XXXIII. El modo de la enseñanza de Cristo

La enseñanza pública de Jesús[1]

En el artículo tercero de la cuestión dedicada a la enseñanza de Cristo, Santo Tomás, después de establecer que Cristo enseñó toda su doctrina, aunque a veces lo hiciera con parábolas, y confirmar esta tesis con: «lo que dice Él mismo «No he hablado nada a escondidas» (Jn 18, 20)»[2], resuelve tres objeciones posibles, que a su afirmación. La primera objeción, por la que parece que Cristo no debía enseñar públicamente toda su doctrina, es la siguiente: «Se lee en los evangelios que enseñó muchas cosas aparte a sus discípulos, como es evidente en el sermón de la Cena (cf. Jn 13). Por lo que también dijo: «Lo que habéis oído en secreto, será proclamado desde los terrados (Mt 10, 27; cf. Le 12, 3). Luego, no enseñó públicamente toda su doctrina»[3].

A ello, replica Santo Tomás: «Como escribe San Hilario de Poitiers, exponiendo las palabras de la objeción: «no leemos que el Señor acostumbrase a conversar por las noches, ni que enseñase su doctrina en las tinieblas; pero se refiere a lo oído aparte o en secreto, porque todos sus discursos son tinieblas para los hombres carnales, y sus palabras resultan noche para los infieles. Y así, lo dicho por Él debe ser divulgado entre los infieles con la libertad de la fe y de la confesión de la misma» (Com. Evang. S. Mat., c. 10)».

En cambio: «San Jerónimo da otra explicación y dice que el Señor usa de una comparación, porque «los enseñaba en un pequeño lugar de Judea» (Com. Evang. S. Mat., Mt 10, 27), lugar que era nada comparado con el mundo, en donde la doctrina de Cristo debía de ser divulgada mediante la predicación de los Apóstoles»[4].

En la segunda objeción, se argumenta que: «las profundidades de la sabiduría no deben exponerse más que a los perfectos, según palabras de San Pablo: «Enseñamos la sabiduría entre los perfectos» (1 Cor 2, 6); pero la doctrina de Cristo encerraba una sabiduría profundísima. Luego, no debía ser comunicada a una multitud imperfecta»[5].

En su respuesta, Santo Tomás precisa que: «El Señor no manifestó, con su enseñanza, todo lo profundo de su sabiduría a las turbas, ni aún a sus discípulos, a los que dijo en cierta ocasión: «Muchas cosas tengo aún que deciros, pero ahora no podéis comprenderlas» (Jn 16,12). Sin embargo, todo lo que creyó que debía enseñar de los misterios de su sabiduría, no lo enseñó en secreto, sino en público, aunque no todos lo entendiesen. Por lo cual dice Agustín: «Cuando el Señor dijo: «Abiertamente he hablado al mundo» (Jn 18-20), hay que entender que es como si hubiera dicho: Muchos me han oído. Y, por otra parte, no era abiertamente, porque no entendían» (Trat. Evang. S. Juan, 18, 13, trat. 113)»[6].

Enseñanza oculta

La tercera objeción se refiere a la enseñanza de Cristo en parábolas, en la que se ocultaba así su doctrina, y, por tanto, no la enseñaba toda, ya que: «no hay diferencia entre ocultar una verdad con el silencio y expresarla con palabras oscuras. Pero Cristo, ocultaba a las turbas la verdad que predicaba con la oscuridad de sus palabras, pues dice San Mateo que «no les hablaba sin parábolas» (Mt 13,34). Luego, igualmente podía ocultárselas con el silencio»[7].

En la correspondiente respuesta reconoce Santo Tomás que es cierto, como ya se ha dicho, que: «El Señor hablaba en parábolas a las turbas, porque no eran dignas ni capaces para recibir la verdad desnuda, que luego exponía a los discípulos». Sin embargo: «La expresión «no les hablaba sin parábolas» (Mt 13,34), según San Juan Crisóstomo, debe entenderse del discurso de las parábolas, porque otras veces hablaba a la muchedumbre de los judíos sin parábolas (Cf. Com. Evang. S Mat., hom. 47)».

Lo mismo observaba San Agustín sobre estas palabras evangélicas, al escribir: «no quiere decir que no les hablase nada en sentido propio, sino que casi no les explicó un discurso en que no mezclase alguna parábola con otras cosas expuestas en términos propios» (Diecisiete cuest. Evang. S. Mt., 13, 34, c. 15)»[8].

