20.11.12

También yo viví los tiempos del Concilio

“También yo viví los tiempos del Concilio; estuve en la basílica de San Pedro con gran entusiasmo, viendo cómo se abrían nuevas puertas; parecía realmente un nuevo Pentecostés, con el que la Iglesia podía convencer de nuevo a la humanidad, después de que el mundo se hubiera alejado de la Iglesia en los siglos XIX y XX. Parecía que la Iglesia y el mundo se volvían a encontrar, y que renacía un mundo cristiano y una Iglesia del mundo y realmente abierta al mundo. Esperábamos mucho, pero las cosas han resultado más difíciles en la realidad. Con todo, queda la gran herencia del Concilio, que abrió un camino nuevo. Es siempre una carta magna del camino de la Iglesia, muy esencial y fundamental. Pero, ¿por qué ha sucedido así?

En primer lugar, quisiera hacer una anotación histórica. Los tiempos de un posconcilio casi siempre son muy difíciles. Después del gran concilio de Nicea, que para nosotros es realmente el fundamento de nuestra fe, pues de hecho profesamos la fe formulada en Nicea, no se produjo una situación de reconciliación y de unidad, como esperaba Constantino, promotor de ese gran concilio, sino una situación realmente caótica, en la que todos luchaban contra todos.

San Basilio, en su libro sobre el Espíritu Santo, compara la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea con una batalla naval nocturna, donde nadie reconoce al otro, sino que todos luchan contra todos. Realmente era una situación de caos total. Así describe san Basilio con gran plasticidad el drama del posconcilio, del tiempo que siguió al concilio de Nicea. Cincuenta años más tarde, el emperador invitó a san Gregorio Nacianceno a participar en el primer concilio de Constantinopla. El santo respondió: “No voy, porque conozco muy bien estas cosas; sé que los concilios sólo generan confusión y enfrentamientos; por eso no voy". Y no fue.

Por tanto, con una visión retrospectiva, ahora para todos nosotros no constituye una gran sorpresa, como lo fue en un primer momento, digerir el Concilio y su gran mensaje. Introducirlo y recibirlo para que se convierta en vida de la Iglesia, asimilarlo en las diversas realidades de la Iglesia, es un sufrimiento, y el crecimiento sólo se realiza con sufrimiento. Crecer siempre implica sufrir, porque es salir de un estado y pasar a otro.

En concreto, debemos constatar que durante el posconcilio se produjeron dos grandes rupturas históricas. La ruptura de 1968, es decir, el inicio o —me atrevería a decir— la explosión de la gran crisis cultural de Occidente. Había desaparecido la generación del período posterior a la guerra, una generación que después de todas las destrucciones y viendo el horror de la guerra, del combatirse unos a otros, y constatando el drama de las grandes ideologías que realmente habían llevado a la gente al abismo de la guerra, habían redescubierto las raíces cristianas de Europa y habían comenzado a reconstruirla con estas grandes inspiraciones.

Al desaparecer esa generación, se veían también todos los fracasos, las lagunas de esa reconstrucción, la gran miseria que había en el mundo. Así comienza, explota la crisis de la cultura occidental: una revolución cultural que quiere cambiar todo radicalmente. Afirma: en dos mil años de cristianismo no hemos creado el mundo mejor. Por tanto, debemos volver a comenzar de cero, de un modo totalmente nuevo. El marxismo parece la receta científica para crear por fin el mundo nuevo.

En este grave y gran enfrentamiento entre la nueva -sana- modernidad querida por el Concilio y la crisis de la modernidad, todo resulta tan difícil como después del primer concilio de Nicea. Una parte opinaba que esta revolución cultural era lo que había querido el Concilio; identificaba esta nueva revolución cultural marxista con la voluntad del Concilio. Decía: “Esto es el Concilio. Según la letra, los textos son aún un poco anticuados, pero tras las palabras escritas está este espíritu; esta es la voluntad del Concilio. Así debemos actuar".

Y, por otra parte, naturalmente viene la reacción: “así destruís la Iglesia". Una reacción absoluta contra el Concilio, el anticonciliarismo, y también el tímido, humilde intento de realizar el verdadero espíritu del Concilio. Dice un proverbio: “Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece". El bosque que crece no se escucha, porque lo hace sin ruido, en su proceso de desarrollo. Así, mientras se escuchaban los grandes ruidos del progresismo equivocado, del anticonciliarismo, ha ido creciendo silenciosamente el camino de la Iglesia, aunque con muchos sufrimientos e incluso con muchas pérdidas en la construcción de un nuevo paso cultural.

