22.10.11

El mandamiento principal

Homilía para el Domingo XXX del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

En nombre de los fariseos un escriba, un doctor de la Ley, le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” (Mt 22,36). La Torá, la Ley dada por Dios a Israel, comprendía 248 mandatos y 365 prohibiciones. Todos ellos, mandatos y prohibiciones, son importantes pues Dios no impera nada que carezca de relevancia

Si la Ley viene de Dios no se puede establecer una jerarquía entre mandatos importantes y no importantes: todos lo son. Pero, ¿cuál es el mandamiento central de la Ley, aquel que la condensa y la resume? Jesús responde citando la frase que los judíos decían cada mañana en la oración: “Escucha, Israel…, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Este mandamiento es “el principal y primero” (Mt 22,38).

Se trata de amar a Dios manteniendo una relación viva con Él que abarque las dimensiones fundamentales de nuestro ser: “Se te manda que ames a Dios de todo corazón, para que le consagres todos tus pensamientos; con toda tu alma, para que le consagres tu vida; con toda tu inteligencia, para que consagres todo tu entendimiento a Aquel de quien has recibido todas estas cosas. No deja parte alguna de nuestra existencia que deba estar ociosa”, comenta San Agustín.

Hay un segundo mandamiento semejante al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,39). Este segundo mandato es inseparable del anterior porque el amor al prójimo y a uno mismo está en realidad contenido en el mandato del amor a Dios. Como explica el Pseudo-Crisóstomo: “El que ama al hombre es semejante al que ama a Dios, porque como el hombre es la imagen de Dios, Dios es amado en él como el rey es considerado en su retrato. Y por esto dice que el segundo mandamiento es semejante al primero”.

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14.10.11

La cercanía de Dios. Nuevo libro

Ha salido el que, de momento, es mi último libro, publicado por la editorial CPL de Barcelona.

Se titula “La cercanía de Dios”. Espero que, al menos a los lectores habituales, les guste y les sirva de ayuda.

Un saludo,

Guillermo Juan Morado.

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Ofrezco el texto de uno de los capítulos:

“Y el Verbo se hizo carne”

La afirmación del Evangelio de San Juan: “Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14) nos anuncia quién es en realidad Jesucristo. Su identidad es divina. Él es “de la misma naturaleza que el Padre”. Es el Verbo, la Palabra de Dios, “el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia” (Hb 1,3).

Sólo “desde arriba” podemos entender a Jesús. Su singularidad absolutamente única radica en ser, con el Padre y el Espíritu Santo, un solo Dios. Jesucristo no es, en consecuencia, un personaje más de la historia de los hombres, sino la Persona divina que, sin dejar de ser Dios, asumió una naturaleza humana para habitar entre nosotros.

Pero si no podemos comprenderlo dejando al margen su condición divina, tampoco podemos avanzar en el conocimiento de Dios prescindiendo de Jesús. Dios “nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1,2). Su Palabra ha tomado aquella forma por la que puede darse a conocer a los sentidos de los hombres: “así el Verbo de Dios, por naturaleza invisible, se hizo visible, y siendo por naturaleza incorpóreo, se hace tangible”, comenta San Agustín.

La divinidad no queda transformada, absorbida, por la carne, pero sí ha hecho suya la carne: “Dios no sólo toma la apariencia de hombre, sino que se hace hombre y se convierte realmente en uno de nosotros, se convierte realmente en Dios con nosotros; no se limita a mirarnos con benignidad desde el trono de su gloria, sino que se sumerge personalmente en la historia humana, haciéndose carne, es decir, realidad frágil, condicionada por el tiempo y el espacio” (Benedicto XVI).

La Encarnación permite de este modo una mirada nueva sobre Dios y sobre el mismo hombre. Dios no puede negarse a sí mismo, no puede eliminar su divinidad, pero sí ha querido, enviando a su Hijo, acercarse a nosotros de una manera absolutamente sorprendente. Ha querido que pudiésemos ver su majestad por medio de su humanidad. En la Encarnación, la divinidad no ha quedado degradada, pero la humanidad ha sido exaltada.

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13.10.11

A cada uno lo suyo: Al César y a Dios

Homilía para el Domingo XXIX del Tiempo Ordinario (A)

Leemos en el evangelio según San Mateo que los fariseos “llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta” (cf Mt 22,15). Ni siquiera se la formulan directamente, sino por medio de algunos “discípulos”, acompañados por partidarios de Herodes.

La pregunta realmente era capciosa: “¿es lícito pagar impuesto al César o no?”. Quienes le interrogan buscan que Jesús contradiga la voluntad de Dios, afrentando la soberanía divina sobre Israel, o que, por el contrario, se indisponga contra el emperador de Roma, que en aquel entonces era Tiberio, y contra el rey Herodes, aliado suyo.

