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30.08.18

La roca sólida de la vida espiritual según un santo recluso

Barsanufio y Juan de Gaza, ícono de autor desconocido

  San Barsanufio nació en Egipto a mediados de siglo V y se consagró desde su juventud a la vida monástica. Ya muy avanzado en la vida espiritual, fue a establecerse en Palestina, en el monasterio fundado por san Séridos. Allí vivió como recluso hasta su muerte.

  San Séridos, higúmeno (superior) del monasterio, se encargó de asegurar todas las relaciones del recluso con el exterior, operando como secretario, puesto que san Barsanufio no salió jamás de su celda ni habló directamente con nadie. Los monjes acudían a él por escrito para hacerle consultas sobre la vida espiritual, manifestarle sus pensamientos y confiarle sus combates espirituales. Él, a su vez, dictaba las respuestas a su secretario. Es así como ha llegado a nosotros una larga serie de cartas, dirigidas no solo a los hermanos, sino también a laicos y obispos que venían a consultarlo.

  A través de sus respuestas, breves y sencillas, puede verse la gran humildad del recluso, que se sabe polvo y nada ante Dios, pero a la vez su ardiente caridad, su solicitud desbordante de ternura, de condescendencia y de paciencia. Atendiendo a las diversas necesidades de sus discípulos, san Barsanufio traza un camino de humildad, simplificación interior, abandono y confianza en la bondad infinita de Dios. Es el camino propio del monje, pero también de toda persona que desea alcanzar la verdadera santidad.

  Publicamos a continuación una de las cartas del recluso. La traducción española es nuestra, tomada de la edición francesa hecha por los monjes de la abadía de Solesmes.

  La referencia es la siguiente: Barsanuphe et Jean de Gaza, Correspondance. Recueil complet traduit du grec et du géorgien par les moines de Solesmes. Deuxieme edition, Solesmes, 1993.

  Los destacados y cursivas son nuestros.


  Un hermano pidió al Gran Anciano que rezara por él y que le indicara cómo hacerse digno de una vida pura y espiritual.

  Respuesta de Barsanufio:

  Amadísimo hermano en el Señor, Dios nos ha concedido andar fácilmente por el camino de sus voluntades, el cual conduce a la vida eterna. Te diré en qué consiste este camino y cómo podemos tomarlo para obtener así todos los bienes eternos. Puesto que nuestro Señor Jesús ha dicho: “Pedid y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7, 7), pide a este buen Dios que nos envíe el Espíritu Santo, el Paráclito. Cuando Éste viene, nos enseña sobre todas las cosas (Jn 14, 26) y nos revela todos los misterios. Pídele ser dirigido por Él. No deja ni error ni agitación en el corazón. No deja ni tedio ni entorpecimiento en el espíritu. Él ilumina los ojos, fortifica el corazón, eleva el espíritu. Adhiérete a Él, ten fe en Él, ámalo. Pues Él hace sabios a los insensatos, comunica su dulzura a la inteligencia, procura la fuerza, enseña y da gravedad, gozo y justicia, paciencia y suavidad, caridad y paz.

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11.07.18

La alegría del Espíritu Santo en la Regla de San Benito

Adalbert de VogueEl Padre Adalbert de Vogüé (1924-2011) entró como monje a la abadía de la Pierre-qui-Vire (Francia) en 1944. Fue un gran erudito y estudioso de la Regla de San Benito y de la tradición benedictina. Doctor en teología (París, 1959), fue profesor en el studium de la Pierre-qui-Vire y en el Colegio San Anselmo de Roma. Desde 1974 vivió como ermitaño en las proximidades de su monasterio. Escribió un comentario a la Regla de San Benito en siete volúmenes, y se le atribuyen más de 600 publicaciones. El 14 de octubre de 2011 murió solo en el bosque, donde fue encontrado ocho días más tarde.

En esta solemnidad de nuestro Padre San Benito, queremos compartir algunos extractos de su artículo “La alegría en el Espíritu Santo en San Benito”, aparecido en Vox Patrum 26, el año 2006 y luego publicado en la revista Collectanea Cisterciensia 71 (2009). Nos parece muy propicio este tema, dadas las dificultades en medio de las que vivimos en la Iglesia y en el mundo. Que San Benito nos alcance de Dios la gracia de permanecer gozosos en medio de las tribulaciones.