La segunda ruptura tuvo lugar en 1989. Tras la caída de los regímenes comunistas no se produjo, como podía esperarse, el regreso a la fe; no se redescubrió que precisamente la Iglesia con el Concilio auténtico ya había dado la respuesta. El resultado fue, en cambio, un escepticismo total, la llamada “posmodernidad". Según esta, nada es verdad, cada uno debe buscarse la forma de vivir; se afirma un materialismo, un escepticismo pseudo-racionalista ciego que desemboca en la droga, en todos los problemas que conocemos, y de nuevo cierra los caminos a la fe, porque es muy sencilla, muy evidente. No, no existe nada verdadero. La verdad es intolerante; no podemos seguir ese camino.

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18.11.12

Lo penúltimo y lo último

Homilía para el Domingo XXXIII del TO (ciclo B)

El profeta Daniel vincula la venida del Mesías con el fin de los tiempos y la resurrección de los muertos (cf Dan 12,1-3). Se trata de un anuncio esperanzado: “Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad”.

Jesús, en un lenguaje parecido, profetiza la desintegración del universo y el retorno del Hijo del Hombre en gloria (cf Mc 13,24-32). ¿Qué significa esta profecía? Ante todo que Él – el Hijo del Hombre - es el Señor del cosmos y de la historia. El cosmos y la historia no constituyen lo último sino lo penúltimo. Es decir, la creación entera y la historia de la humanidad no encuentran su culminación en sí mismas, sino en Jesucristo, el Hijo de Dios.

Una tentación permanente que nos acecha es la de confundir lo penúltimo – lo provisorio – con lo último – lo definitivo - . Esta tentación es una impostura (cf Catecismo 676), un engaño. El cosmos no sustituye a Dios ni el hombre puede redimirse a sí mismo. Debemos trabajar, colaborando con Dios, para mejorar el mundo y para edificar, con su ayuda, una sociedad más justa. Pero solo Él podrá, en última instancia, instaurar la justicia y transformar el cielo y la tierra en un nuevo cielo y en una nueva tierra. Solo Dios, en Cristo, puede triunfar sobre el mal que perpetuamente nos amenaza.

“Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra” (Catecismo 668). En su humanidad, participa en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Todo fue creado por Él y para Él. Todo tiene en Él su consistencia y su plenitud. La salvación se encuentra no en la cerrazón, sino en la inaudita apertura de Dios al hombre y del hombre a Dios.

Los signos cósmicos que preludian la venida del Señor en la gloria, el oscurecimiento del sol y de la luna y la sacudida del universo, no equivalen a una regresión al caos, como si Dios se arrepintiese de su creación y destruyese finalmente su obra. Dios no destruye lo que ha hecho, sino que lo lleva a su máxima perfección, librando para siempre al mundo y a la historia del poder del mal, del peso del mal, de la huella del mal.

¿Quién no desearía que el mal se acabase? ¿Quién no apostaría por una victoria de la verdad sobre la mentira, de la justicia sobre la injusticia, del amor sobre el odio, de la honradez sobre la impostura? Solo el que viene “sobre las nubes con gran poder y majestad”, solo el que desciende del cielo como Dios, después de haber muerto como víctima inocente, puede cambiar para siempre las cosas. Solo Él puede reunirse con sus elegidos para que los que enseñaron a muchos la justicia brillen, como las estrellas, por toda la eternidad.

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10.11.12

Generosidad y pobreza

Homilía para el XXXII Domingo del TO (B)

La verdadera pobreza no tiene que ver con la mezquindad, con la tacañería, sino con el desprendimiento y la generosidad; en definitiva, con el amor. San Pablo, en 1 Cor 13,5 dice que la caridad “no es ambiciosa” y que “no busca lo suyo” y Benedicto XVI, en su primera encíclica, explica que, según la fe bíblica, “el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca” (Deus caritas est, 6).

El dinamismo del amor y de la generosidad procede de Dios. Él es plenitud y donación; entrega mutua de las tres divinas Personas. Pero Dios no retiene para Sí esta bienaventuranza, sino que quiere compartirla con la humanidad y con la creación entera. De la generosidad de Dios brota la obra creadora, la historia de la salvación, el envío del Hijo y del Espíritu Santo, que se prolonga en la misión de la Iglesia.

El amor generoso de Dios se expresa en la pobreza desprendida de Jesús: “conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza”, nos dice también San Pablo (2 Cor 8,9). Jesús no nos dio una limosna, por valiosa que fuese, sino que se entregó a sí mismo por nosotros. En la pobreza de Belén y en el despojo absoluto de la Cruz constatamos la veracidad de esta entrega.

La actitud de Jesús se ve de algún modo reflejada en las dos mujeres que nos presenta la Liturgia de este domingo: la viuda de Sarepta y la viuda que da su limosna en el templo. La condición de viudedad era particularmente triste: la mujer viuda se encontraba sola e indefensa, en una situación parecida a la de los huérfanos y los extranjeros. Sin embargo, estas dos mujeres no piensan en sí mismas, sino que, confiando en Dios, dan todo lo que tienen: al profeta Elías o al templo. En ambas, la extrema pobreza va unida a la extrema generosidad.

