Os salva el Bautismo
La unidad del plan divino de salvación se refleja en la unidad de la Sagrada Escritura: las obras de Dios en el Antiguo Testamento prefiguran; es decir, representan anticipadamente, lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en Jesucristo. Decía San Agustín que el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: “Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet”.
La Liturgia de la Iglesia nos ayuda a descubrir este dinamismo propio de la Escritura: El arca de Noé prefigura el Bautismo, como ya indica San Pedro en su primera Carta: “Aquello [el arca] fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva” (1 Pe 3,21). En la Vigilia Pascual, en la bendición del agua, la Iglesia dirá: “¡Oh Dios!, que incluso en las aguas torrenciales del diluvio prefiguraste el nacimiento de la nueva humanidad, de modo que una misma agua pusiera fin al pecado y diera origen a la santidad”.
El agua del bautismo, anticipada en el agua torrencial del diluvio, es instrumento de muerte, de destrucción, y también de vida, de salvación. El Bautismo destruye el pecado, purificándonos de él, y nos rescata, como el arca rescató a Noé del diluvio, haciéndonos renacer como hijos de Dios.
San Pedro nos da la verdadera clave de interpretación al señalar que el Bautismo salva no por ser un mero lavado que limpie una suciedad corporal, sino en virtud de la Resurrección de Cristo. El signo externo, visible, del agua es instrumento eficaz mediante el cual, con el poder de su palabra y la fuerza de su Espíritu, Jesucristo, que emerge resucitado de la muerte, nos rescata también a nosotros asociándonos a su vida.
El dramatismo de la oposición entre la muerte y la vida, entre el diluvio y el rescate, se mantiene en el lacónico relato de San Marcos de las tentaciones de Jesús (Mc 1,12-15). El Señor, en el desierto, lucha contra una insidiosa tentación: el Diablo quiere poner a prueba su actitud filial ante Dios (cf Catecismo 538). Se realiza en Jesús lo que prefiguradamente había acontecido con Adán en el paraíso y con el pueblo de Israel en el desierto.

El miércoles de ceniza, comienzo del tiempo de Cuaresma, constituye una llamada a actualizar una actitud muy propia de la vida cristiana: la conversión, la reconciliación. Convertirse es volverse hacia Dios y, por consiguiente, reconciliarse con Él haciendo penitencia para superar el único obstáculo que puede interponerse entre nosotros y Dios: el pecado.
“Toma parte en los duros trabajos del Evangelio”, le dice San Pablo a Timoteo (2 Tim 1,8). Anunciar el Evangelio, según el Apóstol, comporta “padecimientos”; es decir, la posibilidad, no meramente teórica, de sufrir física y corporalmente daños, dolores, enfermedades, penas y castigos. Y también de soportar agravios, injurias y pesares.
Homilía para el VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.






