La última venida de Cristo
Homilía para el Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (Ciclo A)
En el Credo profesamos que nuestro Señor Jesucristo “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. Nuestra mirada, que brota de la fe, se dirige hacia el futuro, pero no hacia un futuro que podamos construir los hombres, sino hacia un futuro nuevo que es obra de Dios. El Señor vendrá para triunfar definitivamente sobre el mal y hacer resplandecer la verdad y la justicia.
Como los plazos de Dios no son los nuestros corremos el riesgo de dormirnos, considerando que el Señor tarda (cf Mt 25,5). Sin embargo, no faltan los signos que invitan a mantenernos alerta: la maldad se muestra tantas veces en nuestro mundo sin disimulos, las pruebas y las persecuciones hacen difícil la perseverancia en la fe y la apostasía de la verdad no por silenciosa resulta menos evidente.
En cualquier caso, no sabemos ni “el día ni la hora” (Mt 25,13). El Señor puede llegar “a media noche”, en un momento imprevisto. Lo más importante no es saber a qué hora vendrá, sino estar adecuadamente preparados, dispuestos a esperar durante el tiempo que Él quiera. A las vírgenes necias de la parábola se les reprocha justamente eso: no estar preparadas (cf Mt 25,1-13). A diferencia de las sensatas no habían hecho acopio de aceite para mantener encendidas las lámparas.

El mes de Noviembre, en la liturgia y en la piedad de los fieles, nos sitúa ante las realidades últimas: la muerte, el juicio, el infierno y el paraíso. Sería preocupante que concediésemos tanta importancia a lo penúltimo que nos olvidásemos de lo postrero, de lo definitivo.






