(685) La predicación católica, no arriana ni pelagiana

 –Hoy, 20 de mayo, la Iglesia celebra a San Bernardino de Siena.

–El mayor predicador de la Orden franciscana. Como lo es San Vicente Ferrer de la Orden dominicana. Les pido a los dos que intercedan por mí para que diga de la predicación evangelizadora la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Y para que ayuden a los lectores.

 

–Id y predicad el Evangelio a toda criatura

Normalmente los errores que surgen dentro de la Iglesia son variantes de los mismos errores que ya se propagaron más o menos anteriormente, en algunos casos hace siglos. No es frecuente que se difundan en el presente «errores completamente nuevos», en parte porque ya fueron rechazados por la Iglesia en su momento. Pero «haberlos, haylos».

El deber de no predicar el Evangelio, creo yo, es un error completamente nuevo. Quienes lo propugnan argumentan que el amor al prójimo exige respetarlo en su forma de pensar y de vivir, también en su propia religiosidad, si es que la tiene. Predicar a hombres concretos el Evangelio de Cristo, como palabra de Dios, alegando que deben cambiar por Su gracia sus pensamientos y caminos, aceptando por Cristo los pensamientos y caminos de Dios (Is 55,8-9), viene a ser de hecho un proselitismo inadmisible: «Tú debes cambiar tu erróneo pensamiento, y aceptar lo que yo te digo, pues es Palabra de Diios». Obviamente, dicen, este modo de predicar es un atropello, que pisotea el respeto debido a toda persona humana.

Sí, ya sabemos que así predicaban Jesús y sus Apóstoles, «enviados (missio, misioneros) a predicar el Evangelio. Pero estamos viviendo tiempos nuevos. Y de hecho, una «nueva» teología de la misión niega propiamente el derecho y la obligación de predicar. En varias y diferentes entrevistas a misioneros, por ejemplo, han declarado abiertamente y con cierto orgullo: «No, nosotros en la misión respetamos a sus habitantes, les hacemos el bien de muchas maneras, pero propiamente no les predicamos el Evangelio, ni tampoco rechazamos sus creencias. A veces aprendemos de ellos más de lo que les enseñamos». Estos pseudo-misioneros podrían decir eso mismo, pero más en bruto: «Estaban muy equivocados aquellos misioneros antiguos que predicaban a los paganos: debeis abandonar la religión recibida de vuestros antepasados, y aceptar la que ahora os predicamos nosotros».

Realmente estamos ante una teología nueva de la misión. Totalmente nueva, y consiguientemente falsa. Enseña y practica la evangelización de las naciones de una forma contraria e incompatible con la enseñanza y el ejemplo de Cristo y de sus Apóstoles, y con la tradición evangelizadora de XX siglos de historia de la Iglesia.

Nunca como hoy se ha predicado tan poco el Evangelio. A veces porque en más de medio mundo –islamismo, budismo, Nuevo Orden Mundial– «está prohibido». Otras veces por los errores que  enmudecen la predicación en no pocos predicadores y misioneros. Otras, por la escasez de las vocaciones. Otras, por la disminución de calidad en la enseñanza –historia, filosofía, Biblia, teología, moral, apologética, etc.– en Seminarios, Noviciados y en Centros académicos diversos. Me refiero sobre todo al Occidente cristiano decadente.

 

Hay que predicar a todos, para que todos reciban por Cristo la salvación

«El justo vive de la fe» (Rm 1,17; +Gal 3,11; Heb 2,4; 10,38 et passim). «La fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (Rm 10,17). Predicadores y misioneros han sido elegidos y enviados por Dios para realizar en el mundo el ministerio más necesario, el más urgente y transcendental, el más benéfico: la evangelización de toda criatura, también de los judíos y no católicos. Así lo hizo Cristo, y así lo realizó la Iglesia de Oriente y Occidente en todos los siglos… Es la misión principal de la Iglesia, que de sí misma habría de decir como San Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizara!» (1Cor 9,16).

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¿Y qué es «predicar»?

