6.09.11

La búsqueda de la verdad: De Newman a Benedicto XVI

El Instituto Teológico Compostelano está celebrando, desde el 5 al 7 de septiembre, las XII Jornadas de Teología con el título: “Que resuene en el corazón de Europa: Prioridad de la pregunta por Dios”, haciéndose así eco de la petición del papa en su visita a Santiago de Compostela.

Los tres días se han organizado en conformidad con el siguiente programa: el día 5: “A la búsqueda de sentido"; el día 6: “El diálogo entre la razón y la fe en la cultura hispana"; y el 7, “Propuestas de futuro".

Los organizadores han tenido la amabilidad de invitarme a pronunciar una conferencia el primer día sobre “La búsqueda de la verdad desde Newman hasta Benedicto XVI". El texto de todas las ponencias se publicará pronto en un volumen editado por el Instituto Teológico Compostelano.

Para los que siguen este blog les ofrezco la conclusión de mi intervención. Espero que sea de su interés:

La escucha de las aportaciones y propuestas del beato John Henry Newman y del papa Benedicto XVI se revelan como una bandera levantada en favor de la verdad y de la posibilidad del acceso personal a la misma. Esta apuesta por la verdad sigue siendo la gran aportación que el Cristianismo ha de hacer en nuestro tiempo.

Para Newman, en completa coherencia con su trayectoria vital, no cabe una separación entre religión y verdad. El conocimiento no se reduce al conocimiento científico ni la fe puede quedar relegada al ámbito del sentimiento o del entusiasmo. La fe es un modo de conocer perfectamente legítimo que se asemeja, desde el punto de vista epistemológico, a los procesos habituales con los que el hombre llega a la verdad.

En el conocimiento están implicadas todas las dimensiones del hombre. La toma de conciencia de este hecho ha de ampliar el uso de la razón, que no puede renunciar a ser racional pero tampoco a ser humana. La revelación cristiana se presenta como una verdad garantizada por Dios que incide de modo decisivo en la orientación de la propia existencia.

El Cristianismo, la religión de la Encarnación, no está llamado a caminar por los senderos de la mera opinión, sino por la vía de la certeza. En medio de los saberes del mundo, la revelación invita a los hombres a no mutilar lo real, a no renunciar a un saber tendencialmente universal.

En continuidad con el pensamiento de Newman, también el teólogo J. Ratzinger y el papa Benedicto XVI apuesta por situar la verdad en el centro del esfuerzo intelectual y de la tarea pastoral de la Iglesia. Frente al reto del relativismo, la Iglesia no puede intentar comprar su “derecho de ciudadanía” al precio de prescindir de la verdad. Y no puede hacerlo por un doble motivo: la fidelidad a Dios y la fidelidad a los hombres.

Mantener despierta la sensibilidad por la verdad se convierte en un compromiso inexcusable para todo cristiano, para todo hombre y, con mayor motivo, para los pastores de la Iglesia. Ha sido Cristo quien ha proclamado: “conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,32). En realidad, conocer la verdad es conocerlo a Él y dejarse atraer por Él. Sin esta referencia, la Iglesia no tendría nada que decir al mundo y nada que aportar a la construcción de la sociedad.

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3.09.11

La salvación del otro

Homilía para el Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

San Pablo resume todos los mandamientos en el amor: “amar es cumplir la ley entera” (Rom 13,10). Pero el verdadero amor no es indiferente con relación al destino del prójimo. Hemos de ver a los otros no como instrumentos útiles para nuestros intereses, sino como hermanos, como miembros de la familia de Jesús que es la Iglesia. Una familia en la que cada uno de nosotros debe sentirse corresponsable del bien de los demás.

El pecado no solamente aleja al hombre de Dios, sino que introduce también una distancia entre los que, por seguir al Señor, somos hermanos. El profeta Ezequiel pone en boca de Dios una advertencia muy seria: Si “tú no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre” (Ez 33, 8). Es decir, Dios nos va a pedir cuenta de nuestra negligencia a la hora de preocuparnos por la salvación de los demás.

Jesús concreta todavía más la práctica de la fraternidad, exhortándonos a velar por los hermanos para que ninguno se pierda. Al que peca, al que se aparta de Dios y crea discordia en la Iglesia, hay que intentar volver a reintegrarlo en la comunidad, sin abandonarlo a su suerte como si su situación no fuese cosa nuestra. A este fin se orienta la corrección fraterna: “repréndelo a solas entre los dos”, “si no te hace caso, llama a otro o a otros dos”, “si no les hace caso, díselo a la comunidad”. Y si no hace caso a la comunidad “considéralo como un pagano o un publicano” (Mt 18, 15-17).