La traducción de este artículo del original francés es nuestra, así como todos los destacados.


La alegría del Espíritu Santo en San Benito 

Es un hecho singular que la alegría (gaudium) aparezca en la Regla de san Benito tan solo en dos pasajes en que se trata de mortificaciones o pruebas. Si dejamos aparte una frase del directorio del abad, donde san Benito le desea a éste que pueda “sentir la alegría de ver crecer su rebaño” (Regla 2, 32), las otras ocurrencias del sustantivo gaudium y del verbo gaudere, traen un sonido diferente e inesperado.

La alegría del monje en la prueba

En el capítulo de la humildad, primeramente, en ese “grado de humildad” particularmente largo y patético que es el cuarto -el monje debe enfrentarse “a cosas duras y contrariantes, incluso a toda suerte de daños que se le infligen”- san Benito cita un verso del salmo en que los desgraciados se quejan de ser tratados “como ovejas del matadero”, y agrega:

Con la seguridad que les da la esperanza de una recompensa divina, prosiguen gozosamente diciendo “Todas estas pruebas las superamos a causa de Aquel que nos ha amado.” (Regla 7, 39)

Esta nota de alegría (gaudentes) en medio de la prueba resuena nuevamente en el capítulo de la cuaresma. Allí se hace oír dos veces seguidas. Primero, san Benito invita a cada monje a “ofrecer” al Señor, además de las penitencias comunitarias, “alguna cosa que proceda de su propia voluntad”, especificando que esta ofrenda espontánea y costosa de cada uno ha de hacerse “en la alegría del Espíritu Santo” (cum gaudio Spiritus Sancti). Enseguida, reitera y precisa esta invitación:

Que cada uno sustraiga a su cuerpo algo de alimento, bebida, sueño, conversaciones, bromas, y que espere la santa Pascua con la alegría del deseo espiritual (Regla 49, 6).

Pruebas y alegría, renuncias y alegría: estas asociaciones paradójicas del cuarto grado de humildad y del capítulo sobre la cuaresma no son puras invenciones de san Benito. En ambos casos aparece claramente un sustrato escriturístico. Cuando se nos muestra, en el tratado de la humildad, al monje sufriente y alegre al mismo tiempo, debemos reparar en una pequeña palabra de tres letras que san Benito desliza en esta frase: si los probados superan alegremente su prueba, es porque tienen la “esperanza” (spe) de ser recompensados por Dios. Ahora bien, la esperanza va de la mano de la alegría, nos dice san Pablo: spe gaudentes. Esta palabra de la Epístola a los Romanos (12, 12) subyace al cuarto grado de humildad.

Más precisamente todavía, la “alegría del Espíritu Santo” mencionada en el capítulo de la cuaresma, nos recuerda otra palabra del Apóstol. Escribiendo a los Tesalonicenses, san Pablo los felicitaba de haber “recibido la Palabra, en medio de una gran tribulación, con la alegría del Espíritu Santo” (1 Tes 1, 6). La cuaresma de los monjes italianos del siglo VI les hace, por lo tanto, revivir la presencia del Espíritu Santo en los primeros cristianos de Tesalónica, perseguidos a causa de su adhesión de fe a Cristo: la prueba sufrida por su causa va acompañada de la alegría del Espíritu. Y cuando san Benito, reiterando su afirmación, nos hace confiar en que la espera de la Pascua irá impregnada de la “alegría del deseo espiritual”, pensamos no solamente en la palabra de la Epístola a los Romano evocada más arriba -spe gaudentes, “alegres a causa de la esperanza”- sino también en el “fruto del Espíritu, que es caridad, alegría, paz” y lo que sigue (Ga 5, 22). Si la alegría es calificada aquí de “espiritual”, es porque ella es, como el amor, uno de los dones del Espíritu Santo presente en el corazón del cristiano.

