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21.12.15

La religión verdadera –3

El 6 de agosto de 2000, la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF), con la aprobación del Papa Juan Pablo II, emitió la Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (en adelante citada como DI). Éste fue uno de los documentos doctrinales más importantes del largo pontificado de San Juan Pablo II. Cabe subrayar que en ese entonces el Prefecto de la CDF era el Cardenal Joseph Ratzinger, luego Papa Benedicto XVI.

En el contexto del diálogo interreligioso impulsado por el Concilio Vaticano II han surgido o prosperado algunas teorías teológicas relativistas, que ponen en peligro el perenne anuncio misionero de la Iglesia. La DI pretende volver a exponer la doctrina de la fe católica sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Cristo y de la Iglesia y refutar los errores que se le oponen (cf. DI, nn. 1-4). En otras palabras, el objetivo de la DI es reafirmar la profesión de fe católica en el catolicismo como única religión verdadera, contra el relativismo teológico. Para demostrar esto, a continuación citaré varios textos clave de la DI.

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12.12.15

La religión verdadera

Iniciaré esta reflexión citando algunas partes de la conferencia impartida por el Cardenal Joseph Ratzinger en la Sorbona de París el 27/11/1999:

“Al final del segundo milenio, el cristianismo vive (…) una honda crisis que resulta de su pretensión a la verdad. Esta crisis tiene una dimensión doble; primero, se plantea cada vez más la cuestión de si es justo, en el fondo, aplicar la noción de verdad a la religión: en otros términos, si le es dado al hombre conocer la verdad propiamente dicha sobre Dios y las cosas divinas.

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11.11.15

Las crisis de las culturas (Cardenal Joseph Ratzinger)

1. Reflexiones sobre culturas que hoy se contraponen

Vivimos una época de grandes peligros y grandes oportunidades para el hombre y para el mundo, un momento de gran responsabilidad para todos nosotros. Durante el siglo pasado, las posibilidades del hombre y su dominio sobre la materia crecieron de manera realmente inimaginable. Pero su capacidad para disponer del mundo ha hecho que su poder de destrucción haya alcanzado unas dimensiones que, a veces, nos causan verdadero pavor. En ese contexto, surge espontáneamente la idea de la amenaza del terrorismo, esa nueva guerra sin límites y sin frentes establecidos.

El temor de que ese fenómeno pueda muy pronto apoderarse de armas nucleares y biológicas no es, ni mucho menos, infundado; de modo que en el seno de los estados de derecho se ha tenido que recurrir a sistemas de seguridad que en épocas precedentes no existían más que en los regímenes dictatoriales. Con todo, se tiene la sensación de que, en realidad, todas esas precauciones jamás serán suficientes, porque no es posible ni deseable un férreo control sobre toda clase de armamento.

Menos visibles, pero no por ello menos inquietantes, son las posibilidades de auto-manipulación que el hombre ha conseguido. Ha logrado sondear los entresijos más recónditos del ser, ha descifrado los códigos más profundos del ser humano y ahora es capaz, por así decir, de «construir» por sí mismo al hombre que, de ese modo, no viene al mundo como don del Creador, sino como producto de una manipulación humana; un producto que, en consecuencia, puede ser seleccionado según las exigencias que nosotros mismos fijamos. Desde esa perspectiva, sobre ese hombre ya no brilla el esplendor de ser imagen de Dios, que es lo que le confiere su dignidad y su inviolabilidad, sino sólo el poder de las capacidades humanas. El hombre ya no es otra cosa que imagen del hombre. Pero, ¿de qué hombre?

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8.11.15

Discurso del Biglietto (Beato Cardenal John Henry Newman)

Le agradezco, Monseñor, la participación que me hecho del alto honor que el Santo Padre se ha dignado conferir sobre mi humilde persona. Y si le pido permiso para continuar dirigiéndome a Ud., no en su idioma musical, sino en mi querida lengua materna, es porque en ella puedo expresar mis sentimientos, sobre este amabilísimo anuncio que me ha traído, mucho mejor que intentar lo que me sobrepasa.

En primer lugar, quiero hablar del asombro y la profunda gratitud que sentí, y siento aún, ante la condescendencia y amor que el Santo Padre ha tenido hacia mí al distinguirme con tan inmenso honor. Fue una gran sorpresa. Jamás me vino a la mente semejante elevación, y hubiera parecido en desacuerdo con mis antecedentes. Había atravesado muchas aflicciones, que han pasado ya, y ahora me había casi llegado el fin de todas las cosas, y estaba en paz.

¿Será posible que, después de todo, haya vivido tantos años para esto? Tampoco es fácil ver cómo podría haber soportado un impacto tan grande si el Santo Padre no lo hubiese atemperado con un segundo acto de condescendencia hacia mí, que fue para todos los que lo supieron una evidencia conmovedora de su naturaleza amable y generosa. Se compadeció de mí y me dijo las razones por las cuales me elevaba a esta dignidad. Además de otras palabras de aliento, dijo que su acto era un reconocimiento de mi celo y buen servicio de tantos años por la causa católica, más aún, que creía darles gusto a los católicos ingleses, incluso a la Inglaterra protestante, si yo recibía alguna señal de su favor. Después de tales palabras bondadosas de Su Santidad, hubiera sido insensible y cruel de mi parte haber tenido escrúpulos por más tiempo.

Esto fue lo que tuvo la amabilidad de decirme, ¿y qué más podía querer yo? A lo largo de muchos años he cometido muchos errores. No tengo nada de esa perfección que pertenece a los escritos de los santos, es decir, que no podemos encontrar error en ellos. Pero lo que creo poder afirmar sobre todo lo que escribí es esto: que hubo intención honesta, ausencia de fines personales, temperamento obediente, deseo de ser corregido, miedo al error, deseo de servir a la Santa Iglesia, y, por la misericordia divina, una justa medida de éxito.

Y me alegra decir que me he opuesto desde el comienzo a un gran mal. Durante treinta, cuarenta, cincuenta años, he resistido con lo mejor de mis fuerzas al espíritu del liberalismo en religión. ¡Nunca la Santa Iglesia necesitó defensores contra él con más urgencia que ahora, cuando desafortunadamente es un error que se expande como una trampa por toda la tierra! Y en esta ocasión, en que es natural para quien está en mi lugar considerar el mundo y mirar la Santa Iglesia tal como está, y su futuro, espero que no se juzgará fuera de lugar si renuevo la protesta que hecho tan a menudo.

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7.11.15

¿Verdad del cristianismo? (Cardenal Joseph Ratzinger)

Al final del segundo milenio, el cristianismo vive, en el terreno de su expansión original, Europa, una honda crisis que resulta de su pretensión a la verdad. Esta crisis tiene una dimensión doble; primero, se plantea cada vez más la cuestión de si es justo, en el fondo, aplicar la noción de verdad a la religión: en otros términos, si le es dado al hombre conocer la verdad propiamente dicha sobre Dios y las cosas divinas.

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