Philip Trower, El alboroto y la verdad -5

El alboroto y la verdad

Las raíces históricas de la crisis moderna en la Iglesia Católica

por Philip Trower

Edición original: Philip Trower, Turmoil & Truth: The Historical Roots of the Modern Crisis in the Catholic Church, Family Publications, Oxford, 2003.

Family Publications ha cesado su actividad comercial. Los derechos de autor volvieron al autor Philip Trower, quien dio permiso para que el libro fuera colocado en el sitio web Christendom Awake.

Fuente: http://www.christendom-awake.org/pages/trower/turmoil&truth.htm

Copyright © Philip Trower 2003, 2011, 2017.

Traducida al español y editada en 2023 por Daniel Iglesias Grèzes con autorización de Mark Alder, responsable del sitio Christendom Awake.

Nota del Editor:Procuré minimizar el trabajo de edición. Añadí aclaraciones breves entre corchetes en algunos lugares.

Capítulos anteriores

Prefacio

Parte I. Una vista aérea

Capítulo 1. Reforma

Capítulo 2. Rebelión

Capítulo 3. El partido reformista - Dos en una sola carne

Capítulo 4. Nombres y etiquetas

Parte II. Una mirada retrospectiva

Capítulo 5. Los pastores

Vistas desde afuera, la vida católica en la década y media entre 1945 y 1960 parecía en general sana y fuerte, y las perspectivas de la Iglesia parecían bastante espléndidas.

Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, tenía una población creciente de católicos aparentemente fervientes y fieles. En verdad parecía que los católicos pronto convertirían a Estados Unidos en un país católico simplemente teniendo más bebés y superando en votos a sus conciudadanos en las urnas. Los estadounidenses, alemanes, irlandeses y holandeses daban dinero [a la Iglesia] generosamente y, junto con los italianos, enviaban al extranjero grandes cantidades de misioneros. Francia, Alemania e Italia, gobernadas durante generaciones por políticos hostiles a la Iglesia, habían producido repentinamente un puñado de estadistas o parlamentarios excepcionalmente capaces y partidos católicos con mayorías o casi mayorías. España y Portugal estaban bajo el control de autócratas católicos capaces. La Misa dominical, por lo general, todavía tenía una buena asistencia. A pesar de las pérdidas, Roma parecía retener a sus miembros mejor que las iglesias protestantes principales.

La Iglesia también había experimentado una recuperación notable, aunque limitada, de prestigio intelectual, y durante varias generaciones había atraído una corriente de conversos notables: escritores, pensadores y hombres de ciencia. Estos conversos contribuyeron a la recuperación, además de ser fruto de ella. Por supuesto, nadie creía que todo fuera perfecto. No hay períodos perfectos en la historia de la Iglesia. Pero parecía haber motivos para mirar al futuro con confianza, y para la mayoría de la gente el Concilio no sacudió de inmediato estas  expectativas optimistas.

Luego, en julio de 1968, el Papa Pablo VI emitió la Humanae Vitae, y quedaron al descubierto realidades más profundas y bastante diferentes.

Contradiciendo lo que habían enseñado solemnemente sólo cuatro años antes en el documento del Concilio sobre la Iglesia, Lumen Gentium —es decir, que “la sumisión religiosa de la mente y la voluntad debe manifestarse de manera especial a la auténtica enseñanza y autoridad del Romano Pontífice incluso cuando él no habla ex cathedra“, y lo que habían dicho de un modo igualmente explícito sobre la anticoncepción en el documento Gaudium et Spes— la mayoría de las jerarquías occidentales y algunas en otros lugares repudiaron ahora la encíclica del Papa en una serie de declaraciones conjuntas, algunas rechazando la doctrina abiertamente y otras con circunloquios1.

Mientras tanto, los sacerdotes y laicos rebeldes se agolpaban en los estudios de radio y televisión, asegurando a sus oyentes cuán compasivos y bien informados eran, e instando a sus hermanos católicos a no escuchar al Papa. Ahora había una autoridad más alta en la Iglesia: “la conciencia católica madura".

