3.11.12

Escucha, Israel

XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

La llamada de Dios precede a la respuesta del hombre. Y es en esta clave de diálogo cómo se ha de entender la vida moral. Los mandamientos no se imponen como un pesado fardo, como un ideal ético que haya que cumplir a base de esfuerzo, como una especie de reto imposible para el hombre, que carga sobre sí las huellas del pecado: “La existencia moral – enseña el Catecismo – es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor. Es reconocimiento, homenaje a Dios y culto de acción de gracias. Es cooperación con el designio de Dios que se propone en la historia” (n. 2062).

“Escucha, Israel” (cf Dt 6, 2-6). El que habla, el que interpela, el que llama solemnemente, es el mismo Dios. Dios, que es Amor, y que lleva la delantera en el amor. El Dios invisible que, en su revelación, “habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (Dei Verbum, 2). Los mandamientos explicitan “la respuesta de amor que el hombre está llamado a dar a su Dios” (cf Catecismo, 2083).

El “amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” constituye una invitación a vivir la vida teologal; la existencia cristiana, basada en la fe, la esperanza y la caridad.
La obediencia de la fe es, simultáneamente, la respuesta a la revelación divina y la primera obligación moral que deriva de la escucha de Dios. Amar al Señor es creer, con todo el corazón y con toda el alma, y dar testimonio de esa fe con todas las fuerzas. Amar al Señor es esperar en Él, confiando en que Dios nos dé la capacidad de correspondencia al amor que nos regala y de obrar en conformidad con los mandamientos. Amar al Señor es responder con un amor sincero a la caridad divina.

La vida teologal, que es la vida en Dios, informará las virtudes morales; entre ellas, la virtud de la religión, que nos dispone a adorar a Dios, a orar, a ofrecerle, unido al único y perfecto sacrificio de Cristo (cf Hb 7, 23-28), el sacrificio de nuestra propia vida entregada; que nos impulsa a cumplir los votos y las promesas, y a tributar a Dios, individual y socialmente, un culto auténtico.

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2.11.12

Reparar más allá de la muerte

Sin la existencia del purgatorio carecería de sentido la conmemoración de los fieles difuntos. No rezamos por los santos, por aquellos que ya han llegado a la meta, sino que nos encomendamos a ellos. Tampoco por los condenados, ya que se han autoexcluido de modo definitivo de la comunión con Dios y con los hermanos. Rezamos, eso sí podemos hacerlo, por los fieles difuntos. Por los que, como dice bellamente la liturgia, “nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz”.

Las representaciones del purgatorio pueden engañarnos. Sería erróneo imaginar el purgatorio como un infierno temporal. Tiene que ser algo muy distinto. El purgatorio es el estado que experimentan aquellos que mueren en paz con Dios y con los demás pero que, no obstante, necesitan purificarse de las marcas que las consecuencias de sus pecados han dejado en su alma. Nada que no sea santo puede entrar en la presencia de Dios. Hay una incompatibilidad absoluta entre Dios y el pecado. Para ver a Dios se necesita la limpieza del corazón.

En la vida terrena encontramos ocasiones para reparar por las consecuencias de nuestras culpas. No basta solo con arrepentirse o con recibir el perdón. Cada acción, si es negativa, puede provocar nuevas acciones negativas. Una mentira, una deslealtad, un agravio, genera probablemente nuevas mentiras, nuevas deslealtades, nuevos agravios. Se abre una cadena de la que, de antemano, no conocemos el último eslabón.

Por mucho que dure, la vida terrena es corta, breve. Cabe pensar que no siempre, cuando esta vida llega a su fin, se habrán extinguido los efectos de nuestros malos pensamientos, de nuestras malas acciones o de nuestras omisiones. Y Dios, en su misericordia, permite que se restablezca la justicia. Nos da, por así decirlo, la oportunidad de reparar más allá de la muerte.

En eso consiste el purgatorio, en poder reparar más allá de la muerte. El encuentro con Cristo, nuestro Juez, nos hará tomar conciencia de la trascendencia de nuestras obras. Él nos mirará con misericordia y su mirada nos avergonzará por nuestras injusticias. Será amargo saber que nada, incluso para mal, ha sido en vano. Será amargo reconocer la poca fidelidad, el mucho egoísmo, la falta de correspondencia.