La alegría del monje, en san Benito, es entonces un concomitante de la prueba y un don del Espíritu Santo. Por otro lado, si san Benito no pronuncia esta palabra (gaudium) más que en esos dos pasajes de su Regla, en el cuarto grado de humildad y en el capítulo de la cuaresma, no hay que asombrarse que este tiempo que precede a la Pascua tiene para él un valor ejemplar: “En todo tiempo, la vida del monje debe ser una observancia de cuaresma” (Regla, 49). La “alegría del deseo espiritual”, con la cual miramos hacia la Pascua, simboliza entonces la “concupiscencia espiritual” con la cual “deseamos la vida eterna”, como dice uno de los Instrumentos de las buenas obras (Regla 4).

Por lo demás, los pocos pasajes en que san Benito pronuncia esta palabra “alegría” no debe hacernos olvidar dos paginas de la Regla en que aparece -sin la palabra- un estado de alma análogo. Una de ellas está al final del Prólogo. Después de haber definido el monasterio como una “escuela del servicio divino”, san Benito agrega algunas líneas donde formula primero su deseo de no imponer cosas penosas, luego nos pone en guardia contra el desánimo que podrían inspirar ciertas prescripciones, juzgadas como demasiado rigurosas e insoportables. No es más que un comienzo, nos dice:

El camino de la salvación no puede sino ser estrecho (cf. Mt 7, 14) al comienzo; pero a medida que avanzamos en el camino religioso y en la fe, el corazón se dilata, y se corre por el camino de los mandamientos de Dios (Salmo 118, 32) con una indecible dulzura de amor (Regla, Prólogo).

Sin pronunciar la palabra gaudium, san Benito evoca aquí un estado de alma muy cercano a la alegría. Esta, como en la escala de la humildad y el programa de cuaresma, resulta paradójicamente de la misma prueba: el camino estrecho del Evangelio, con todas sus renuncias, no estrecha el corazón, sino que lo ensancha y despliega. La caridad divina se apodera del hombre, llenándolo de su dulzura.

El otro pasaje en que aparece algo semejante a la alegría, es la conclusión del gran capítulo de la humildad. Con Casiano y el Maestro, san Benito evoca la dilatación en la cual culmina la ascensión de la humildad, que comienza con el temor del Señor y su juicio. A este temor inicial se sustituye finalmente el amor. Los tres autores varían ligeramente en la evocación de este último -al “amor del bien” (Casiano) o “de los buenos hábitos” (el Maestro), san Benito sustituye simplemente “el amor de Cristo”- pero los tres están de acuerdo en hablar de la “delectación de las virtudes” de la cual se acompaña este amor final. Ahora bien, encontrar gusto en el obrar virtuoso, ¿no es experimentar una cierta alegría? La alegría que dilata el alma es más frecuente de lo que parece en san Benito. Pero de forma muy coherente, esta alegría aflora siempre en el mismo contexto oblativo y sacrificial.

Dios nos llama a la alegría eterna, y desde aquí abajo, en la esperanza, podemos y debemos cultivar la alegría. Para fortificar nuestra convicción al respecto, podemos recordar dos pasajes de la Epístola a los Filipenses en que san Pablo reúne nuevamente alegría, oración y acción de gracias, como lo había hecho, algunos años antes, en su carta a los cristianos de Tesalónica. Esta Epístola a los Filipenses habla de la alegría en frecuentes pasajes, lo cual es tanto más notable, cuanto que san Pablo está entonces prisionero y camino del fin. Sin revisar todas estas menciones de la alegría, limitémonos a los dos pasajes que asocian la alegría a la oración y acción de gracias. He aquí el primero, que sigue al saludo inicial:

Doy gracias a Dios por todas las veces que me acuerdo de vosotros, en todas mis oraciones, rezando por vosotros con alegría (Fil 1, 3-4).

Comenzada así, la carta a los Filipenses se termina de la misma manera, y esta vez se trata de una frase que se nos ha hecho familiar a través de la liturgia:

Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito: estad alegres. Que vuestra buena conducta sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. No tengáis ninguna preocupación, sino que, en todo momento, por la oración y la súplica, acompañadas de acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios (Fil 4, 4-6).