Se suele achacar la violencia de la explosión al largo tiempo que el Papa Pablo tardó en tomar una decisión, y eso ciertamente parece haber sido un factor. La demora dio la impresión de que la doctrina iba a cambiar con toda seguridad. Por lo tanto, muchas parejas católicas habían comenzado a practicar la anticoncepción y los obispos lo permitieron tácitamente. Ahora los obispos se enfrentaban a tener que decir a sus rebaños que ellos los habían descarriado y que debían abandonar lo que se había convertido en un hábito.

Por otra parte, si el Papa Pablo no hubiera hecho estudiar a fondo el tema, habría sido acusado de actuar impetuosamente.

Pero la Humanae Vitae no fue el único problema. Rápidamente se volvió evidente que había mucho más en la doctrina católica que muchos clérigos y laicos ya no podían soportar.

¿Qué había salido mal? No quiero dar apoyo a las muchas caricaturas de la vida católica anterior al Concilio que se han promovido en los años recientes. Pero, detrás de la fachada grandiosa de la práctica religiosa, debe de haber habido algo que fallaba, algo que necesitaba una reforma. Los católicos no abandonan repentinamente gran parte de sus creencias y principios morales si ellos han estado sirviendo a Dios como deben.

Comenzaré por los pastores. Para un católico, el obispo es “Cristo en la diócesis". Él es el principal santificador de su rebaño. Pero también es humano como el resto de nosotros. Si no es en todos los aspectos el pastor que debería ser, no se mantendrá firme cuando el lobo se asome desde el bosque.

Una de las cosas que el mundo daba por sentado antes del Concilio era que los obispos católicos siempre daban la misma enseñanza que el Papa. Dado que muchos de ellos de repente desafiaron al Papa, ¿significaba esto que toda la ortodoxia y la fidelidad a la Santa Sede que habían sido tan conspicuas en el reinado de Pío XII eran una farsa? No. Pero gran parte de ello puede haber surgido tanto de motivos naturales como sobrenaturales. Los obispos en ese momento tenían fuertes razones naturales para permanecer fieles. A los ojos del mundo, un obispo es un éxito, y dado que todos los favores fluían desde Roma, el éxito continuo dependía de hacer lo que Roma quería. No era sólo una cuestión de frío cálculo. La mayoría de nosotros nos mantenemos en el buen camino tanto por la presión social como por la virtud. Si se eliminan los motivos naturales para la lealtad, sólo la gracia y las virtudes sobrenaturales mantendrán a un obispo en unión y obediencia al sucesor de San Pedro. Es entonces cuando los obispos están más expuestos a la tentación que está, por así decirlo, integrada en el oficio episcopal; la tentación de resentir el oficio y la autoridad superiores del Papa, y su don único que ellos no comparten. La enseñanza del Concilio sobre la colegialidad episcopal ha aumentado mucho las posibilidades de tentación en esta área.

Otro peligro para los obispos es tomar como modelo al hombre contemporáneo de influencia y poder.

Ha habido obispos con armadura empuñando mazas y obispos principescos del renacimiento con casas espléndidas y grandes colecciones de arte; la historia también ha conocido obispos terratenientes dedicados mayormente a la caza y el tiro. Ahora el hombre de poder es el presidente o gran administrador de la empresa. Así que hoy la tentación de deslizarse a ser un empresario eficiente más que un obispo es muy grande para un obispo con una diócesis grande, y mucho trabajo temporal y puramente administrativo. El apóstol se desvanece dentro del ejecutivo, y la transformación pasa desapercibida, sobre todo por el sujeto de la misma.

Ahora bien, un administrador existe para mantener la empresa en funcionamiento. No le importa mucho lo que la empresa produzca o venda, siempre que continúe existiendo y funcione sin problemas. Ése es el punto de vista característico del administrador.

