7.09.12

La fe y el oído

Domingo XXIII del TO (B)

Los seres humanos nos orientamos en el mundo gracias a los sentidos. La vista, el gusto, el tacto, el oído y el olfato nos permiten recibir y reconocer estímulos que provienen del exterior o, incluso, de nosotros mismos. La privación de alguna de estas fuentes de conexión con la realidad nos atrofia en mayor o menor medida.

La imposibilidad de oír nos aísla singularmente. Gracias a Dios, ha habido progresos en el tratamiento y en la inserción social de las personas que padecen una pérdida auditiva. Hoy, merced a esos avances, el mundo del silencio no es ya tan dramáticamente silencioso.

Jesús se encuentra con un sordomudo, con alguien que “era sordo y que a duras penas podía hablar”. La dificultad de comunicarse traía como consecuencia inevitable la exclusión, la marginación, la soledad, el ostracismo. El Señor se hace cargo de esa situación. Él, que es la Palabra, sabe ponerse en el lugar del que no puede oír. Discretamente, lejos de la muchedumbre, mete los dedos en los oídos del sordo y toca su lengua para que aquel hombre pueda, en adelante, oír y hablar.

Suscita asombro la humanidad del Señor: ve incluso a los que se esconden, como Zaqueo; huele el perfume que a sus pies derrama una mujer pecadora; nota cómo tocan la orla de su manto; escucha a aquellos a quienes nadie oye, como escuchó a aquella mujer que iba a buscar agua al pozo; saborea el pan y el pescado. E impregna con este realismo de la Encarnación todos los gestos salvadores que ha querido legar a los suyos para que, en las diversas generaciones, sigan experimentando, palpando, la grandeza y la misericordia de Dios.

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30.08.12

La morada de la obediencia

Domingo XXII TO (B)

“Estos mandatos son vuestra sabiduría” (Dt 4,6). La Ley es presentada en la Escritura como don de Dios y fuente de sabiduría y de vida. Al pueblo, liberado de Egipto, se le otorga la Ley como un primer camino de libertad frente a la esclavitud del pecado; un primer camino que anticipa la redención del pecado que realizará Cristo. La obediencia al mandato conduce a la sabiduría, a la “rectitud de juicio según razones divinas” (Santo Tomás).

Nuestra conducta será prudente, y alcanzaremos el grado más alto del conocimiento, si nos dejamos conducir según Dios, en conformidad con sus normas. Nada hay en lo que Dios nos pide que pueda contradecir nuestro bien, y ninguna senda es más razonable que la obediencia libre a su Palabra.

La obediencia es un elemento intrínseco de la fe y de la práctica de la misma. Creer es obedecer; es la antítesis del orgullo y de la autosuficiencia. La revelación, la Palabra de Dios, es mensaje y mandato, enseñanza y ley. La fe es, simultáneamente, confianza y sumisión; entrega de todo el hombre, también de su razón, a Dios. La obstinación, la confianza excesiva en el propio juicio, hace imposible la fe.

Creer es depender. Éste es el reto que el Evangelio no oculta ni disimula: “Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvarnos” (Sant 1, 21). Es necesario escuchar y actuar; conocer y cumplir. Como al joven rico, Jesús nos dice a cada uno: “Uno sólo es el Bueno. Pero si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19, 17).

La docilidad permite que, de modo suave y apacible, penetre la enseñanza de Dios en la profundidad de nuestro corazón, en lo más hondo de nosotros mismos, de donde brotan nuestras decisiones. Por eso la morada de la obediencia es el corazón.

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24.08.12

Escoged a quien servir

XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Una de las características de la fe es la libertad. El hombre, al creer, responde voluntariamente a Dios, sin estar movido por una coacción externa. Jesucristo “dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían” (Dignitatis humanae, 11).

Muchos discípulos suyos, al oírlo, pensaban que su modo de hablar era inaceptable, se resistían a creer, y “se echaron atrás y no volvieron a ir con él” (Jn 6,66). Es decir, el Evangelio no es rechazado únicamente por la incoherencia de quien lo anuncia, o por no ser adecuadamente presentado; sino que es rechazado por sí mismo, ya que resulta inadmisible a quienes lo reciben de modo carnal, y no según el Espíritu (cf Jn 6,63).