Alegría, oración, acción de gracias: esta vez, los tres términos está puestos en el mismo orden que antes, cuando san Pablo se dirigía a los fieles de Tesalónica. Y este orden pone en relieve la alegría, nombrada la primera y expresamente prescrita “siempre”, con una repetición que subraya su necesidad. No se puede ser más formal sobre este deber de estar alegres sin cesar. 

Adalbert de Vogue

 

27.06.18

Amor y sacrificio en el corazón del Pontificado

Murillo, San Pedro en lágrimas, 1650Como preparación a la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo que celebraremos este viernes, compartimos con nuestros lectores un fragmento del maravilloso “Año Litúrgico” de Dom Guéranger-obra tan amada en los Monasterios, y que solemos traer a este Blog-, en su comentario a la liturgia de este día.

Dom Prosper Guéranger (Sablé, 1805-Solesmes, 1875), fue liturgista y restaurador de la orden benedictina en Francia. Ordenado en 1827, recuperó el antiguo priorato de Solesmes, del que tomó posesión en 1833, y en el cual llevó adelante el proyecto de restauración de la orden benedictina. Obtuvo el ascenso de Solesmes a abadía. Primer abad de Solesmes (1837) y superior de la Congregación de Francia, se convirtió en el alma del movimiento de restauración litúrgica. Entre sus principales obras cabe recordar las Instituciones litúrgicas (1840-1851) y el Año litúrgico (1841-1866).

 Aquí va el texto del Año Litúrgico (destacados para facilitar la lectura son nuestros)


¿Simón, hijo de Juan; me amas? He aquí el momento en que se escucha la respuesta que el Hijo del Hombre exigía del pescador de Galilea. Pedro no teme la triple interrogación del Señor. Desde aquella noche en que el gallo fue menos solícito para cantar que el primero de los Apóstoles para renegar de su Maestro, continuas lágrimas cavaron dos surcos en sus mejillas. Desde el patíbulo en que el humilde discípulo ha pedido le claven cabeza abajo, su corazón generoso repite, por fin sin miedo, la protesta que, desde la escena de las orillas del lago de Tiberíades, ha consumido silenciosamente su vida: “¡Sí, Señor, tú sabes que te amo!’”

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26.05.18

Oración imprescindible para el día de la Santísima Trinidad

 Rublev, la Trinidad, 1422

Es costumbre en los Monasterios, y desde hace mucho tiempo, rezar después de la hora de Prima del día de la Santísima Trinidad la famosa y antigua oración del “Quicumque” (llamada así por la palabra latina con que comienza), también conocido como el Símbolo Atanasiano. Es una magnífica oración teológica y un acto de fe en el misterio de la Santísima Trinidad y la Encarnación redentora, atribuida al gran defensor de la fe, San Atanasio de Alejandría.

Para quienes desconocen a este magnífico apologeta y doctor de la Iglesia, San Atanasio fue el gran luchador de la ortodoxia en los tiempos de la herejía arriana, que negaba tanto la divinidad como la humanidad de Jesucristo. A pesar de su joven edad, su papel fue clave durante el Concilio de Nicea (325). La defensa de la verdadera fe le significó sufrir cinco crueles destierros bajo distintos emperadores, no siendo sino hasta después de su muerte cuando la fe verdadera fue asumida en el Imperio. Tocar en la sacrosanta persona de Jesús, tal como había sido adorada por la Iglesia desde el tiempo de los Apóstoles, era herir el alma del venerable prelado en lo más profundo de su ser. Así, no solo tuvo que luchar contra la herejía de Arrio sino también contra quien había sido su amigo, Apolinar de Laodicea. Como dice de él un biógrafo, el ya “anciano obispo no podía ver desfigurada, ni siquiera por un amigo, la santa fisonomía de su Dios” (Paul Barbier, vida de San Atanasio).

Los invitamos entonces a unirse a la oración de los monjes mediante esta infaltable y magnífica oración trinitaria. Y amemos la figura de estos grandes mártires de la ortodoxia católica, que supieron abrazar la defensa íntegra de la verdad como Nuestro Señor, a costa de su propia vida.