Bajo Pío XII, el obispo administrador o empresario al menos sabía lo que quería el jefe en Roma. La corporación producía ortodoxia en la fe y la moral y no escándalos ni disensiones públicas. Muy bien, si eso era lo que el jefe quería, debía tenerlo. Sin duda, el obispo-empresario de aquellos días también lo quería. Su fe aún no se había deshilachado en los bordes. Así que él producía los bienes y lo hacía de manera eficiente. Ese tipo de eficiencia era entonces recompensada en Roma.

Pero, ¿qué pasaría cuando el obispo-empresario descubriera que tenía un jefe más poderoso y más cerca de casa que el jefe del Vaticano? Santo Tomás de Aquino dice que un hombre puede desear ser obispo si está preparado para ser un holocausto; él debe estar dispuesto a sufrir por sus ovejas. Eso no significa necesariamente tener que morir por ellas. Después del Concilio comenzó a significar una serie de disgustos menores: que se lo tergiverse y se mienta sobre él en Roma, ser desairado por sus hermanos obispos en las conferencias episcopales, ridiculizado por teólogos, atacado en la prensa católica, engañado por sus funcionarios diocesanos, acosado por sus párrocos e insultado por alguna reverenda madre de lengua afilada que usa pantalones y aretes y dirige un taller revolucionario. El amor a Dios y el amor a su rebaño elevarán a un hombre por encima del temor a tales cosas, y eso el obispo fiel lo tiene.

Pero el obispo empresario o ejecutivo, aun cuando todavía crea, no querrá ser un holocausto. (Nadie quiere serlo naturalmente; sólo la gracia lo hace posible). Al no amar a sus ovejas con un profundo amor sobrenatural, él no estará preparado para sufrir ni siquiera las pruebas menores que acabamos de esbozar. Los hombres no necesitan ser amenazados con violencia física para abandonar su deber —una verdad bien conocida por los gobiernos—. La amenaza de incomodidad o impopularidad es suficiente, especialmente para hombres mayores de cincuenta años.

Así que cuando el obispo-empresario descubrió que enfrentarse a sus clérigos rebeldes era más desagradable que desafiar al Papa, su ortodoxia y lealtad comenzaron a evaporarse.

Otra debilidad podía ser la fe y la piedad sin una adecuada profundidad y amplitud de comprensión teológica o de la especulación y los problemas teológicos actuales. Que un obispo sea ortodoxo y devoto es un requisito primordial, ciertamente. Pero un obispo es sobre todo un maestro, un “doctor". Si su conocimiento teológico es subdesarrollado, él es como un profesor universitario con una comprensión de su materia de nivel de escuela secundaria. Puede que se lleve bien con los alumnos dóciles. Pero estará perdido cuando sea desafiado por los rebeldes más brillantes. En el pasado bastaba con decirles a los brillantes y rebeldes que se callaran. Pero cuando cambió el estilo de gobierno eclesiástico, se vio obligado a justificar sus órdenes con razones y referencias, que no estaba preparado para proporcionar.

Él estaba igualmente mal equipado, al parecer, para hacer frente a la avalancha de nuevas ideas que conoció por primera vez en el Concilio. Sacudido en sus viejas certezas, su tendencia fue rendirse a ellas por completo o nadar con la corriente. Por eso, en muchos lugares, los teólogos se han convertido en los maestros principales en la Iglesia, y los obispos meramente en sus ecos2.

Otra figura del pasado, el obispo autócrata, también resultó tener pies de barro. Aunque parecía una roca, no demostró serlo. Sabía cómo exigir obediencia, pero no cómo ganarse los corazones de los hombres. Ha sido en parte responsable de la protesta actual contra el legalismo y el autoritarismo. Demasiados, al parecer, no fueron padres apropiados para sus sacerdotes.