Parecía un callejón sin salida, una alternativa imposible. Sin embargo, el Señor consigue sorprenderlos con su respuesta, dejándolos literalmente sin palabras. Frente a un denario, la moneda del impuesto, Jesús pregunta: “¿De quién son esta imagen y esta inscripción?”. Le contestaron: “Del César”. “Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21).

Nosotros debemos preguntarnos qué se le debe al César y qué se le debe a Dios. Naturalmente el César, que tiene la autoridad política, no es Dios. Hay un único Dios. Al poder político debemos darle lo que le pertenece: pueden ser los impuestos, puede ser el respeto, puede ser, también, la obediencia. “Deber de los ciudadanos es cooperar con la autoridad civil al bien de la sociedad en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad”, nos recuerda el Catecismo (n. 2239).

A Dios hay que darle “lo que es de Dios”; por lo de pronto, aquello a lo que obligan sus mandatos, un deber que atañe a toda persona y a toda su vida: Amarle sobre todas las cosas, no tomar su Nombre en vano, santificar las fiestas, honrar al padre y a la madre, no matar, no cometer actos impuros, no robar, no mentir, no consentir pensamientos ni deseos impuros y no codiciar los bienes ajenos.

Si el César, la autoridad del Estado, se sabe – también en la práctica - sometido a Dios, vinculado a la hora de legislar, de gobernar y de hacer justicia a los imperativos de la ley moral natural; es decir, al “sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira” ordenando hacer el bien y prohibiendo hacer el mal (cf Catecismo 1954), será más fácil obedecer a la autoridad del Estado.

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11.10.11

La analogía de la Palabra de Dios (Verbum Domini 7)

La expresión “Palabra de Dios” se usa de distintas maneras. No es una expresión unívoca, porque no se usa siempre con la misma significación. Por ejemplo, el término “animal”, aplicado en sentido propio, es unívoco porque se predica de varios individuos con la misma significación, ya que conviene a todos los vivientes dotados de sensibilidad.

No es tampoco una expresión equívoca, ya que no se emplea para designar a cosas completamente diferentes entre sí. El término “vela” es equívoco, pues su significación conviene a diferentes cosas; por ejemplo, a un turno de oración ante el Santísimo, a la lona que en los barcos recibe el viento para impulsarlos, a un cilindro con pábilo para que pueda encenderse y dar luz, etc.

La expresión “Palabra de Dios” es análoga. La analogía es la relación de semejanza que hay entre cosas distintas. Un término, o una expresión, es análogo cuando se puede emplear para referirse a realidades distintas que, no obstante, tienen una relación de semejanza entre sí. Por ejemplo, el término “padre”: Se lo aplicamos a Dios, al progenitor, al sacerdote, etc.

¿A qué se refiere la expresión “Palabra de Dios”?

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8.10.11

Los invitados a la boda

Homilía para el Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

En su plan de salvación, Dios invita a los hombres a entrar en su Reino, simbolizado por un banquete de bodas. San Gregorio Magno ve en este banquete una imagen del misterio de la Encarnación: “Dios Padre celebró las bodas a su propio Hijo cuando unió a Éste con la humanidad en el vientre de la Virgen”. Todos nosotros estamos llamados a participar en esta comida de fiesta; es decir, a unirnos a Jesucristo formando parte de su Iglesia por la fe y el Bautismo.

La solicitud amorosa de Dios no siempre es correspondida. Muchos convidados “no quisieron ir” (Mt 22,3). Posiblemente no se pararon a valorar ni quién los invitaba ni a qué. En esta actitud de rechazo podemos ver reflejado el pecado, que consiste en la negativa a escuchar la palabra de Dios, en “la cerrazón frente a Dios que llama a la comunión con Él” (Benedicto XVI, Verbum Domini, 26).

Otros convidados “no hicieron caso” (Mt 22,5). A la invitación que les llega de parte de Dios responden con la indiferencia. Corremos el riesgo de proceder así si permitimos que el agnosticismo práctico, que se traduce en vivir como si Dios no existiese, invada nuestra alma y la haga insensible en relación con las cosas de Dios.

Sumergidos en nuestros trabajos, apegados a nuestros intereses materiales e inmediatos, podemos dejar pasar de largo lo más importante. Simone Weil decía que “el apego es fabricante de ilusiones; quien quiera ver lo real, debe estar desapegado”. Si estas palabras valen para el conocimiento de la realidad en general, valen mucho más cuando se trata de escuchar el eco de la voz de Dios.

San Gregorio indica que “algunos llamados a la gracia, no sólo la desprecian, sino que también la persiguen: por esto añade: ‘Y los otros echaron mano de los siervos’ ”. Es verdad; el anuncio del Evangelio se encuentra muchas veces no solo con el rechazo o la indiferencia, sino también con el conflicto y con la persecución.

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