Símbolo Atanasiano (va en formato español-latín):

 

1. Todo el que quiera salvarse, es preciso ante todo que profese la fe católica:

Quicúmque vult salvus esse, ante ómnia opus est, ut téneat cathólicam fidem:

2. Pues quien no la observe íntegra y sin tacha, sin duda alguna perecerá eternamente.

Quam nisi quisque íntegram in­vio­la­támque serváverit, absque dúbio in ætérnum períbit.

3. Y ésta es la fe católica: que veneremos a un solo Dios en la Trinidad santísima y a la Trinidad en la unidad.

Fides autem cathólica hæc est: ut unum Deum in Trinitáte, et Trinitátem in unitáte venerémur.

4. Sin confundir las personas, ni separar la sustancia.

Neque con­fun­déntes persónas, neque sub­stán­tiam separántes.

5. Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo.

Alia est enim persóna Patris, ália Fílii, ália Spíritus Sancti.

6. Pero el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una sola divinidad, les corresponde igual gloria y majestad eterna.

Sed Patris, et Fílii, et Spíritus Sancti una est divínitas, æquális glória, coætérna maiéstas.

7. Cual es el Padre, tal es el Hijo, tal el Espíritu Santo.

Qualis Pater, talis Fílius, talis Spíritus Sanctus.

8. Increado el Padre, increado el Hijo, increado el Espíritu Santo.

Increátus Pater, increátus Fílius, increátus Spíritus Sanctus.

9. Inmenso el Padre, inmenso el Hijo, inmenso el Espíritu Santo.

Imménsus Pater, imménsus Fílius, imménsus Spíritus Sanctus.

10. Eterno el Padre, eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo.

Ætérnus Pater, ætérnus Fílius, ætérnus Spíritus Sanctus.

11. Y, sin embargo, no son tres eternos, sino un solo eterno.

Et tamen non tres ætérni, sed unus ætérnus.

12. De la misma manera, no tres increados, ni tres inmensos, sino un increado y un inmenso.

Sicut non tres increáti, nec tres imménsi, sed unus increátus et unus imménsus.

13. Igualmente omnipotente el Padre, omnipotente el Hijo, omnipotente el Espíritu Santo.

Simíliter omnípotens Pater, omnípotens Fílius, omnípotens Spíritus Sanctus.

14. Y, sin embargo, no tres om­ni­po­tentes, sino un omnipotente.

Et tamen non tres om­ni­po­téntes, sed unus omnípotens.

15. Del mismo modo, el Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios.

Ita Deus Pater, Deus Fílius, Deus Spíritus Sanctus.

16. Y, sin embargo, no son tres Dioses, sino un solo Dios.

Et tamen non tres Dii, sed unus est Deus.

17. Así, el Padre es Señor, el Hijo es Señor, el Espíritu Santo es Señor.

Ita Dóminus Pater, Dóminus Fílius, Dóminus Spíritus Sanctus.

18. Y, sin embargo, no son tres Señores, sino un solo Señor.

Et tamen non tres Dómini: sed unus est Dóminus.

19. Porque así como la verdad cristiana nos obliga a creer que cada persona es Dios y Señor, la religión católica nos prohíbe que hablemos de tres Dioses o Señores.

Quia, sicut sin­gi­llátim unam­quám­que persónam Deum ac Dóminum confitéri christiána veritáte compéllimur: ita tres Deos aut Dóminos dícere cathólica religióne prohibémur.

20. El Padre no ha sido hecho por nadie, ni creado, ni engendrado.

Pater a nullo est factus: nec creátus, nec génitus.

21. El Hijo procede solamente del Padre, no hecho, ni creado, sino engendrado.

Fílius a Patre solo est: non factus, nec creátus, sed génitus.

22. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, no hecho, ni creado, ni engendrado, sino procedente.

Spíritus Sanctus a Patre et Fílio: non factus, nec creátus, nec génitus, sed procédens.