No hay duda de que hubo muchos obispos buenos y santos antes del Concilio. En todo esto he estado hablando de tipos, tentaciones y tendencias, no de individuos. Pero que tales tendencias estaban encarnadas en no pocos individuos parece ser confirmado por la insistencia del Concilio en que los obispos sean más pastorales y se vean a sí mismos como servidores.

Sin embargo, lo que el Concilio quiere decir con servicio no es exactamente lo que la gente de hoy en día con un complejo sobre la autoridad piensa que significa.

En el lenguaje cotidiano “un servidor” significa alguien que hace la voluntad de otro, no la suya propia. Nuestro servicio a Dios es siempre de este tipo. Tratamos de hacer nuestra su voluntad. Entre los hombres, por otra parte, el servicio debe significar en primer lugar atender al bien y las necesidades de los demás, no principalmente hacer su voluntad, porque los hombres no siempre quieren, o tal vez no siempre saben, lo que es bueno. El servicio entre los hombres, por lo tanto, puede y a menudo debe consistir en no dar a las personas, o a algunas personas, lo que quieren, aunque sólo fuera porque al final saldrían perdiendo por ello. Éste es el tipo de servicio que dan los padres, los médicos y los gobernantes. Y aún más se requiere de los obispos católicos.

Como guardián de la idea y el plan de Dios para el hombre, el primer y supremo servicio de un obispo católico a su rebaño es permanecer fiel a esa idea y plan, incluso cuando entre en conflicto con los deseos o caprichos de una parte de su rebaño. Entonces, al hablar de los obispos como servidores, el Concilio simplemente les recordaba que su posición no es para su engrandecimiento personal, y que deben tener en cuenta la dignidad y la humanidad de [los miembros de] su rebaño cuando ejerzan autoridad sobre ellos. No significa que los obispos estén destinados a servir de la misma manera que los camareros o los dependientes de las tiendas.

Desafortunadamente, los conceptos erróneos sobre la forma correcta de ser un servidor han resultado en que el autócrata sea reemplazado con demasiada frecuencia por el obispo que quiere ser amado. El obispo que quiere ser amado tiene miedo de perder su reputación de ser “atento” y “compasivo” por hacer algo impopular, incluso cuando esto es lo que exige el amor verdadero. O trata de “servir” como un político. Cuando su rebaño cae en la apostasía y la herejía, lo mantiene unido diciendo cosas contradictorias para complacer a todos los matices de opinión o, cuando las cosas se ponen difíciles, se esconde detrás de su burocracia diocesana. O se convierte en una especie de vendedor religioso. Si quiere atraer votantes comunistas, hace que la fe suene lo más posible como el marxismo leninista. Si, por el contrario, apunta a ovejas prósperas o inclinadas al hedonismo, se abstendrá de hablar demasiado duramente o demasiado sobre el vicio.

Todo esto es sintomático de un lento deslizamiento desde el nivel de la fe sobrenatural al nivel de la creencia religiosa natural. Cuando esto sucede, el pastor tiene la tentación de pensar que, siempre que se pueda persuadir a la gente a creer en Dios, asistir a la Iglesia los domingos, rezar y guardar los mandamientos (por lo menos los que prohíben el asesinato y el robo), su obra más importante se ha cumplido. Puede que no dude conscientemente de ninguna de las verdades de fe, pero éstas poco a poco van pareciendo un extra no absolutamente esencial3.

Si la predicación de la verdad no logra llenar las iglesias, se puede sacar tres conclusiones. Hay algo mal con el predicador; hay algo mal con la audiencia; o hay algo mal con el mensaje. Ya que es mucho más fácil alterar el mensaje que alterar al predicador o a la audiencia, adaptar el mensaje será el método de renovación de la Iglesia que atraerá donde la perspectiva sobrenatural está en declive. Pero no se corrigen los defectos del pasado abrazando los de un tipo opuesto.

                                                         *****

Volviendo al resto del clero, algunas de las tentaciones para los sacerdotes eran las mismas que para los obispos.

