4.10.18

Día 4: "Ten piedad de mí, que soy un pecador"

 
 
“¡TEN PIEDAD DE MÍ, QUE SOY UN PECADOR!”
 
Dos hombres subieron al Templo a orar, a buscar el rostro de Dios, a encontrarse con Él…
 
El primer hombre era piadoso, conocedor y cumplidor de las más mínimas prescripciones rituales, portador del prestigio y respeto de la gente común, tanto que enseñaba a otros a cumplir lo que agradaba a Dios.
 
De pie –como de costumbre-, bien adelante, en un lugar donde fácilmente podía ser visto por los demás, decía así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano, ese pecador que está ahí atrás…”
 
El segundo hombre era bien diferente. Era un publicano. Desde hacía años recaudaba impuestos para. El afán de dinero lo había hecho aceptar esa situación en la cual, inevitablemente, era cómplice de injusticias y fraudes. No solía ir a la Sinagoga ni al Templo, sea porque no se sentía digno, sea porque todos –o casi todos- le hacían sentir su desprecio con la mirada, los gestos o los comentarios…
 
Pero aquella mañana este hombre, este pecador, reunió coraje, se puso en camino y logró traspasar ese umbral tan difícil para él… Sin embargo, no se atrevía a acercarse. Manteniéndose a distancia, arrodillado y casi postrado en tierra, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”
 
La conclusión de la parábola, una de las más bellas del Evangelio, resuena aún hoy con fuerza en nuestra conciencia: “Les aseguro que este último –el publicano- volvió a sus casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”.
 
Convencida de estas contundentes frases del Señor, la Iglesia nos propone comenzar el Rosario –al igual que la Eucaristía- pidiendo perdón. Porque no hay verdadera oración sin humildad, sin contrición, sin aceptación de nuestras culpas. Porque el primer hombre no llegó a encontrarse con Dios: sólo se encontró consigo mismo y la imagen exageradamente positiva que tenía de sí. Porque sólo el segundo abrió su alma al amor.
 
Podemos pedir perdón de muchos modos: con el Pésame, con el Yo confieso, con un canto, con algún otro acto de contrición. Lo podemos hacer con las manos juntas, pero también podemos imitar el gesto contrito del publicano, quien se golpeaba insistentemente el pecho, sede de su mundo interior.
 
Pero lo más importante es que imitemos su actitud honesta y franca, la conciencia clara de no ser dignos de estar en su presencia amorosa, el completo reconocimiento de que somos pecadores. Sin vueltas, sin rodeos, sin excusas.
 
Porque Dios “derriba del trono a los poderosos, y eleva a los humildes”, porque “tú, Señor, no desprecias un corazón contrito y humillado”, porque a nosotros, que como Pedro tantas veces te hemos negado, nos das la oportunidad de renovar, arrepentidos, nuestro amor.
 
Acércate al trono de Jesús y de María sin esconder tus miserias, aceptando que tu vida no es aún como él la sueña y lo merece. No pretendas engañarlo: él conoce todas tus flaquezas, él sabe que estás hecho de barro.
 
Y porque, además, el “Ten piedad de mí, soy un pecador” no es una convicción que nos aplaste y nos desanime. Al contrario: tenerlo siempre ante nuestros ojos nos da aún una conciencia más clara de la inmensidad de su Amor.
 
Porque Él me quiere –¡te quiere!- aún cuando no lo merezco, me elige cuando yo lo he rechazado y me perdona incluso antes de que yo se lo pida.
 
Comienza a rezar el Rosario así, con humildad. No sea que, como el fariseo, al finalizar todo cuidadosamente termines sin haberte encontrado con Él de verdad, y vuelvas a tus ocupaciones… sin haber sido justificado.

3.10.18

Día 3: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO, Y DEL ESPÍRITU SANTO

Cuando el agua se derrama en su cabeza en la pila bautismal…
cuando comienza a aprender sus primeras oraciones… 
al principio y al final de cada Misa… 
al recibir el sacramento del Perdón, de la Unción, del Matrimonio…
y al ser despedido de este mundo en el rito de las exequias…

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Día 2: Por la señal de la Santa Cruz...