23. Por tanto hay un solo Padre, no tres Padres; un Hijo, no tres Hijos; un Espíritu Santo, no tres Espíritus Santos.

Unus ergo Pater, non tres Patres: unus Fílius, non tres Fílii: unus Spíritus Sanctus, non tres Spíritus Sancti.

24. Y en esta Trinidad nada hay anterior o posterior, nada mayor o menor: pues las tres personas son coeternas e iguales entre sí.

Et in hac Trinitáte nihil prius aut pos­térius, nihil maius aut minus: sed totæ tres persónæ coætérnæ sibi sunt et coæquáles.

25. De tal manera que, como ya se ha dicho antes, hemos de venerar la unidad en la Trinidad y la Trinidad en la unidad.

Ita ut per ómnia, sicut iam supra dictum est, et únitas in Trinitáte, et Trínitas in unitáte veneránda sit.

26. Por tanto, quien quiera salvarse, es necesario que crea estas cosas sobre la Trinidad.

Qui vult ergo salvus esse, ita de Trinitáte séntiat.

27. Pero para alcanzar la salvación eterna es preciso también creer firmemente en la encarnación de nuestro Señor Jesucristo.

Sed ne­ce­ssárium est ad ætérnam salútem, ut In­car­na­tiónem quoque Dómini nostri Iesu Christi fidéliter credat.

28. La fe verdadera consiste en que creamos y confesemos que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y Hombre.

Est ergo fides recta, ut credámus et con­fi­teámur quia Dóminus noster Iesus Christus, Dei Fílius, Deus et homo est.

29. Es Dios, engendrado de la misma sustancia que el Padre, antes del tiempo; y hombre, engendrado de la sustancia de su Madre santísima en el tiempo.

Deus est ex substántia Patris ante sǽcula génitus: et homo est ex substántia matris in sǽculo natus.

30. Perfecto Dios y perfecto hombre: que subsiste con alma racional y carne humana.

Perféctus Deus, perféctus homo: ex ánima rationáli et humána carne subsístens.

31. Es igual al Padre según la divinidad; menor que el Padre según la humanidad.

Æquális Patri secúndum di­vi­ni­tátem: minor Patre secúndum hu­ma­ni­tátem.

32. El cual, aunque es Dios y hombre, no son dos Cristos, sino un solo Cristo.

Qui, licet Deus sit et homo, non duo tamen, sed unus est Christus.

33. Uno, no por conversión de la divinidad en cuerpo, sino por asunción de la humanidad en Dios.

Unus autem non conversióne di­vi­ni­tátis in carnem: sed assumptióne humanitátis in Deum.

34. Uno ab­so­lu­tamente, no por confusión de sustancia, sino en la unidad de la persona.

Unus omníno, non confusióne substántiæ: sed unitáte persónæ.

35. Pues como el alma racional y el cuerpo forman un hombre; así, Cristo es uno, siendo Dios y hombre.

Nam sicut ánima rationális et caro unus est homo: ita Deus et homo unus est Christus.

36. Que padeció por nuestra salvación: descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos.

Qui passus est pro salúte nostra: descéndit ad ínferos: tértia die resurréxit a mórtuis.

37. Subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre to­do­poderoso: desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

Ascéndit ad cælos, sedet ad déxteram Dei Patris om­ni­po­téntis: inde ventúrus est iudicáre vivos et mórtuos.

38. Y cuando venga, todos los hombres resucitarán con sus cuerpos, y cada uno rendirá cuentas de sus propios hechos.

Ad cuius advéntum omnes hómines resúrgere habent cum corpóribus suis: et redditúri sunt de factis própriis ratiónem.

39. Y los que hicieron el bien gozarán de vida eterna, pero los que hicieron el mal irán al fuego eterno.

Et qui bona egérunt, ibunt in vitam ætérnam: qui vero mala, in ignem ætérnum.