Al comentar todas estas palabras de Santo Tomás, que prueban la conveniencia de la enseñanza pública de Cristo de toda su doctrina, advertía Royo Marín que: «Esta doctrina interesantísima nunca perderá su actualidad. En pleno siglo de oro escribía Santa Teresa: «Hasta los predicadores van ordenando sus sermones para no descontentar. Buena intención tendrán y la obra lo será; mas así se enmiendan pocos.» Más ¿cómo no son muchos los que por los sermones dejan los vicios públicos? (Libro de la vida, c. 17, 7)»[9].

Algo parecido a esta queja de no ofrecer toda la doctrina de Cristo para no desagradar, parece ocurrir hoy en día. Así, por ejemplo, se dice que; «La predicación se mueve en ese campo de fuerzas originado por los polos del texto bíblico y la situación de los oyentes. El predicador es ambas cosas: abogado defensor de la asamblea de los oyentes y abogado defensor de la tradición (…) Cada predicador debe realizar de un modo original y creativo la tarea de actualizar el texto bíblico. Para ello puede apoyarse en sus experiencias pastorales, en acontecimientos concretos tanto de la vida internacional, nacional o local como de la vida de la comunidad o de la Iglesia universal, en noticias de la última semana, en programas de radio o televisión, en el cine, en la literatura moderna, en un hecho o vida ejemplar de la historia actual de Iglesia, etc. En esta tarea de actualización debe despedirse del mundo bíblico y sumergirse del todo en la vida de los oyentes»[10].

Por último, debe tenerse también en cuenta que, como notaba Newman, Cristo con las parábolas dejaba algo velado. Al comentar el pasaje evangélico: «Jesús al levantar la mirada y ver que venía hacia él una gran muchedumbre, le dijo a Felipe: ¿Dónde vamos a comprar pan para que coman estos? (Jn 6, 5), escribe el santo cardenal: «Tras estas palabras el evangelista añade: «lo decía para probarle, pues Él sabía lo que iba a hacer». Veis, pues, que las palabras de nuestro Señor tenían significados ocultos, y que Él no revelaba abiertamente todo su divino sentido de golpe. Desde el principio, Él sabía lo que iba a hacer, pero quería que sus discípulos hicieran progresos, quería cautivar y abrir sus mentes, antes de ponerse a instruirles; porque no todos son capaces de recibir sus palabras, y sobre los ciegos y los sordos las verdades más sagradas caen sin provecho alguno».

De una manera general, afirma que: «desde el principio y tanto en la Antigua como en la nueva Alianza, se puede decir que el Autor y Término de nuestra fe, por su misericordia, nos ha escondido cosas, y ha escuchado nuestras preguntas al tiempo que sabía perfectamente lo que estaba a punto de hacer. Las ha escondido, para revelarlas más tarde, de forma que mirando hacia atrás a lo que dijo e hizo, podamos ver lo que en su momento no vimos, y verlo, por tanto, con más fruto. Por eso se escondió ante los discípulos cuando caminaba con ellos hacia Emaús. Por eso, también José se escondió ante sus hermanos, en circunstancias distintas y al tiempo parecidas»[11].

El escándalo de los judíos

En el artículo segundo, se pregunta Santo Tomás, si la predicación de Cristo no tenía que haberse realizado sin el escándalo de escribas y fariseos. En primer lugar: «porque, como dice San Agustín: «En Jesucristo hombre se nos ofreció como modelo de vida el Hijo de Dios»; pero nosotros debemos evitar el escándalo, no sólo de los fieles, sino también de los infieles, según las palabras de San Pablo: «No seáis escándalo para los judíos, ni para los gentiles, ni para la Iglesia de Dios» (1 Cor 10, 32). Luego, parece que también Cristo debió evitar el escándalo de los judíos en su enseñanza»[12].

En segundo lugar, a idéntica conclusión parece llegarse, porque: «no es propio del sabio hacer cosas de modo que se impida el efecto de sus obras; pero Cristo, al perturbar con su enseñanza a los judíos, impedía el efecto de la misma, pues se lee en San Lucas que, por reprender el Señor a los fariseos y a los escribas: «comenzaron a acosarle terriblemente y a proponerle muchas cuestiones, poniéndole lazos para cogerle por alguna palabra de su boca» (Lc 11, 53-54), para acusarlo. Luego no parece haber sido conveniente que los ofendiese con su enseñanza»[13].

Por último, en tercer lugar: «tal como dice San Pablo: «No reprendas con dureza al anciano, sino que le debes amonestar como a un padre» (1 Tim 5, 1), pero los sacerdotes y los príncipes de los judíos eran los ancianos de aquel pueblo. Luego, parece que no debían ser reprendidos con dureza»[14].