Refiere San Lucas que Cristo envió a los apóstoles «para que prediquen en su nombre la conversión de los pecados en todas las naciones» (Lc 24,47). Y añade San Mateo: «enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 20). San Pablo, el máximo predicador del Evangelio de Cristo, lo explica más:

Nuestro Señor y Salvador Jesucristo le dijo: «Yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a  la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y parte en la herencia de los consagrados» (Hch 26,18). En Listra, Pablo cura a un cojo de nacimiento, y el pueblo quiere ofrecerles a Pablo y a Bernabé un sacrificio, como si fueran dioses, pero ellos lo rechazan: «¿Qué hacéis? También nosotros somos humanos de vuestra misma condición. Y os anunciamos esta Buena Noticia: que dejéis los ídolos vanos y os convirtáis al Dios viviente, que hizo el cielo y la tierra y el mar y todo lo que contienen» (Hch 14,14-15), creyendo a su enviado Jesucristo resucitado, Hijo de Dios y Salvador del mundo.

+La palabra «predicar», como su etimología lo indica (prae-dicare deriva de dicare) significa «decir con fuerza, proclamar con autoridad). El predicador que, con falsa humildad, ofrece opiniones, no está predicando. Quienes oían a Cristo «se maravillaban de su doctrina, pues la enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,22). La necesidad y el valor de la predicación verbal está expresada en la exhortación de San Pablo: «Predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo» (2Tim 4,2).

+La predicación habla en el nombre de Cristo, y los oyentes han de saberlo en todo momento, y más aún los predicadores. Cristo envía a predicar «en su nombre». «El que a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10,16; +Jn 13,20).  San Pablo vive esa reakudad y la predica: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros» (2Cor 5,20). Bueno es entender «qué» se nos dice en la predicación, pero aún más importante es saber «quién» nos está hablando en ella «con autoridad» docente.

En la liturgia de la palabra se hace máxima esa presencia elocuente de Cristo maestro: es «él mismo quien nos habla desde el cielo» (Heb 12,25); «es él quien nos habla» (Vat. II, SC 7).

+La predicación cristiana llama a la conversión, y si no lo hace, no es cristiana. Consta que el Bautista inició su predicación diciendo: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos» (Mt 3,2). Con esas mismas palabras comienza Jesucristo su ministerio público (Mt 3,2). Y en la Ascensión profetiza Cristo que «en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos» (Lc 24,47). Ésa la misión principal de los Apóstoles, y la de sus Sucesores episcopales y presbiterales. La predicación cristiana habla en el nombre de Cristo, que recibió del cielo «el nombre de Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).

+La predicación del Evangelio se da juntamente por el testimonio de la palabra y de la vida. Posteriormente al Vaticano II, y sin derivarse de él, se produjo una devaluación de la predicación por la palabra y una sobrevalorización del testimonio de vida. Pablo Vi, en su exhortación apostólica Evangelii Testificatio (8-12-1975), que da el más perfecto magisterio apostólico –que yo conozca– sobre el misterio de la evangelización, dio luz prontamente a la cuestión.

«Jesús mismo ha sido el primero y el más grande evangelizador. Lo ha sido hasta el final, hasta la perfección, hasta el sacrificio de su existencia terrena» (n.7). Y el Papa, en años de devaluación del testimonio de la palabra y de suma exaltación del testimonio de vida, que él elogia, declara:

«Y, sin embargo, esto sigue siendo insuficiente, pues el más hermoso testimonio [de vida] se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado –lo que Pedro llamaba dar “razón de vuestra esperanza” (1Pe 3,15)–, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús. La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida (n.22).

Estos avisos pontificios, tan realistas, han sido generalmente ignorados. Hoy apenas se da un testimonio de la palabra que revele a Cristo, a sus enseñanzas y caminos, pues ocasionará persecución no pocas veces. Y predomina el silencioso testimonio de vida, aunque raramente se da en forma tan fiel al Evangelio que resulte elocuente. 