Se ofrece así toda una gradación de medidas que buscan la recuperación del otro, su vuelta a la comunión. Incluso en la peor de las situaciones, cuando haya que considerarlo como un pagano o un publicano, sigue estando vigente la obligación de no desentenderse de su bien, pues Dios quiere la salvación de todos, también de los publicanos y de los paganos.

San Juan Crisóstomo ve la corrección fraterna como la ayuda de un hermano sano a otro enfermo. El pecador, dice, “está ebrio por la ira y la vergüenza y como sumergido en un sueño profundo” del que hay que despertarlo. Pero no se acerca uno para acusar al otro, para reñir o para pedir venganza – eso no sería verdadera caridad - , sino para corregir. Y en ocasiones este deber de corrección se omite, ocultando la verdad por intereses egoístas, por cálculo o por miedo. Debemos recordar unas palabras de San Jerónimo: “Adquirimos nuestra propia salvación mediante la salvación de otro”.

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2.09.11

La cercanía de Dios

No es aconsejable sacar más de un post al día. Yo no lo hago. Entre uno y otro pasan horas, a veces muchas horas.

Pero si llega algo nuevo tampoco es plan de callarse. Pues una novedad es la publicación de un próximo libro, titulado “La cercanía de Dios".

Lo edita el CPL de Barcelona. Ofrezco, para quien esté interesado, la introducción de este texto:

“En la homilía pronunciada en la compostelana plaza del Obradoiro, el 6 de noviembre de 2010, Benedicto XVI se hacía eco de ‘lo más profundo y común que nos une a los humanos: seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y de belleza, de una experiencia de gracia, de caridad y de paz, de perdón y de redención’.

En la profundidad del hombre puede ser captada la presencia de Dios. La aportación específica y fundamental de la Iglesia a nuestro mundo, añadía el papa, ’se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre’.

Podríamos, quizá, pensar que Dios está muy lejos. Pero no es así. Sin dejar de ser Dios, Él se ha acercado a cada uno de nosotros. Se ha manifestado en Cristo de un modo concreto e histórico.

Esta manifestación de Dios en Cristo no ha quedado relegada a un momento del pasado. En la liturgia de la Iglesia, la obra de Cristo se hace presente y actual por el poder del Espíritu Santo.

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1.09.11

Una ecuación falsa

Leyendo algunas páginas de la red que tratan sobre la religión o, específicamente, sobre la Iglesia no dejo de sorprenderme. Para algunas personas, incluso para personas de buena fe y para católicos devotos, parece existir una especie de ecuación muy simple: “sé ortodoxo, sé obediente al magisterio y tu parroquia, congregación o grupo crecerá como un vergel en medio del desierto”. No me lo creo.

Para evitar objeciones oportunistas diré que estoy convencido de que la verdad nos hará libres. No hay, a largo plazo, una propuesta sostenible separada de la verdad. Y la
verdad no es solo una conquista; es un don, un regalo de Dios. Un don que tiene un rostro muy concreto, el de Nuestro Señor Jesucristo. Pero la búsqueda de la verdad y su aceptación no resulta fácil, ni cómoda, ni proporciona ventajas a corto plazo.

El relativismo invade nuestras vidas: “Todo da igual”, podría ser el lema y el resumen de la filosofía del ambiente que respiramos. Todo es relativo, menos el relativismo. En el crepúsculo de nuestra civilización ese “todo da igual” se erige como último dogma incuestionable, como base de la libertad, de la tolerancia y de la democracia.

La recomposición del orden, el retorno a la búsqueda humilde de lo justo, de lo bueno, de lo verdadero, llevará mucho tiempo. Quizá haya que llegar hasta el final, hasta comprobar el resultado no querido de un supuesto progreso que, sin referencias, se convierte en absurdo.

Pienso que la Iglesia, siguiendo al papa, no ha de cansarse en la tarea de mantener despierta la sensibilidad ante la verdad. Y esa misión se cumple proponiendo la fe, evangelizando la inteligencia de las personas y curando la mayor enfermedad de las almas que no es otra que la ignorancia – aunque esa ignorancia pretenda presentarse como “docta” - .

Pero educar y enseñar no es un empeño que se consiga de hoy para mañana. ¿Cuánto tiempo nos ha llevado aprender a leer, estudiar el catecismo o prepararnos para los múltiples exámenes que, al final, permiten la concesión de un título académico? La prisa es una mala consejera. “El que resiste, vence”, decía Camilo José Cela.

