2.04.13

Jesús a María Magdalena: "Suéltame"

“λέγει αὐτῇ Ἰησοῦς, Μή μου ἅπτου, οὔπω γὰρ ἀναβέβηκα πρὸς τὸν πατέρα: πορεύου δὲ πρὸς τοὺς ἀδελφούς μου καὶ εἰπὲ αὐτοῖς, Ἀναβαίνω πρὸς τὸν πατέρα μου καὶ πατέρα ὑμῶν καὶ θεόν μου καὶ θεὸν ὑμῶν".

Un jovencísimo lector me ha hecho llegar una duda acerca de la interpretación de un pasaje del IV Evangelio, en el que Jesús dice a María Magdalena: “No me toques, que todavía no he subido al Padre” (Jn 20,17). Yo no soy un especialista en la exégesis neotestamentaria, esa ciencia tan complicada que puede, bien entendida, acercarnos a la Escritura o, por el contrario, alejarnos de ella, como una sobredosis de crítica literaria puede apartarnos del gozo de la literatura, que supone una cierta inmediatez con el texto, sin infinitos filtros que nos hagan sospechar que lo que leemos no es en realidad lo que leemos.

No es extraño que un jovencísimo lector se sorprenda de ese versículo. Nos sorprendemos todos. Y el mismo Catecismo habla, al respecto, del carácter velado de la gloria de Cristo Resucitado que se transparenta en sus “palabras misteriosas” a María Magdalena (n. 660). La revelación es revelatio, manifestación, y re-velatio, volver a velar; es decir, ocultamiento.

¿Qué significa pasar de este mundo al Padre? ¿Qué quiere decir entrar con el propio cuerpo en la gloria de Dios? Nuestro lenguaje es limitado, se refiere a lo que, en este mundo, podemos ver y tocar, ya que para “inteligir” es necesario “sentir”. La irrupción, en este mundo, de un mundo nuevo, no encuentra analogías ni parangones fáciles. Los datos de la fe que aluden al “otro mundo”, a la vida definitiva en Dios, no pretender saciar nuestra curiosidad, sino sostener, de modo fundado, nuestra esperanza. Una geografía de las “realidades útimas” resulta, con Barroco o sin él, inútil y hasta contraproducente.

Pero la revelación sería imposible sin una especie de intersección entre lo divino y lo humano, de irrupción del mundo nuevo en el mundo viejo. Por eso, no debemos espiritualizar en exceso la Resurrección de Cristo, ni tampoco materializarla en exceso. Con sano equilibrio, el Catecismo habla de la Resurrección como de un acontecimiento, a la vez, histórico y trascendente. Histórico, porque se hace presente, por medio de signos, en nuestro mundo. Trascendente, porque supone el inicio de un nuevo mundo, de un mundo cuyas coordenadas son celestiales, divinas.
El cuerpo del Resucitado es un cuerpo auténtico y real que posee al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: “no está situado en el espacio y en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere […] porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre” (Catecismo 645).

Su humanidad “ya no puede ser retenida en la tierra”. Aquí encuentro yo la clave de las palabras que Jesús dirige a la Magdalena: “No me toques”; es decir, no sigas tocándome, no quieras retenerme en esta tierra, suéltame, déjame recorrer el tramo final, entrar para siempre en el Padre. María hace con Jesús lo que cualquiera de nosotros haríamos con las personas amadas: resistirnos a su partida, querer conservarlos con nosotros para siempre.

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1.04.13

Respetar al Papa

Cuando era pequeño y me enseñaban el Catecismo había, en ese librito, una pregunta sobre la Iglesia. “¿Qué es la Iglesia?". La respuesta era: “Es la congregación de los fieles cristianos, fundada por Jescucristo, cuya cabeza visible es el Papa".

Sí, el Papa, el Obispo de Roma, es la cabeza visible de la Iglesia. La Cabeza invisible es Jesucristo, origen, fundador y fundamento de la Iglesia.

El Papa, sea quien sea, es el Papa. Y esa razón es suficiente motivo para asegurar nuestro respeto y nuestra obediencia. Lógicamente, el Papa no es el “amo” de la Iglesia. En la Iglesia todos estamos al servicio del Señor, sometidos a la soberanía, al yugo liberador, de la Palabra de Dios, el Verbo encarnado.

