Para llevar a buen puerto cualquier acción humana, es necesario partir de la verdad, de la realidad tal como es. Cualquier otra estrategia lleva casi irremediablemente al desastre y los cónclaves no son una excepción.
En ese sentido, no es aventurado pensar que el presente cónclave debe ser un cónclave penitencial. Es decir, necesitamos un cónclave en el que se reconozca que la extrema postración actual de la Iglesia ha sido causada por nuestra propia infidelidad a la ley de Dios.
La crisis que sufrimos no es externa, sino interna de la propia Iglesia. Por afán de acomodarnos al mundo, hemos sustituido los preceptos y los criterios de Dios por preceptos y criterios humanos. En lugar de ser fieles a la Revelación de Cristo transmitida por la Escritura y la Tradición, andamos mendigando los aplausos o al menos la tolerancia del mundo, lo que solo nos granjea el desprecio de las gentes y la apostasía de nuestros hermanos. No todos tienen la misma responsabilidad, por supuesto, pero esa es la situación general de la Iglesia.
Lo que necesitamos no es mejor comunicación, mayor eficiencia o un enfoque más actual, sino conversión, conversión y conversión. Antes que ninguna otra cosa, debemos pedir perdón a Dios por nuestra infidelidad, nuestra inconstancia y nuestra falta de fe. Si los cardenales del cónclave no son capaces de ver algo tan claro, es de temer que sean solo ciegos que guían a otros ciegos.