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29.08.11

Mario Vargas Llosa y la JMJ

Estamos tan acostumbrados a lo anormal y a lo esperpéntico que, a estas alturas, un gesto de normalidad se agradece. Que una persona inteligente diga a propósito de la JMJ que “todo transcurrió en paz, alegría y convivencia simpática” parece de sentido común. Ni siquiera los amargados consiguieron empañar ese espíritu de alegría; sobre todo, de alegría.

O sea, nada especial lo que ha escrito Mario Vargas Llosa, agnóstico y liberal según se define él mismo, en un artículo titulado “La fiesta y la cruzada” publicado en “El País”. Pero, atendiendo a las circunstancias, lo obvio parece incluso extraordinario. Y Vargas Llosa dice unas cuantas cosas obvias; por ejemplo: “Todas las razas, lenguas, culturas, tradiciones, se mezclaban en una gigantesca fiesta de muchachas y muchachos adolescentes, estudiantes, jóvenes profesionales venidos de todos los rincones del mundo a cantar, bailar, rezar y proclamar su adhesión a la Iglesia católica y su “adicción” al Papa ("Somos adictos a Benedicto” fue uno de los estribillos más coreados)”.

Pero, yendo más allá del fenómeno, el premio Nobel de literatura se pregunta por lo que subyace a la apariencia y adelanta una hipótesis interpretativa: La JMJ se puede entender “como un rotundo mentís a las predicciones de una retracción del catolicismo en el mundo de hoy, la prueba de que la Iglesia de Cristo mantiene su pujanza y su vitalidad, de que la nave de San Pedro sortea sin peligro las tempestades que quisieran hundirla”.

Para Vargas Llosa la reducción en número de los fieles católicos no es un síntoma de la ruina de la Iglesia, sino “más bien, fermento de la vitalidad y energía que lo que queda de ella -decenas de millones de personas- ha venido mostrando, sobre todo bajo los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI”. En realidad, no es cierto – como supone el escritor - que el número de católicos disminuya, si consideramos el mundo entero. Sí lo es, sin embargo, entre nosotros.

En el campo de lo opinable se inscribe la valoración que hace sobre los dos últimos papas, aunque a mí, al menos, me resulta agradable que un escritor tan destacado diga sobre los textos de Benedicto XVI: “su breve autobiografía es hechicera y sus dos volúmenes sobre Jesús más que sugerentes”. Comparto también, hasta cierto punto – aunque no comparta del todo el modo de decirlo – lo que dice sobre el progresismo y el conservadurismo eclesiales.

Pero la parte más importante del artículo de Vargas Llosa es la final. “¿Es esto bueno o malo para la cultura de la libertad?”, se pregunta. Y, como respuesta, hace unas consideraciones interesantes desde la perspectiva política y desde la filosofía de la cultura, revisando algunos falsos dogmas concernientes a la secularización entendida como un proceso irreversible y casi determinista, tal como había preconizado Comte.

Desde la perspectiva política, no dejo de apreciar cierta contradicción en lo que afirma Vargas Llosa: “Mientras el Estado sea laico y mantenga su independencia frente a todas las iglesias, a las que, claro está, debe respetar y permitir que actúen libremente, es bueno, porque una sociedad democrática no puede combatir eficazmente a sus enemigos -empezando por la corrupción- si sus instituciones no están firmemente respaldadas por valores éticos, si una rica vida espiritual no florece en su seno como un antídoto permanente a las fuerzas destructivas, disociadoras y anárquicas que suelen guiar la conducta individual cuando el ser humano se siente libre de toda responsabilidad”.

Leído así, tal cual, casi tiendo a pensar que se aboga por una visión utilitarista de la fe religiosa, un poco al modo del “Catecismo Imperial Napoleónico”. Vale, la fe religiosa, en cuanto ayude a combatir a los enemigos de la sociedad democrática. Pero con una condición: que el Estado sea laico e independiente. Pues depende de qué se entienda por “laico” y por “independiente”.

Es verdad que sin una motivación profunda – religiosa - es muy difícil, a la larga, sostener los fundamentos de la ética. Pero, a mi modo de ver, el papel de la religión – y me refiero, en concreto, al catolicismo – no se limita a combatir los excesos, sino a velar por los principios básicos que, se quiera o no, han de sustentar una democracia que no degenere en totalitarismo: la ley moral natural. Esa dependencia de la ley moral natural no equivale a la “sumisión” a la Iglesia, pero sí al reconocimiento del Creador y de un ordenamiento moral que es previo al político y que es “conditio sine qua non” de la justicia en el orden político.

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