¿Chico el mundo? ¡No! ¡Dios es grande!

¿Chico el mundo? ¡No! ¡Dios es grande!

El más Grande nos llama, en la Iglesia, a la grandeza. Solo se trata de verlo en lo sencillo de cada momento, desde el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María.

Dios, en su Amor eterno por nosotros, brinda o permite todas las ocasiones para que sus hijos nos encontremos, en Él, como hermanos. Todo es regalo absoluto de su Bondad inabarcable. Por eso, nosotros vemos, a cada instante, su Providencia. Especialmente allí donde el mundo ve «coincidencia», «alineación de astros», «energías que se juntan», «vibras» u otras ocurrencias nacidas de la falta de fe y, por lo tanto, de la ignorancia. Porque nunca será mucho repetir que la Fe y la razón son como las dos alas con las que el alma humana se eleva a la contemplación de la Verdad (cf. Fides et ratio). O sea: donde no se huye de la razón, la Fe se encuentra.

Todo el tiempo a los Sacerdotes, el Señor nos muestra sus manos generosas para que las almas se hallen en el Camino. Es un permanente DS (Dejarse sorprender) por sus detalles de Padre. Por eso, cuando se afirma «¡qué chico que es el mundo!», frente a la aparición de alguien conocido, en el lugar menos pensado, nosotros repetimos: «¡Dios es grande. Y en su Iglesia, el que busca, halla».

Una seguidilla de acontecimientos, que acaban de ocurrirme, me volvieron a confirmar en esto. En el hospital, en una de las habituales recorridas, la hija de una anciana agonizante me pidió la Unción para su mamá. Todavía estaba lúcida; y, por lo tanto, pudo participar bien del Sacramento. A la salida, la peticionante me dijo que estaba alejada de la Iglesia. «Es ésta tu ocasión para volver, hija –le dije–. ¡Hazle este regalo de despedida a tu mamá!». Me miró pensativa, y prometió meditarlo. En ese momento, arribó al pasillo una ex compañera de apostolado; con la que había compartido intensas actividades en la parroquia. Abrazos, emoción desbordante y sucesión de anécdotas. El encuentro fue Providencial. ¿Chico el mundo? No. ¡Dios es grande! En la despedida de su madre, junto a sus hermanos y esposas, me confió que la viejita le pidió que regresara a la Iglesia. Y, por supuesto, así lo haría.

A las pocas horas, debí llevar mi Ferrari (una fidelísima bicicleta que me acompaña desde mi ordenación sacerdotal), para inflar las gomas. Era la primera vez que me encontraba con el nuevo bicicletero. Le pregunté por su fe, y su familia. Me dijo que estaba con su mujer desde hace 23 años, y que tenían dos hijos.

– ¿Están casados por Iglesia?, le pregunté.

– Ni por Iglesia, ni por civil. Porque, de estarlo, perderíamos una pensión del gobierno…

– ¡Hijo! ¡Reconcíliense con Dios, cásense como Él manda, y no les faltarán los medios espirituales y materiales para seguir adelante…

Estaba terminando mi frase cuando, de pronto, apareció un amigo de su infancia: «Juan –le gritó con emoción–. ¡Estoy muy feliz! ¡Mi novia me acaba de decir que sí! Dios mediante, nos casaremos el 8 de Diciembre, el día de la Virgen». El bicicletero se quedó sin palabras. Alzó desde las ruedas su mirada hacia mí, y exclamó: «¡Padre! ¡Después de esto, no me queda alternativa! Cuando llegue a mi casa, le pediré a mi mujer que se case conmigo». «Y allí estará un servidor –le aclaré– para prepararlos, como corresponde, y celebrar el Sacramento». Abrazo y Bendición de despedida; y con la Ferrari en condiciones, volvimos a las pistas…

El semáforo impuso obligada pausa. Miro hacia mi derecha y veo a dos policías motorizados. Como siempre hago en estos casos, les repetí los famosos versos: De Dios y del policía, el hombre solo se acuerda cuando los necesita. Cuando el peligro es superado, Dios es olvidado, y el policía despreciado…

– ¡Padre! ¡Qué chico que es el mundo! ¡Hoy estoy especialmente necesitado de una Bendición!, me dijo uno de ellos.