Lo más sensato es pensar que, quizá, el purgatorio sea lo que nos vamos a encontrar mañana. No todos. Habrá quienes, por vía de martirio o de santidad no martirial, puedan gozar inmediatamente después de la muerte de la gloria del cielo. Habrá quienes – Dios nos lo evite – vean ratificado su “no” para siempre. Pero yo ya me conformaría con el purgatorio. Y hay una razón muy clara: podrá ser mejor o peor, pero su única puerta de salida es la que conduce al cielo.

Y la fe nos dice algo más: podemos ayudar a quienes viven ahora esa etapa. Existe la comunión de los santos; es decir, nunca estamos solos, salvo que hayamos peleado por esa soledad. Si peregrinamos por la tierra, los que ya están en Dios nos ayudan. Pero también nosotros, mientras somos peregrinos, podemos ayudar a los fieles difuntos. Podemos ofrecer por ellos buenas obras, que ayuden a restablecer la justicia: los ayunos, la oración y, sobre todo, el santo sacrificio de la Misa.

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1.11.12

El amor infinito

Solemnidad de Todos los Santos

La solemnidad de Todos los Santos nos invita a desear y a esperar el cielo. El deseo pone en camino, mueve hacia lo que se apetece. Un enfermo que desea su curación acude al médico y se somete al tratamiento preciso. Alguien que desea aprender acude a la escuela o a la Universidad, o se dedica con afán a la lectura y el estudio. Desear el cielo nos compromete a seguir la senda de las bienaventuranzas para así llegar a la meta, que no es otra sino Dios mismo.

La espera de cielo va más allá del deseo. La esperanza se fundamenta no en nuestras ansias, sino en Dios mismo, en su voluntad y en su poder. Dios quiere para nosotros el cielo; es decir, “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). La condenación, el infierno, no responde al deseo de Dios, sino que lo contradice, de un modo semejante a como lo contradice el pecado. Tal como enseña el Catecismo, el infierno es el “estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados” (n. 1033). A pesar de Dios, a pesar de su amor benevolente, por decirlo así, podemos condenarnos, si hacemos mal uso de nuestra libertad.

Pero, ¿qué es el cielo? No podremos ni desearlo ni esperarlo sin imaginar de algún modo en qué consiste. Benedicto XVI nos proporciona una especie de descripción, basándose en los datos de la fe: “Sería [el cielo] el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el ‘tempo’ – el antes y el después – ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría” (Spe salvi, 12).

El cielo es, por consiguiente, “amor infinito”, “vida plena” y “alegría”. No es una experiencia o una realidad completamente ajena a la que podemos tener en la tierra, pero sí es una experiencia desbordante, que, a lo sumo, podemos pregustar en anticipo. El amor humano no es “infinito”, ya que – si lo humano se limitase a lo terreno – hasta el amor tendría fin y término. Bastaría con la desaparición de los que son amados y de los que aman. Tampoco la vida temporal, pese a conocer momentos de plenitud – esos momentos que parecen detener el tiempo – , es plena, ya que está siempre amenazada por la provisionalidad y la contingencia. Y la alegría, que nos hace sospechar horizontes más amplios, limitada a nuestras solas fuerzas es un sentimiento perecedero.

Sólo Dios rompe los límites, porque Él, entrando en nuestra vida y en nuestra historia, puede convertir lo finito en infinito, lo provisional en definitivo y la alegría amenazada en alegría para siempre. Dios, haciéndose humano, nos hace divinos y siembra en nuestro corazón, por pura gracia, la fe, la esperanza y la caridad.

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27.10.12

Las humanidades o los saberes inútiles

Hace ya muchos años publiqué un texto sobre “Las humanidades o los saberes inútiles”.

Lo reproduzco aquí, en su totalidad:

En el conjunto de los saberes, las humanidades han desempeñado en nuestro siglo el papel del tonto de la familia. Y lo peor es que, extasiadas por los logros de sus parientes listos, han caído en la esquizofrenia de querer aparentar a toda costa lo que no eran.

