celebración de los sagrados misterios. (nº 1).

Sentados estos principios, enumera las condiciones que debe reunir la música digna de ser admitida en la liturgia de la Iglesia:

  • Santidad, de modo que su estilo excluya todo lo profano.
  • Bondad de formas, es decir, calidad artística. Las chapuzas y las mediocridades fruto de la pereza, el desorden o el diletantismo evitable no son admisibles. Debe tener arte verdadero, porque no es posible de otro modo que tenga sobre el ánimo de quien la oye aquella virtud que se propone la Iglesia al admitir en su liturgia el arte de los sonidos. (nº 2)
  • Universalidad. Aunque cada país puede dotar a su música litúrgica de particularidades estilísticas propias, siempre ha de mantenerse un vínculo tal con el carácter general de la música sacra que ningún fiel procedente de otra cultura reciba una impresión diferente.

En cuanto a los géneros de la música sacra, se recuerda la absoluta primacía del canto gregoriano:

Hállanse en grado sumo estas cualidades en el canto gregoriano, que es, por consiguiente, el canto propio de la Iglesia romana, el único que la Iglesia heredó de los antiguos Padres, el que ha custodiado celosamente durante el curso de los siglos en sus códices litúrgicos, el que en algunas partes de la liturgia prescribe exclusivamente, el que estudios recentísimos han restablecido felizmente en su pureza e integridad. (nº 3)

Y enuncia una ley general que sigue teniendo plena vigenciacomo recordó San Juan Pablo II en su Quirógrafo de 2003:

Una composición religiosa será más sagrada y litúrgica cuanto más se acerque en aire, inspiración y sabor a la melodía gregoriana, y será tanto menos digna del templo cuanto diste más de este modelo soberano. (Tra le sollecitudini, nº 3; Quirógrafo, nº 12)

Muy interesante también la asociación del canto gregoriano y el canto del pueblo en las celebraciones:

Procúrese, especialmente, que el pueblo vuelva a adquirir la costumbre de usar del canto gregoriano, para que los fieles tomen de nuevo parte más activa en el oficio litúrgico, como solían antiguamente. (nº 3)

Después de esta reafirmación de la enseñanza tradicional respecto a la primacía del canto gregoriano, continúa poniendo como siguiente modelo el estilo polifónico que se fraguó en Roma alrededor del Concilio de Trento:

Las supradichas cualidades se hallan también en sumo grado en la polifonía clásica, especialmente en la de la escuela romana, que en el siglo XVI llegó a la meta de la perfección con las obras de Pedro Luis de Palestrina, y que luego continuó produciendo composiciones de excelente bondad musical y litúrgica. (nº 4)

Es importante recordar aquí que no se trata ni mucho menos de congelar el estilo musical litúrgico en el gregoriano del siglo VIII o en la polifonía del XVI:

La Iglesia ha reconocido y fomentado en todo tiempo los progresos de las artes, admitiendo en el servicio del culto cuanto en el curso de los siglos el genio ha sabido hallar de bueno y bello, salva siempre la ley litúrgica; por consiguiente, la música más moderna se admite en la Iglesia, puesto que cuenta con composiciones de tal bondad, seriedad y gravedad, que de ningún modo son indignas de las solemnidades religiosas.

Sin embargo, como la música moderna es principalmente profana, deberá cuidarse con mayor esmero que las composiciones musicales de estilo moderno que se admitan en las iglesias no contengan cosa ninguna profana ni ofrezcan reminiscencias de motivos teatrales, y no estén compuestas tampoco en su forma externa imitando la factura de las composiciones profanas. (nº 5)

Sigue explicando que el estilo teatral imperante en Italia y en tantos otros lugares ofrece por su misma naturaleza una máxima oposición al gregoriano y la polifonía. Digamos de paso que el estilo que hoy impera en las regiones de lengua española es bastante peor que aquel teatral, al que al menos no se le podía negar la bondad de formas, ausente casi por completo entre nosotros.

La importancia del texto requiere que sea pronunciado de forma clara e inteligible por los fieles. Por eso conviene que no tenga repeticiones ilógicas, ni separaciones de sílabas. De aquí se deriva también que los cantos deben conservar la forma que la tradición de la Iglesia les ha dado. Por ello, lo que en el gregoriano es una sola pieza no debe descomponerse en varias piezas sucesivas y separadas unas de otras. (cf. nº 11a).

En cuanto al uso de instrumentos, se admite sobre todo el órgano, el cual debe tocarse según la índole del mismo instrumento, y debe participar de todas las cualidades de la música sagrada (nº 18). Los demás instrumentos no están excluidos, pero se dan unas normas muy concretas: 

Está prohibido en las iglesias el uso del piano, como asimismo de todos los instrumentos fragorosos o ligeros, como el tambor, el chinesco, los platillos y otros semejantes. (nº 19)

Dado que hay ciertos momentos en los que la liturgia, para dar un tono de mayor sobriedad, no permite el uso del órgano (Adviento, Cuaresma, liturgia de Difuntos), se venía usando el piano en su lugar. A raíz de este motu proprio muchas iglesias sustituyeron el piano por el armonio. De hecho, la mayor parte de los armonios que se conservan en las iglesias que también órgano de tubos deben su presencia  a esta disposición del motu proprio de San Pío X.

Una de las últimas observaciones se refiere a la extensión de la música:

No es lícito que por razón del canto o la música se haga esperar al sacerdote en el altar más tiempo del que exige la liturgia. Según las prescripciones de la Iglesia, el Sanctus de la misa debe terminarse de cantar antes de la elevación, a pesar de lo cual, en este punto, hasta el celebrante suele tener que estar pendiente de la música. Conforme a la tradición gregoriana, el Gloria y el Credo deben ser relativamente breves. (nº 22)

Y por último encontramos este párrafo que hoy en día nos resulta un tanto lejano:

En general, ha de condenarse como abuso gravísimo que, en las funciones religiosas, la liturgia quede en lugar secundario y como al servicio de la música, cuando la música forma parte de la liturgia y no es sino su humilde sierva. (nº 23)

Actualmente el estado de la música litúrgica es de tal postración que nos cuesta imaginar cómo podría robar protagonismo a lo que sucede en altar. Pero debemos tener en cuenta que por entonces, y desde bastante tiempo atrás, las celebraciones litúrgicas eran ocasión de interpretaciones musicales magníficas con gran número de cantores e incluso instrumentistas, y que ciertamente llegaban en ocasiones a acaparar la atención de los asistentes en perjucio de la propia liturgia. 

Como ocurre siempre, hay aspectos que están más apegados a las circunstancias de 1903, y otros que son perennes. Son éstos últimos sobre todo los que nos interesan. No olvidemos que las líneas generales y básicas del motu proprio Tra le sollecitudini se insertan en la tradición de la Iglesia. Es decir, son importantes y exigen su cumplimiento no tanto porque lo dijera San Pío X, que también, sino sobre todo porque lo que hizo San Pío X fue recordar la enseñanza tradicional. En un artículo anterior ya resumí la exposición de esta enseñanza de la Iglesia a través de los siglos. A lo cual hay que añadir que estos puntos tradicionales de doctrina católica sobre la música sacra fueron recordados en tiempos más recientes por el Concilio Vaticano II, por Pablo VI, por San Juan Pablo II y por Benedicto XVI.

Y después de todo ello, díganme, al margen de las buenas intenciones que damos por supuestas, qué hay que pensar de esto que ocurrió hace unos años en la catedral de Tortosa, al parecer con la aquiescencia del obispo del lugar:

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