– ¡Son tiempos difíciles!, agregó el otro.

Ahí nomás, frente al persistente rojo de la señal de tránsito les di la Bendición, y les regalé estampitas. Honrado, uno de ellos, me mostró el logo de su Comando, con la inscripción Deus vult. «Sí, padre –exclamó– Dios lo quiere. Cuando salimos a patrullar, le pedimos al Señor que podamos regresar a casa, al final del día. Y, si no, que vayamos directamente con Él». Palabras de aliento, los invité a que concurran a las misas que celebro; y deseos de un pronto reencuentro.

Gracia sobre gracia. Regalo sobre regalo. Y aún faltaba –como decimos en Argentina– «la cereza sobre la torta». Aquí, en La Plata, la zona de Villa Elisa y City Bell se caracteriza, entre otras condiciones, por tener muchas familias numerosas, practicantes y misioneras. Décadas de fervorosos y fieles sacerdotes, en diversas parroquias, fueron generando un ambiente católico propicio para que germinaran muchas vocaciones para toda la Iglesia: numerosos matrimonios, bien anclados en Cristo; y sacerdotes y religiosas para distintas congregaciones, y el clero secular. Una de esas familias, con papá, mamá y cinco hijos, me acompaña en los apostolados desde hace años. Cuando estaba como párroco en Sagrado Corazón de Jesús, de Cambaceres, atravesaba con frecuencia toda la ciudad para ayudarme en aquella exigente misión. El hijo mayor ingresará en fecha próxima, si Dios quiere, como postulante, a una de las congregaciones más prometedoras. Y, por eso, como una suerte de anticipada despedida, quisieron agasajarlo con un asado, en una popular parrilla de City Bell. Y allí estuvo, también, invitado, un servidor.

Tuvimos un almuerzo extraordinario. No solo por los buenos platos, sino fundamentalmente, por los buenos diálogos. Tras la acción de gracias, mientras nos retirábamos, se acercó un hombre de unos 50 años: «¡Padre! ¡Qué chico que es el mundo! ¡Mire dónde nos encontramos! ¿Se acuerda de mí?»

– Te veo cara conocida. Pero ayúdame un poquito, le respondí.

– Usted le dio la Unción en el hospital, a mi hijo, el 24 de diciembre. Se había dado un palo (choque) con la moto, y estaba que se moría. Gracias a Dios, salió y está muy bien. ¡Gracias, padre!

– ¡Gracias a Dios, hijo! Nosotros solo somos sus instrumentos. No, no es chico el mundo. ¡El Señor es grande!

Me dio un fuerte abrazo. Sus lágrimas corrieron generosas. Lo bendije, lo acompañé a su mesa, y bendije, también, a quienes lo acompañaban. Mientras me retiraba, hice lo propio con los servidores y demás empleados. «Felicitaciones. Es la primera vez que vine a esta parrilla. Muy rico todo. Recen y vayan a Misa. El mejor de todos los banquetes nos espera en el Cielo».

Antes de subir al coche, Ezequiel, el inminente postulante, alcanzó a decirme: «¡Padre! ¡Dios siempre pone en el camino a sus hijos! ¡Qué grande es el Sacerdocio!»

Por supuesto, querido hijo. Muchísimo más grande de lo que podemos llegar a imaginar. El más Grande nos llama, en la Iglesia, a la grandeza. Solo se trata de verlo en lo sencillo de cada momento, desde el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María. Allí el Amor nos muestra que, en el «chico mundo», Él hace nuevas todas las cosas (Ap 21, 5).

Pater Christian Viña
La Plata, martes 16 de septiembre de 2025.
Santos Cornelio, papa, y Cipriano, obispo, mártires.

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