POR LA SEÑAL DE LA SANTA CRUZ

En el vasto mundo de la espiritualidad de la Iglesia, la oración del Rosario ocupa un lugar especial. Es un modo de oración mixto, como a mitad de camino entre la oración mental y la vocal.

Involucra al hombre en su realidad espiritual y corporal. Participan de ella la inteligencia, la voluntad, la memoria, la imaginación, el mundo de los afectos y pasiones; y también interviene el cuerpo, especialmente a través de la recitación de las oraciones vocales.

Alcanzar la plena conjunción de todas estas potencias supone un proceso que nos lleva la vida entera. No es tarea fácil, además, porque la oración es, siempre, una auténtica lucha espiritual. Nuestro propio mundo interior se convierte en un campo de batalla, que tanto Dios como el Enemigo quieren conquistar.

Por eso, cada vez que comienzas a rezar tu Rosario, la Iglesia te invita a trazar tres cruces con tu dedo pulgar sobre tu frente, tus labios y tu pecho, acompañadas por las significativas palabras: “por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos Señor Dios nuestro”.

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2.10.18

Día 1: El rosario que tienes en tus manos

Me he propuesto -con la Gracia de Dios- escribir cada día del mes de octubre una reflexión, catequesis o meditación sobre los diferentes aspectos del Santo Rosario y cada una de sus partes y elementos.

Lo comparto con el anhelo de que pueda servir a algunos a acercarse más a María, y por ella a Jesús.


Mes del Rosario, día 1

EL ROSARIO QUE TIENES EN TUS MANOS

Muchas pelotitas de plástico, madera, metal o piedra… pueden servir para ornamentar un vestido, hacer una artesanía, ser utilizadas como municiones, jugar a las bolita, hacer pulseras multicolores… Solos, sueltos, pueden incluso parecer inútiles, sin sentido.

Pero cuando estas pelotitas están unidas entre sí por un hilo o una cadena, y cuando, además, se agrupan de a diez… Y cuando, sobre todo, coronando el collar que reúne las cincuenta aparece una Cruz, estamos ante un Rosario.

Un objeto material que todos conocemos, y que sirve, fundamentalmente, para contar oraciones, para no “perdernos” en la repetición de los avemarías.

Pero el Rosario, tu Rosario, es mucho, muchísimo más.

Agarrarte fuertemente de él, pasar entre tus dedos sus pequeñas pelotitas, es un modo sensible, concreto, real, de sentir bien cerca a Mamá. A María.

¡Cuántas veces, frente a un problema, una angustia, una preocupación, una decisión importante, te aferraste fuertemente a ese pequeño objeto, y sentiste que Ella estaba ahí, sosteniéndote! Y sentiste que te tomabas de su mano materna, que ella te acariciaba y, como cuando tu madre de la tierra te tenía en brazos, era ahora María la que te decía: “no tengas miedo, no estás solo, estoy acá, no te dejaré caer…”

¡Cuántas veces, y no sólo luego de contemplar los Dolorosos, te quedaste con la mirada fija en el pequeño Crucifijo, lo besaste o acariciaste, y sentiste que las fuerzas y la esperanzas volvían a tu vida!

Por eso, no dejes de tenerlo, de llevarlo. Si lo pierdes o regalas, busca otro. Sus pequeñas dimensiones esconden una fuerza evocativa prodigiosa. Es casi un sacramental, un signo de la Gracia.

 

Y no solo eso: el Rosario que tienes en tus manos te recuerda que en tu vida sucede algo similar a la “historia” de las pelotitas que lo conforman.

¡Hay tantos hechos difíciles de interpretar, aparentemente vacíos de sentido, inexplicables y duros!

Pero cuando descubres el Amor Creador de Dios Padre, cuando despiertas y te das cuenta de que en tu Vida todo responde a un Plan, a un Proyecto…

Cuando descubres que ese Plan es como un hilo conductor que une entre sí todos los acontecimientos, entonces, entonces, todo cambia.

Y adquiere mayor sentido aun cuando descubres que al final de todo está el misterio de la Pascua. Que la Cruz y la Resurrección marcan el sentido último y definitivo de la historia de la humanidad, y que en la Cruz del Viviente puedes encontrar el sentido último y definitivo de cada paso de tu historia personal.

