La memoria del amor
IV Domingo de Cuaresma
El evangelio de San Lucas ofrece, en el capítulo 15, tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo. San Ambrosio señala, en las tres parábolas, una misma finalidad: “para que estimulados por estos tres remedios curemos las heridas de nuestra alma”. Jesucristo es el pastor que carga con cada uno de nosotros sobre sus hombros; la Iglesia es la mujer que enciende la luz y barre la casa hasta encontrar la dracma perdida; y Dios es el padre siempre dispuesto a que nos reconciliemos con Él. “Dios mismo – escribe San Pablo – estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados” (2 Cor 5,19).
Dios es el padre misericordioso que no teme repartirnos los bienes que nos tocan en herencia: la razón y la libertad. Podemos emplear estos dones como un cauce para adherirnos sin coacciones a nuestro Creador o como un pretexto para ensayar una vía alternativa. De nosotros depende optar por nosotros mismos, despreciando a Dios, o bien elegir nuestro auténtico fin, que consiste en vivir como hijos de Dios. Si preferimos edificar nuestra existencia al margen de Dios, no tenemos derecho a atribuirle a Él nuestros fracasos. Sin Dios, el hombre corre el riesgo de dilapidar su fortuna, de verse reducido a la condición de un mero animal, envidioso de la suerte de los cerdos que tienen algarrobas a su alcance.
La parábola ilustra, en buena medida, la suerte de un mundo edificado sobre el olvido de Dios. Cuando el mundo se olvida de Dios, en la tierra se abre el infierno, y el hombre – o el Estado – usurpa a Dios “el derecho de decidir lo que es bueno y lo que es malo, de dar la vida y la muerte”. En efecto, “hay filosofías e ideologías, pero también cada vez más modos de pensar y de actuar que exaltan la libertad como único principio del hombre, en alternativa a Dios, y de ese modo transforman al hombre en un dios, pero es un dios equivocado, que hace de la arbitrariedad su sistema de conducta”, ha recordado Benedicto XVI.
Conviene cultivar la memoria del amor. Por grande que llegue a ser nuestra lejanía de la casa del padre, si, en algún momento de nuestra vida, hemos experimentado el amor de Dios sentiremos la nostalgia de volver a Él, de sustituir el vacío de la distancia por la riqueza de la proximidad. Es el recuerdo el que hace recapacitar al hijo pródigo de la parábola. La experiencia cristiana nos impulsa a almacenar recuerdos, a incrementar la memoria de los hijos, a desear el mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta.

En el año 2007, poco después de la aparición del libro de José Antonio Pagola, “Jesús. Aproximación histórica”, yo había publicado en mi blog de entonces una breve reseña sobre esa obra, en la que, entre otras cosas, decía: “El ‘Jesús histórico’ – el perfil de Jesús accesible a través de la crítica histórica – no es, sin más, el ‘Jesús real’. Pero los datos que provienen de la crítica histórica suponen una ayuda para depurar la fe de posibles adherencias mitológicas, así como la profundización de horizontes que parten de la fe constituye un estímulo para superar los, a veces, estrechos márgenes del historicismo”.
Es casi inevitable que, en las vísperas de un cónclave, se hagan quinielas y más quinielas. Y más en un cónclave tan peculiar como el que vamos a vivir, dado que se convoca no tras el fallecimiento del papa, sino tras su renuncia.
Me acabo de enterar del fallecimiento del mandatario venezolano Hugo Chávez. Un personaje curioso, original, que, al menos públicamente, ha apostado siempre por el “socialismo” sin renegar del “cristianismo”.
Nacido el 22 de junio 1953 en Duivendrecht en la diócesis de Haarlem-Amsterdam (Holanda),