Si no era verdaderamente un hombre de oración, el rector de una gran universidad católica, el superior o provincial de una importante orden religiosa, o el monseñor a cargo de una gran parroquia con media docena de coadjutores a sus órdenes, también podía fácilmente convertirse en un empresario o autócrata. Cuando llegara la crisis, ¿a cuántos de ellos les importaría lo que se enseñaba en su universidad, provincia o parroquia?

Pero también había, como siempre las hay, dificultades y tentaciones que eran peculiarmente las propias del sacerdote. Éstas afectaban principalmente a los sacerdotes que no eran “un éxito” en términos mundanos; aquellos con las parroquias más pequeñas y sin importancia. Aparte de los deberes estrictamente sacerdotales, tales sacerdotes tenían mucho menos cosas que debían hacer absolutamente. Por lo tanto, era más difícil ocultar de sí mismos la verdadera naturaleza de su vocación bajo un montón de trabajo de oficina. Estaban, como todavía pueden estarlo, ante una dura alternativa: ser sacerdotes o sufrir aburrimiento.

Pero ser sacerdote significa tratar con realidades principalmente invisibles: ofrecer al Dios-Hombre presente bajo la apariencia de pan y vino en sacrificio por el pecado; enseñar misterios para cuya verdad sólo tenemos la palabra de Dios; aplicar el don intangible e insensible de la gracia a las almas de los hombres en los sacramentos. Creer en la realidad y la importancia de tales cosas requiere fe — para un sacerdote que vive en una parroquia aislada, o una donde pocas personas asistían a Misa, mucha fe—.

Por otro lado, un sacerdote cuyos feligreses eran en su mayoría acomodados y prósperos quizás necesitaba aún más fe. A menos que su fe fuera fuerte, las cosas sobrenaturales comenzaron a parecerle irreales también a él. ¿Realmente hacían mucho bien? Mucha gente parecía estar bastante bien sin religión. El sacerdote mira al médico o al abogado local. ¿No eran más útiles sus vidas? No, por supuesto que no. El sacerdote todavía creía. Pero a pesar de todo…

A medida que la religión se volvió cada vez más deslucida, el peligro para tal sacerdote era convertirse en una especie de técnico espiritual. Él hacía el mantenimiento de las almas de su gente para mantenerlas en la carretera. Pero buscaba en otra parte su verdadero interés en la vida; algún hobby, o reparar el presbiterio, o quizás el campo de golf. El cura de la parroquia de la gran ciudad estaba expuesto a estas tentaciones cuando el párroco no era el padre que debería haber sido.

Si un sacerdote estaba razonablemente bien formado y era autodisciplinado y también temía a su obispo, todo esto ocurría sin que sus feligreses se dieran mucha cuenta. Pero era un semillero para el desastre. Los sacerdotes aburridos, infelices o des-sobrenaturalizados de hace treinta o cuarenta años fueron los más rápidos en abandonar la fe y sumergirse en la promoción de creencias nuevas y menos exigentes a fin de hacer la vida más vívida e interesante.

Con respecto a los miembros de órdenes religiosas, cuando la fe ya no era algo vital, había dos tentaciones especiales.

La primera era hacer un ídolo de las reglas y normas.

Las reglas no deben ser despreciadas. Según los grandes maestros (varones y mujeres) de la vida espiritual, la fiel observancia de la regla de la orden es para los religiosos un primer paso en el camino a la santidad. Las reglas hacen posible la vida en común. Aplicadas apropiadamente dan estabilidad de mente y corazón, ayudan a refrenar la voluntad propia, promueven la unidad y permiten a quienes están sujetos a ellas amar a Dios más intensamente, liberándolos de tener que tomar una multitud de decisiones menores.