Todo eso y mucho más nos dice el Rosario.

25.08.18

Queridos papá y mamá

PONIENDO PALABRAS A LO QUE LEO EN MUCHAS MIRADAS
 
“Queridos papá y mamá:
Después de dar algunas vueltas, decidí escribirles, a pesar de que apenas garabateo mis primeras letras y palabras.
 
Hubiera preferido decirles todo esto en un momento tranquilo: pero como ya hace un tiempo que esos momentos no se dan en casa, no quería demorar más.
 
Cuando yo era más chiquito -creo que mientras estuve en el Jardín- yo pensaba que los adultos eran más inteligentes que los niños… y que aunque a mí algunas cosas no me gustaran, debían ser así, como ustedes decían.
 
Pero poco a poco descubrí que otros compañeritos míos piensan y sienten lo mismo que yo: nuestros papás están confundidos, están equivocados. 
 
O quizá es verdad lo que dijo uno de mis amigos: nuestros papás están locos.
 
Y es que no logramos entender por qué y para qué viven cómo viven. Por qué andan siempre corriendo, siempre enojados, siempre de mal humor, siempre irritables. Por qué no disfrutan de las cosas.
 
Cuando me animé a decírselos, me contestaron: “¿es que no te das cuenta que vivimos trabajando?".
 
Y cuando les pregunté “¿y por qué viven trabajando?", me respondieron: “Para que a vos no te falte nada. Para poder darte todo".
 
Sonaba convincente. Pero sé que en el fondo ustedes tampoco estaban convencidos.
 
Por eso me tomo el atrevimiento de decirles, aunque tenga sólo 6 años: ¡están equivocados! 
Porque yo no dudo de su buena intención, pero sí dudo de su memoria. 
¿En qué momento se olvidaron de su infancia? ¿Cuándo fue el día en que dejaron de recordar cuáles son las cosas verdaderamente importantes, las que no deben faltar a un niño, para que crezca feliz?
 
Y no quiero pedirles cosas difíciles o irrealizables. 
 
Sólo voy a enumerar cinco, muy sencillas, con las cuales yo comenzaría a sentirme mucho mejor:
 
-   Que cuando vayan a buscarme a algún lugar, lleguen a tiempo. No se imaginan qué feo es para mí quedarme siempre entre los últimos o último, porque no llegan… a veces pienso que se olvidaron de mí, que no les importo demasiado.
 
-  Que cuando quiera contarles algo -especialmente vos, papá- dejes el celular, o bajes el volumen del televisor. Y me mires a los ojos. No sé si te acordás de cuando eras chico, pero en tu mirada yo me encuentro a mí mismo… me transmite fuerza, seguridad…
 
-  Que cada mañana, en el momento en que me ven, me saluden como si fuera el primer día, como cuando en la clínica me tuvieron por primera vez en brazos, y todo era maravilloso. O quizá estoy pidiendo demasiado… me conformo con que no me grites, y al menos me preguntes: “¿dormiste bien?". Esa es ya una manera de decirme “te quiero".
 
- Y que cada noche, aunque estés cansado, y aunque yo también lo esté, no dejes de pasar por mi habitación, a charlar un poco conmigo. ¡Me encantan esos momentos! Y me encanta que recemos juntos: casi nunca me siento tan unido a ustedes como allí.
 
- Por último, quiero que sepan algo. En la escuela me enseñó la maestra que 1 + 1 es 2. Pero yo les puedo asegurar que, para mí, cuando ustedes están unidos, cuando se quieren y se lo dicen y lo expresan… 1 + 1 es infinito. Nada me hace sentir tan feliz cuando los veo contentos entre ustedes, cuando conversan y se ríen, cuando se toman de la mano, cuando me cuentan cosas de cuando eran novios o recién estaban casados y yo no existía o era chico… Y nada me entristece tanto como cuando se dicen malas palabras o se miran con esa mirada que ni quiero recordar.
 
Nunca hubiera pensado que era capaz de escribir tanto. 
 
Espero no haberlos aburrido. 
Los quiero mucho. 
Gracias por todo! 
Gracias por darme tanto! 
Pero no se olviden: ¡aún podemos ser mucho más felices!”