 

13.03.18

La virtud cuaresmal por excelencia

La Magdalena, Guido Reni, 1642

En este santo y bendito tiempo de Cuaresma, hemos transcrito para nuestros lectores algunos pasajes de la obra del beato Columba Marmion, “Jesucristo, ideal del monje”. Todos los pasajes pertenecen al Capítulo VIII: “La compunción del corazón”. En la tradición monástica, el tema de la compunción es no solo recurrente, sino verdaderamente esencial. Es por la contrición del alma (un corazón quebrantado y humillado, tu no lo desprecias, dice el Salmo 50) por donde caminamos retornando hacia nuestro Padre. Es, como lo dice el título de este post, la virtud cuaresmal por excelencia, algo que debemos pedir en la oración y procurar en cuanto nos sea posible, a través de la práctica de la humildad interior, el examen de conciencia y la fidelidad a la acción de la gracia en nuestras vidas. He aquí los textos del gran Abad benedictino Dom Columba, cuya lectura de sus obras recomendamos vivamente. Los destacados son nuestros.


 “El espíritu de compunción es precisamente el sentimiento de contrición, que domina de un modo permanente en el alma. Constituye al alma en un estado habitual de odio al pecado; por los movimientos interiores que provoca, es medio eficacísimo contra las tentaciones.

 La compunción, como verdadera fuente de humildad y generosidad, induce al alma a aceptar sin reserva la voluntad divina, en cualquier forma que se manifieste, y a pesar de todas las pruebas a que la someta… Por el amor tan gravemente ofendido se somete de buen grado a cualquier contrariedad por dura y penosa que sea; y en ello encuentra además una fuente inagotable de méritos.

 Este sentimiento es también origen de viva caridad para con el prójimo. Si en nuestros juicios somos severos y exigentes con los otros, si descubrimos con ligereza las faltas de nuestros hermanos, carece nuestra alma del sentimiento de compunción, porque el alma que lo posee ve en sí misma los pecados y debilidades de que adolece, se contempla tal como es delante de Dios, lo cual basta para destruir en ella el espíritu de vanagloria y hacerla indulgente y compasiva con los demás.

 Otro fruto, y de los más preciosos, del espíritu de compunción, es el fortalecernos contra las tentaciones…Las tentaciones sufridas pacientemente son fuente de méritos para el alma, y ocasión de gloria para Dios; porque el que responde con constancia a la prueba acredita la potencia de la gracia.

 No nos amilanemos, pues, en la tentación, por frecuente y violenta que sea. Es una prueba, y Dios la permite para nuestro bien. Por fuerte que sea, no es un pecado mientras no nos expongamos voluntariamente a sus instigaciones y no consintamos en ella. Sentiremos tal vez su atractivo, su deleite; pero mientras la voluntad no ceda estemos tranquilos, porque Jesucristo está con nosotros y en nosotros.

El santo Patriarca sabía, pues, por experiencia lo que era la tentación, y cómo se la resiste. Ahora bien, ¿qué nos aconseja? Empleando el lenguaje de su ascesis, diremos que nos provee de tres «instrumentos» para combatir: «Velar a todas horas sobre la propia conducta; estar firmemente persuadidos de que Dios nos está mirando en todo lugar; estrellar en Cristo, sin demora, los malos pensamientos que nos sobrevengan».

Nada hay tan peligroso para el alma como una familiaridad de mala ley en nuestras relaciones con el Señor; y la compunción nos libera de ese peligro, porque, como dice el padre Fáber, nos lleva a aprovechamos mejor de los sacramentos, porque nos mueve a recibirlos con más humildad y arrepentimiento, con más vivo sentimiento de nuestras necesidades.

No son, ciertamente, nuestras fragilidades, las flaquezas de alma y cuerpo, las que ponen óbice a la gracia… lo que paraliza la acción de Dios en nosotros es el aferrarse al propio criterio, al amor propio, la fuente más fecunda de infidelidades y faltas deliberadas.

No hemos de creer que el gozo esté ausente del alma contrita: todo al contrario. Excitando el amor, avivando la generosidad, fomentando la caridad, la compunción nos purifica más y más, nos hace menos indignos de unirnos a nuestro Señor; nos da seguridad de perdón y confirma la paz del alma. De esta manera no disminuye en nada la alegría espiritual ni el encanto de la virtud, sino que lo acrecienta.

Dom Columba Marmion, Jesucristo ideal del monje, Cap. VIII