En su comentario a este pasaje de San Pablo, el mismo Santo Tomás escribe: «se dice en el Levítico: «honra la persona del anciano» (Lev 19, 32). Por consiguiente, no hay que increparlos con acritud, sino rogarles. Dice también San Pedro: «A los ancianos («seniorem») que hay entre vosotros suplico yo también anciano» (1 Pe 5, 1). Y si Pedro anciano esto hacía ¿cuánto más un joven?»[15]

Sobre la primera razón, admite Santo Tomás que: «Nunca debe el hombre ofender a nadie, de manera que con sus dichos o hechos les sea ocasión de ruina». No obstante, precisa que: «como dice San Gregorio: «si de la verdad se origina el escándalo, antes se ha de sufrir el escándalo que hacer traición a la verdad» (Hom. Prof. Ezequ. l. 1, hom. 7)»[16].

Respecto a la segunda, nota que: «Con la reprensión pública de los escribas y fariseos, Cristo no impedía, antes promovía el efecto de su doctrina, porque cuanto más quedaban al descubierto su vicios ante el pueblo, menos se apartaba éste de Cristo, despreciando las invectivas de los escribas y los fariseos, que siempre se mostraban opuestos a la enseñanza de Cristo»[17].

En cuanto a la tercera y última, observa Santo Tomás que lo que dice San Pablo sobre el trato a los ancianos: «debe entenderse respecto de aquellos ancianos que no lo son sólo por la edad y por la autoridad, sino también por la honestidad de sus costumbres. Así se lee en Números: «elígeme setenta varones entre los ancianos su Israel, de los que tú sabes que son verdaderos ancianos del pueblo». Pero si convierten la autoridad en instrumento de malicia, pecando públicamente, entonces se les ha de reprender con dureza, como lo hizo Daniel diciendo: «Envejecido en la maldad, etcétera (Dn 13, 52)»[18].

Igualmente, en el comentario del versículo sobre la honra a los ancianos de San Pablo, también indica Santo Tomás que: «por el contrario, se lee en Isaías: «el niño de cien años morirá, y el pecador de cien años será maldito» (Is 65, 20). A ello hay que decir: el anciano por su excesiva malicia pierde la honra que merecen las canas y entonces hay que echárselo en cara»[19]

Además: «fue profetizado por Isaías que Cristo sería «piedra de tropiezo y roca de escándalo para las dos casas de Israel» (Is 8, 14)»[20]. Lo cual era muy beneficioso, porque, como explica Santo Tomás, por una parte: «La salvación del pueblo debe preferirse a la paz de cualquier hombre particular. Y, por este motivo, cuando algunos, con su maldad, son obstáculo a la salvación de la muchedumbre, no ha de temer el predicador o el doctor enfrentarse con ellos, mirando a la salvación de la multitud».

Por otra: «los escribas, los fariseos y los príncipes de los judíos se oponían con su maldad a la salvación del pueblo, ya porque combatían la doctrina de Cristo, de la que solamente podía venir la salvación; ya porque con sus costumbres depravadas corrompían también la vida del pueblo. Y por eso el Señor, sin hacer caso de su escándalo, enseñaba públicamente la verdad, que ellos aborrecían, y reprendía sus vicios. Y por eso, se lee en San Mateo que, cuando los discípulos dijeron al Señor: «¿No sabes que los judíos, al oír tus palabras, se han escandalizado?», les contestó: «Dejadlos. Son ciegos y guías de ciegos. Si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en la fosa» (Mt 15, 12, 14»[21].

La predicación oral de Cristo

El cuarto y último artículo de esta cuestión sobre la enseñanza de Cristo está dedicado a explicar porqué ésta fue sólo oral. Sostiene Santo Tomás afirma que: «fue conveniente que Cristo no expusiese por escrito su doctrina», por tres motivos.

El primero por su misma dignidad, ya que: «a más excelente doctor corresponde más alta manera de enseñar. Y, por eso, a Cristo, como a doctor excelentísimo, le competía este modo de enseñar, que consiste en imprimir su doctrina en los corazones de los oyentes. Por esto se lee en San Mateo: «que enseñaba como quien posee autoridad» (Mt 7, 29). Por esto, aun entre los filósofos gentiles, Pitágoras y Sócrates, que fueron eminentes doctores, no escribieron nada. Los escritos a esto se ordenan a imprimir la doctrina en los corazones de los lectores, como a su fin».