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+La predicación ha de ser católica, y no arriana o pelagiana. Arrio negaba ls divinidad de Jesucristo, y Pelagio la necesidad de la gracia. Ambos errores hoy, y a lo largo de la historia, han ido siempre de la mano, expresando uno lo que dice el otro. En lógica consecuencia,

* las predicaciones filoarrianas y filopelagianas, hoy tan frecuentes en medios «católicos», deben ser cuidadosamente evitadas por los predicadores, y rechazadas por los oyentes. Son prédicas horizontales, voluntaristas, que no van más allá de los valores morales del mundo en que vive el predicador y sus oyentes; que no ocasionan rechazo ni desprestigio; que lo mismo podrían ser proclamadas por un comunista ateo o por un masón; que pueden ser recibidas por personas que no tienen la fe cristiana; que denuncian males y exhortan a vencerlos con la fuerza de la propia voluntad; y sobre todo, el signo más importante: que apenas nunca nombran a Dios, a Cristo Salvador, a la necesidad de la gracia, como no sea al paso y como por cumplir.

* Las predicaciones católicas centran todo en Cristo, traten de lo que sea. Porque en todo momento son conscientes de la divinidad de Cristo Salvador: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15,5); y «en ningún otro nombre [sino el de Jesús] hay salvación, pues un solo nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, en el que podamos ser salvados» (Hch 4,12). Toda predicación católica cree y confiesa que sin la gracia de Dios no puede el hombre hacer obra meritoria del cielo. Y esa convicción ha de proclamarse siempre, implícita o explícitamente: «es Dios quien actúa en vosotros el querer y el obrar, según su beneplácito» (Flp 2,13).

Pablo VI, en su exhortación apostólica Evangelii testificatio (1971), sintetiza la teología y la espiritualidad de la predicación del Evangelio en esta sola frase lapidaria: «No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios» (n.22). Según eso, muchas predicaciones no son evangélicas, o apenas lo son.

La colecta en favor de la comunidad de Jerusalén, organizada por San Pablo con los corintios, nos da una enseñanza plena de cómo debe ser toda acción cristiana, y concretamente la predicación del Evangelio y la limosna (2Cor 8-9).

Con ocasión de una gran pobreza que sufre la comunidad cristiana de Jerusalén, escribe a los corintios exhortándolos a la limosna, que ha de ser «una obra de caridad que hacemos para gloria del Señor» y para ayuda de nuestros hermanos. Deben dar todo lo que Dios quiera concederles dar, pues «el que siembra con largueza, con largueza cosechará», y de modo que «por nuestra mediación produzca acción de gracias a Dios», y suscite en los fieles beneficiados «copiosa acción de gracias a Dios, pues experimentando la comunicación de vuestra ayuda, glorifican a Dios por vuestra obediencia al Evangelio de Cristo, y asimismo por su oración por vosotros, a quienes aman a causa de las gracias eminentes de Dios en vosotros. Gracias a Dios por su inefable don». 

Continuamente el Apóstol motiva en su carta a los corintios nombrando la gloria de Dios, de Cristo, del Evangelio, de la misma Iglesia. Pero sobre todo lo dicho, señala con toda  precisión la razón-motora principal de la gran Colecta fraternal cuando escribe: «Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico [siendo Dios], se hizo pobre [encarnación], para enriquecernos [deificarnos] por su pobreza [humanidad]» (8,9). Llega San Pablo a considerar la ofrenda de la limosna comunitaria como una ofrenda litúrgica: «.. pues el ministerio de este servicio» (öti e diakonía tes leitourgías) (9,11)

Esa prédica de San Pablo, en este caso para promover una colecta benéfica, es netamente evangélica y católica, pues estimula en los cristianos corintios «la fe operante por la caridad» (Gál 5,6), y no un moralismo naturalista, meramente voluntarista y emotivo. De modo que queda a millones de años luz de aquellas predicaciones afectadas de la miseria arriana y pelagiana, hoy predominantes, donde no se menciona a Cristo como fuente impulsora de la buena acción.

* La predicación católica ha de ser siempre doxológica, siempre finalizada en la glorificación de Dios y de su Cristo. Y de su Iglesia. Por el contrario, la predicación es naturalista, y no es católica, cuando está principalmente ordenada a suscitar un bien natural por medios naturales. No pongo ejemplos, pues muy probablemente el lector los conoce sobradamente por experiencia.