Pero son sólo un primer paso. Algunas personas obtienen una satisfacción puramente natural de la observación de las reglas. Si las reglas cobran demasiada importancia, aquellos para quienes ellas no tienen un atractivo natural las encontrarán sofocantes en lugar de estabilizadoras y liberadoras. Cuando ya no son aceptadas por amor a Dios, ellas pueden acabar generando cansancio del espíritu o disgusto sordo.

Que la preocupación por las minucias pesaba sobre la vida de muchas órdenes religiosas lo indica la cantidad de religiosos y religiosas que, si no han abandonado por completo sus monasterios y conventos, han interpretado el decreto del Concilio sobre la vida religiosa en el sentido de que ellos podían vivir más o menos sin reglas: cuanto menos, mejor.

La segunda tentación para el religioso aburrido es usar el estudio como una distracción. El peligro radica aquí en que el estudio es una actividad presentable. Si los miembros de una orden religiosa viven en el lujo o actúan de manera inmoral, todos pueden ver que están descarrilando. Pero nadie puede ver la decadencia de la fe, la esperanza y la caridad en el alma de un religioso sentado detrás de una pila de libros eruditos. Un biblista conocido ha descrito cómo comenzó a estudiar la Escritura porque encontró que sus compañeros religiosos eran demasiado aburridos para hablar con ellos. Pero en este estado de ánimo, ¿de qué sirve estudiar la Escritura, que trata en gran medida de amar a los hermanos, aburridos o no? Pero aquí estoy tocando el tema del próximo capítulo. (CONTINUARÁ).

Notas

1. A pedido del Concilio, el Papa Pablo había creado una comisión para ver si se podía modificar la doctrina sobre la anticoncepción. Tras un primer informe amplió la comisión. En ambas ocasiones, la mayoría recomendó un cambio. Las deliberaciones duraron cuatro años. El informe final se filtró a la prensa. Con gran valentía, el Papa mantuvo la doctrina perenne contra el consejo de sus expertos y frente a una campaña hostil de la prensa mundial. No es posible entrar aquí en todos los motivos de la decisión de la Iglesia. Se pueden encontrar amplias razones filosóficas, teológicas, sociológicas y de otro tipo en los escritos del Papa Juan Pablo II. (Véanse sus discursos de las audiencias generales de 1979-1984, publicados como The Theology of the Body: Human Love in the Divine Plan [La teología del cuerpo: El amor humano en el plan divino], Pauline Books, Boston, 1997). Sin embargo, creo que [hoy] es mucho más fácil que antes de la “revolución sexual” ver el vínculo entre la anticoncepción y el colapso del matrimonio y la familia con todas sus consecuencias desastrosas. La anticoncepción crea un clima en el que los hijos, sin importar cuán deseados sean, llegan a ser vistos como accidentales al matrimonio en lugar de ser su significado principal. Si, por otro lado, el significado principal [del matrimonio] es el amor, uno se puede desenamorar, entonces, ¿por qué molestarse en casarse? También es más fácil ver el vínculo entre la anticoncepción y el sexo antinatural. Si el sexo es sólo otra actividad física placentera, como comer, beber o nadar —"sexo recreativo", como se lo llama ahora—, ¿por qué el sexo antinatural no debería ser socialmente aceptable? No hay un argumento contra el sexo antinatural si el sexo no tiene un significado más profundo que el placer de los participantes.

2. Esta inversión de roles fue lamentada por el P. Rosmini ya en 1846. En su apasionado alegato a favor de ciertas reformas, Las cinco heridas de la Iglesia, él recuerda repetidamente que en los primeros seis siglos [de la era cristiana] la mayoría de los teólogos más grandes fueron obispos.

3. La influencia del deísmo en el siglo XVIII había tenido consecuencias similares. Daniel-Rops cita a un obispo francés que sobrevivió a la revolución. “Que Dios nos perdone", se informa que dijo. “Casi nunca hablábamos de Nuestro Señor Jesucristo en el púlpito. Sólo hablábamos del Ser Supremo”.


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