En este absurdo baile de máscaras todos los danzantes se colocaron la careta de “científicos”. El filósofo, avergonzado de sí mismo, se dedicó a analizar la metodología de la ciencia; el filólogo - el amante de las palabras - se travistió de lingüista; el teólogo, para no verse condenado definitivamente al exilio, se convirtió en un asiduo comentador de estadísticas sobre la incidencia de los factores religiosos en los comportamientos sociales.

Lo que antaño había constituido la orgullosa herencia de los tontos fue desdeñosamente almacenado en el desván de lo no significativo, relegado al cuarto oscuro de lo irracional, a una estancia umbría poblada de fantasmas como las torres de un viejo castillo. Al final, cuando el morador de la casa decidió instalar la antena parabólica, vendió toda aquella chatarra en un rastro por cuatro duros.

Pero he aquí que los más listos de los listos - los científicos de verdad - descubrieron que sus saberes no eran tan exactos, imparciales y objetivos como los tontos - los científicos disfrazados - habían ingenuamente creído. Y además, para mayor complicación, las ecuaciones les estallaron en las manos - como a veces les sucede con sus artefactos a los pirotécnicos de las ferias - dibujando en el cielo gigantescos hongos destructivos.

Cuando los listos se percataron de que no eran omniscientes, de que no tenían la respuesta al porqué y al para qué de casi nada, acudieron a sus primos menos aventajados a ver si, entre todos, eran capaces de llegar a algún resultado. Pero éstos descubrieron que el disfraz se les había pegado a la cara como un siniestro tatuaje; tras la máscara veneciana no quedaba nada del rostro original.

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25.10.12

Maestro, que pueda ver

XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

A comienzos del siglo XX la teología católica se interesó, como también en otras épocas, por lo que se ha llamado el “analysis fidei”; el estudio de cómo se relacionan, en el acto de creer, la gracia de Dios y la inteligencia y la voluntad del hombre. Entre los teólogos que escribieron sobre el tema destaca el jesuita francés Pierre Rousselot (1878-1915), autor de un interesante ensayo titulado Los ojos de la fe. “Habet namque fides oculos suos”, “y, en efecto, la fe tiene ojos”, decía ya San Agustín. Para Rousselot, en la estela del gran Obispo de Hipona, la fe es la capacidad de ver lo que Dios quiere mostrar y que no puede ser visto sin la fe. La gracia de la fe concede a los ojos ver acertadamente, proporcionalmente, su objeto, que no es otro más que Dios.

La imagen de los ojos y de la vista, para referirnos a la fe, sobresale en el texto de San Marcos que narra la curación del ciego Bartimeo (cf Marcos 10, 46-52). El ciego es aquel que no puede ver. Y en esa condición de invidencia se encontraba este personaje, Bartimeo. Sí podía oír y hablar, incluso gritar. Sentado en el borde del camino, a la salida de Jericó, oyó que pasaba a su lado Jesús Nazareno y el ciego no perdió la ocasión de gritar, venciendo todos los respetos humanos: “Hijo de David, ten compasión de mí”. El Señor escucha su grito y le llama. “¿Qué quieres que haga por ti?”. “Maestro, que pueda ver”. Jesús realiza el milagro y “al momento recobró la vista y lo seguía por el camino”.

Con toda certeza, lo primero que habría visto Bartimeo sería el rostro de Jesús. Ya creía en Él, con la fe que viene por el oído (cf Romanos 10, 17), pero el encuentro con el Señor abre también su ojos para que pueda reconocerle y seguirle. Es Jesús el que se deja oír y el que se hace ver. La iniciativa es suya, aunque Bartimeo la secunde activamente.

Santo Tomás de Aquino comenta que se requieren dos condiciones para que se dé la fe. La primera es que se le propongan al hombre cosas para creer, y la segunda es el asentimiento del que cree a lo que se le propone (cf Suma de Teología, II-II, 6, 1). Tanto la proposición de lo que ha de ser creído como el asentimiento provienen, principalmente, de Dios. La fe es un don, un regalo. Las verdades de la fe “no caen dentro de la contemplación del hombre si Dios no las revela”; de manera inmediata, como a los apóstoles y a los profetas, o mediante la palabra de la predicación. También el asentimiento tiene su causa última en Dios. Es Él quien mueve desde dentro al hombre, con la gracia, para que pueda asentir a la revelación.

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