También aquí nos ayuda San Pablo a entenderlo: «Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1Cor 10,31). «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16).

* Y la predicación ha de ser siempre soteriológica, procurando la sanación de los oyentes  y su salvación eterna. En efecto, la predicación católica, fiel a Cristo, pretende siempre la conversión que haga pasar a los malos a ser buenos, y a los buenos a ser mejores: «sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,44). Y al mismo tiempo pretende su salvación. «Si no hiciereis penitencia, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3.5).

Tengamos en cuenta que, como ya citamos de Pablo VI (Evangelii testificatio, 7), «Jesús mismo ha sido el primero y el más grande evangelizador». La predicación católica ha de mantener viva al paso de los siglos su misma predicación. Y él evangelizó poniendo siempre como trasfondo la salvación o la condenación eterna de los hombres. Así lo refieren los Evangelios en 50 ocasiones distintas, referidas cada una por uno o varios evangelistas. (Pueden verse reproducidas en los artículos (08) y (09) «Salvación o condenación» de mi blog en InfoCatolica.com). Una predicación que sistemáticamente silencie siempre el formidable tema de la soteriología no es católica, evidentemente, pues falsifica gravemente el Evangelio. Lamentablemente esta eliminación de la soteriología predomina en la predicación actual de las Iglesias descristianizadas.

* La predicación católica es incesante, 1) pues el justo vive de la fe, y la fe se alimenta de la predicación (Rm1,17 y 10,17). Y 2) porque el Evangelio ha de llegar a todas las naciones (Mt 28,19). También los laicos han de colaborar a difundir el testimonio de la Palabra, aunque lo más propio de ellos es el testimonio de vida. En forma explícita han de evangelizar también ellos, pero, digamos, ocasionalmente: «Estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1Pe 2,15).

Pero Obispos, presbíteros y diáconos, quienes por el sacramento del Orden han sido especialmente elegidos, llamados, consagrados, potenciados y enviados por Dios para la predicación de su Palabra (Vat.II, CD 12-14; PO 4), es mucho más apremiante el glorioso deber de la predicación evangélica. Éstos no han limitarse a predicar «cuando se lo pidan», pues quizá pocas veces predicarían. Por el contrario, el mandato apostólico es urgente: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, corrige, reprende, exhorta con toda magnanimidad y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina… y se volverán a las fábulas. Pero tú vela en todo, soporta los sufrimientos, cumple tu tarea de evangelizador, ejerce tu ministerio» (2Tim 4,3.5)…

Es una gran pena que estas graves normas evangélicas de la predicación «católica» no se hayan cumplido suficientemente en las Iglesias descristianizadas, tolerantes con numerosos errores. Por eso se han descristianizado, porque las tinieblas del mundo han vencido en gran medida a los llamados a ser «luz del mundo» (Mt 5,14). «Cuida que tu luz no tenga parte de tinieblas» (Lc 11,25).

* * *

Muchos puntos más conviene tratar sobre la predicación «católica», y en el próximo artículo, Dios mediante, he de exponer sobre todo las virtudes necesarias en el predicador. Pero antes de terminar este artículo, quiero dejar señalado el vínculo esencial que une

* la predicación católica y la oración. Sin vida de oración no es posible una predicación luminosa y persuasiva. En toda predicación evangélica ha de cumplirse la fórmula de Santo Tomás y de los dominicos: «contemplata aliis tradere» (SThlg II,188,6); comunicar a otros lo contemplado en la oración. No basta en la predicación «hablar de oídas», sino que es preciso en ella dar testimonio de «lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20)… ¿Cómo podrá hablar de Dios aquel que no habla con Dios?… «Contemplad al Señor y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). El predicador del Evangelio ha de difundirlo con su palabra y con su oración.

De Santo Domingo de Guzmán se decía que hablaba «con Dios o de Dios». Es la norma de la Orden de Predicadores, que se ha difundido, por ejemplo, en los Carmelos, en cuya entrada figura a veces el aviso:

«Hermano, una de dos, o no entrar o hablar de Dios. Que en la casa de Teresa esta ciencia se profesa».

José María Iraburu, sacerdote

 

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