Nos encontramos una vez más con el misterio de la gracia y de la libertad, con esa conjunción entre la atracción que Dios ejerce sobre nuestra alma y la respuesta, de cooperación o de rechazo, que nosotros podemos dar. Sólo Dios conoce este misterio; sólo Él sabe lo que hay en el corazón del hombre; sólo Él puede adentrarse en los ocultos resortes de la voluntad y de la conciencia. Desde fuera solo cabe el respeto y el silencio.

La respuesta de fe es profesada por Pedro. A la pregunta que Jesús dirige a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”, Simón Pedro contesta: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios” (Jn 6, 67-68).

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17.08.12

Venid a comer mi pan y a beber el vino

XX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

La Sabiduría construye su casa y prepara el banquete: “Venid a comer mi pan y a beber mi vino que he mezclado”, nos dice el libro de los Proverbios. Dios se comunica con el hombre mediante el signo del banquete, de la comida, de la comunión. Si el inexperto y falto de juicio quiere compartir la sabiduría de Dios, ha de acudir a ese banquete, para seguir el camino de la prudencia.

Podemos ver esa Sabiduría como una anticipación de Jesucristo. Él es, en persona, la Sabiduría de Dios, que resplandece en la paradoja de la Cruz (cf 1 Cor 1,24-25). Él ha venido a su casa, ha acampado entre nosotros (cf Jn 1,11.14), para prepararnos el banquete de la vida.

Lo recuerda San Pablo en la primera carta a los Corintios: “el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan, y pronunciando la acción de Gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía’ ” (1 Cor 11,23-25).

La Eucaristía no es un puro símbolo de la entrega de Jesucristo; es mucho más, es el memorial de su vida, de su muerte, de su resurrección, de su intercesión ante el Padre (cf Catecismo 1341). Participar en su banquete es permitir que Él siga siendo para nosotros el Pan de la vida: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 55).

Difícilmente se podría exagerar el realismo de estas palabras, en las que el Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle, a acrecentar nuestra unión con Él, la Palabra encarnada, la Sabiduría que tiene cuerpo y sangre, rostro crucificado y glorificado.

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13.08.12

La Asunción de María

La Asunción de Nuestra Señora. El premio de la gloria

Los primeros cristianos tenían conciencia viva de ser ciudadanos del cielo, donde nos aguarda Cristo. Esperaban la vida eterna. También nosotros, y todos los hombres, esperamos una vida que valga la pena: “una vida que es plenamente vida y por eso no está sometida a la muerte” (Benedicto XVI).

¿En qué consiste la gloria? ¿En qué consiste la vida eterna? En conocer y amar a Dios: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). La vida es conocimiento y relación. “Conocer” es algo más que tener noticia de un acontecimiento.

Conocer es, como enseña Benedicto XVI, “llegar a ser interiormente una
sola cosa con el otro”: “Conocer a Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de algún modo una sola cosa con él en virtud del conocer y del amar”.

Vivir de verdad es ser amigo de Jesús. La amistad con Él se expresa en toda la existencia: con la bondad del corazón, con la humildad, la mansedumbre y la misericordia, el amor por la justicia y la verdad, el empeño sincero y honesto por la paz y la reconciliación. “Éste, podríamos decir, es el «documento de identidad» que nos cualifica como sus auténticos «amigos»; éste es el «pasaporte» que nos permitirá entrar en la vida eterna”, explicaba el Papa Benedicto.

En la Santísima Virgen María vemos reflejada esta vida plena. Su conocimiento de Cristo, de su Hijo, es indisociablemente amor a Cristo y unión con Él. La Madre es la perfecta discípula, aquella que escucha su palabra, la conserva en su corazón y da fruto en la perseverancia.

El Cielo es la coronación del plan divino de la salvación. Cristo es la Puerta del Cielo y el premio de la gloria: “Mi vivir es Cristo”, dice San Pablo. María, con su fe, nos abrió la puerta de la vida eterna, el acceso a Jesucristo; a ese futuro, pregustado en la fe, que “ni el ojo vio, ni el oído oyó” (1 Cor 2,9).

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