También nosotros estamos llamados a la confianza y a la generosidad. Y la confianza debemos depositarla, por encima de todo, en Dios. Aunque es razonable que busquemos el sustento, que contemos con algún seguro para casos de enfermedad o imprevistos, ninguna realidad humana nos puede proporcionar una seguridad plena. Tampoco el dinero y las riquezas.

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8.11.12

¿Creer "en" la Iglesia?

Con frecuencia se tiende a considerar que la fe es un asunto estrictamente privado, una opción de la propia conciencia que no puede ir más allá de las fronteras íntimas del yo. Sin embargo, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes”.

Una cadena está formada por una serie de eslabones enlazados entre sí, de modo que se sustentan unos en otros y, a su vez, ayudan a sustentar a otros. La imagen nos ayuda a reflexionar sobre la eclesialidad de la fe, sobre la vinculación interna que une a la fe con la Iglesia. Siendo un acto humano y profundamente personal, el creer es simultáneamente un acto eclesial. No hay cadena sin eslabones, pero tampoco eslabones sin cadena.

La fe es eclesial porque nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El hombre necesita aceptar, confiar y recibir para desplegar plenamente todas sus potencialidades. Necesita, es suma, creer para saber. Como ha escrito el filósofo Gadamer: “llegamos demasiado tarde siempre que pretendemos saber lo que deberíamos creer”. Antes de realizar cualquier juicio científico o antes de llevar a cabo cualquier tarea transformadora de la realidad, el ser humano recibe de su entorno, de su cultura, de su tradición, la estructura básica que permitirá todo el resto. Análogamente, la Palabra de Dios llega a nosotros a través de la mediación histórica, de la memoria actualizadora, de la Iglesia.

La fe es eclesial porque el “nosotros” no anula el “yo”, sino que lo hace posible. Dios, que es el ser en plenitud, no es soledad o aislamiento, sino perfecta donación: “Dios es único, pero no solitario”, confiesa una antigua fórmula de fe. En la Trinidad lo que une es, a la vez, lo que distingue: Cada Persona es su amor – el Padre ama como Padre, el Hijo ama como Hijo y el Espíritu Santo ama como Espíritu Santo – pero, a la vez, el amor es común a los tres, constituyendo la única esencia divina. Análogamente, en el hombre no se contraponen individualización y socialización, sino que se complementan.

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6.11.12

¿Por qué la Iglesia se opone al "matrimonio" gay?

Un artículo escrito hace 7 años:

No sé si ustedes se han parado a pensarlo: ¿Por qué la Iglesia se opone al “matrimonio” gay?

A muchos les parece que el hacer posible que se casen dos hombres o dos mujeres es una medida de justicia. Si todos los ciudadanos tienen derecho a contraer matrimonio, ¿por qué no los homosexuales? Si las familias suelen organizarse en torno a dos personas que comparten su vida, ¿por qué esas dos personas han de ser siempre un hombre y una mujer? Si todo matrimonio puede procrear hijos o adoptarlos, ¿por qué privar a las parejas homosexuales de esa posibilidad?

Sin embargo, la Iglesia, remontándose a la razón humana, a la Sagrada Escritura y a toda la tradición, sigue insistiendo: el matrimonio es la unión conyugal de un hombre y de una mujer, orientada a la ayuda mutua y a la procreación y educación de los hijos.

En esta defensa a ultranza de la institución matrimonial, la Iglesia no “gana” nada. No obtiene ningún “beneficio”. No aumenta su poder, ni su influencia, ni tampoco incrementa la cantidad de donativos que pueda recibir. Al contrario, se expone al escarnio público por parte de algunos colectivos muy influyentes y al rechazo de sus posiciones por parte de sectores importantes de población. Si a pesar de este “coste”, la Iglesia sigue insistiendo en su mensaje, es que algo muy serio está en juego.

En efecto, el matrimonio no es una institución meramente “convencional”; no es el resultado de un acuerdo o pacto social. Tiene un origen más profundo. Se basa en la voluntad creadora de Dios. Dios une al hombre y a la mujer para que formen “una sola carne” y puedan transmitir la vida humana: “Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra”. Es decir, el matrimonio es una institución natural, cuyo autor es, en última instancia, el mismo Dios. Jesucristo, al elevarlo a la dignidad de sacramento, no modifica la esencia del matrimonio; no crea un matrimonio nuevo, sólo para los católicos, frente al matrimonio natural, que sería para todos. El matrimonio sigue siendo el mismo, pero para los bautizados es, además, sacramento.

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