El segundo motivo se debe a: «la excelencia de la doctrina de Cristo, que no puede encerrarse en un escrito, conforme a aquellas palabras de San Juan: «Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús, que si se quisieran escribir una por una, me parece que todo el mundo no bastaría para contener los libros que se escribirían» (Jn 21, 25). Como dice San Agustín: «no hay que pensar que el mundo no podría contener los libros en su espacio, sino que no podían ser comprendidos por la capacidad de los lectores» (Trat. Evang. S. Juan, 21, 25, trat. 124). En suma, si Cristo hubiera puesto su doctrina por escrito, los hombres hubiesen medido la alteza de su doctrina por sus escritos». Hubieran podido pensar que toda ella era la expuesta en lo que había escrito.

Tercero y último: «para que su doctrina llegase ordenadamente de Él a todos los demás». Por ello, de este modo: «Él enseñó inmediatamente a sus discípulos, y éstos luego enseñaron a los demás de palabra y por escrito. En cambio, si hubiera escrito, su doctrina hubiera llegado inmediatamente a todos. Por esto se dice de la Sabiduría que: «envió sus doncellas a convocar desde lo alto de la ciudad» (Pr 9, 3)»[22].

Se comprende esta ordenación por la tesis de Santo Tomás, ya formulada más arriba: «pertenece al orden de la sabiduría divina que los dones de Dios y los secretos de su sabiduría no lleguen por igual a todos, sino que se lleguen inmediatamente a algunos y, por medio de ellos, se extiendan a los otros»[23].

Todo lo que viene de la sabiduría de Dios nos llega ordenadamente, La sabiduría divina ha dispuesto que sus dones procedan de manera escalonada. Sostuvo siempre Santo Tomás, siguiendo al neoplatónico Pseudo-Dionisio[24], el principio metafísico, que todos los bienes descienden gradualmente de lo superior a lo inferior por grados intermedios, tanto los espirituales como los corporales.

A pesar de esta justificación podría parecer que Cristo debió dejar por escrito su doctrina, porque: «la escritura se inventó para conservar el recuerdo de la doctrina en el futuro; y la doctrina de Cristo debía durar por siempre, según sus palabras: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Lc 21, 33)»[25].

Esta razón no ofrece dificultad alguna a lo probado, porque como: «dice San Agustín en Concordancia de los Evangelios: «Cristo es la cabeza de sus discípulos, los cuales son miembros de su cuerpo. De manera que cuando ellos escribían lo que Él les había enseñado, se puede bien decir que es Él mismo quien lo escribía, puesto que sus miembros realizaron lo que, al dictado de la cabeza, entendieron. Todo cuanto Él quiso que nosotros leyésemos sobre sus hechos y dichos, eso es lo que Él mandó que escribiesen aquellos que hacían de manos suyas» (Concord. Evang., l. 1, c. 35)»[26].

 

Eudaldo Forment

 

 



[1] Jan Brueghel el Viejo, El Sermón de la montaña (1598).

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 42, a. 3, sed c.

[3] Ibíd., III, q. 42, a. 3, ob. 1.

[4] Ibíd., III, q. 42, a. 3, ad 1.

[5] Ibíd., III, q. 42, a. 3, ob. 2.

[6] Ibíd., III, q. 42, a. 3, ad. 2.

[7] Ibíd., III, q. 42, a. 3, ob. 3.

[8] Ibíd., III, q. 42, a. 3, ad 3.

[9] Antonio Royo Marín, Jesucristo y la vida cristiana, Madrid, BAC, 1956, p. 285.

[10] Francisco Javier Calvo Guinda, Homilética, Madrid, BAC, 2003, p. 65.

[11] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, 8 vv., v. 7, Sermón 12, El festín del evangelio. , pp. 150-162, p. 150.

[12] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 42, a. 2, ob. 1.

[13] Ibíd., III, q. 42, a. 2, ob. 2.

[14] Ibíd., III, q. 42, a. 2, ob. 3.

[15] ÍDEM, Comentario a la Primera Epístola de San Pablo, C. IV, lec. 3.

[16] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 42, a. 2, ad 1.

[17] Ibíd., III, q. 42, a. 2, ad 2.

[18] Ibíd., III, q. 42, a. 2, ad 3.

[19] ÍDEM, Comentario a la Primera Epístola de San Pablo, C. IV, lec. 3.

[20] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica,  III, q. 42, a. 2, sed c.

[21] Ibíd., III, q. 42, a. 2, in c.

[22] Ibíd., III, q. 36, a. 2, in c.

[23] Ibíd., III, q. 36, a. 2, in c.

[24] Véase: PSEUDO DIONISIO AREOPAGITA, Jerarquía eclesiástica, y Jerarquía celeste en Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita,  Madrid, BAC, 1995.

[25] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica,  III, q. 42, a. 4, ob. 1.

[26] Ibíd., III, q. 42, a. 4, ad. 1.

 

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