El Papa es el Siervo de los siervos de Dios. El que nos preside en la caridad; es decir, en el servicio. Es aquel que, en primer lugar, garantiza, porque así ha sido la voluntad de Cristo, la fidelidad al depósito de la fe. La comunión plena con el Papa es garantía de permanencia en la unidad de la Iglesia.

El ministerio petrino es un oficio que va más allá de quien, en un determinado momento de la historia, lo desempeña. Hoy, el Papa es Francisco. Ayer, Benedicto. Y antes, Juan Pablo II…

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31.03.13

La veracidad de la Resurrección

Homilía para el Domingo de Pascua

El domingo de Pascua es el último día del Triduo Pascual. Resuena, en este día, el “kerigma”, el solemne anuncio de la resurrección de Cristo hecho por Pedro el día de Pentecostés: “Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección” (Hch 10,40-41).

“Dios lo resucitó al tercer día”. La Resurrección, enseña el Catecismo, “es una intervención trascendente de Dios mismo en la creación y en la historia” (n. 648). Se realiza por el poder del Padre, que “ha resucitado” a su Hijo, introduciendo de manera perfecta su humanidad – con su cuerpo – en la Trinidad. Dios lo ha resucitado, no para que vuelva a morir, sino para que viva para siempre, para que entre en una vida que ya no tendrá fin.

Dios “lo hizo ver”. Jesús “fue visto”, “se dejó ver”, fue mostrado, revelado, por el Padre. No se trató, en ningún caso, de una “ilusión” personal de quienes lo vieron, o de una experiencia mística. La Resurrección no es un hecho que acontece en la subjetividad de los discípulos, sino que se trata de un acontecimiento real, a la vez histórico y trascendente. Histórico, porque tuvo manifestaciones históricamente comprobadas – como el sepulcro vacío y las apariciones -, y trascendente, porque se trata de una actuación divina que trasciende y sobrepasa a la historia.

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30.03.13

La fe pura

Homilía para la Solemne Vigilia Pascual

La Resurrección de Jesús es la “verdad culminante” de nuestra fe en Cristo, la verdad central y fundamental (cf Catecismo 638). San Lucas relata que las mujeres fueron las primeras que, de madrugada, acudieron al sepulcro (cf Lc 24,1). ¿Por qué esa premura? Beda comenta esa diligencia diciendo: “Si vinieron muy de mañana las mujeres al sepulcro, fue porque habían de enseñar a buscarlo y encontrarlo con el fervor de la caridad”. Es el amor el que mueve a buscar y a creer. Es el amor lo que conduce a Cristo.

Son las mujeres las últimas que lo dejan la tarde de su muerte. Habían seguido a José de Arimatea y habían visto el sepulcro y cómo había sido colocado allí el cuerpo de Jesús. Buscaban a Jesús muerto, para tributarle un último homenaje, llevando aromas y ungüentos. No era la primera vez que las mujeres ungían con perfume, en un gesto de generoso derroche, el cuerpo del Señor. Así, en Betania, María, la hermana de Lázaro, “tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos” (Jn 12,3).

Les mueve el amor, pero no el entusiasmo, la exaltación del ánimo. No esperan encontrar a Jesús vivo. En sus ojos había quedado grabada la escena terrible de la muerte del Señor en el Calvario y el impacto de ver su cuerpo muerto, envuelto en una sábana y depositado en un sepulcro nuevo. Al encontrar corrida la piedra del sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, su reacción es de desconcierto. Necesitan escuchar el anuncio de los ángeles para recordar las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitará”. Es la palabra de Cristo, el recuerdo de su palabra, lo que las lleva a creer.

Esta fe pura, que no cuenta todavía con más indicios que el sepulcro vacío, es la que anuncian a los Apóstoles y a los demás, quienes “lo tomaron por un delirio y no las creyeron”. Sólo Pedro, que ama más a Jesús que los otros, se siente motivado a comprobar por sí mismo lo que decían las mujeres. Pero únicamente vio las vendas en el suelo, y se volvió admirado de lo sucedido, pero no aún creyendo.

También los Apóstoles, como las mujeres, necesitan escuchar el anuncio y hacer memoria de las palabras del Señor. Necesitan que el Resucitado se haga presente y que, como a los discípulos que volvían entristecidos a Emaús, les hablase y les explicase las Escrituras. Ni las mujeres, ni los Apóstoles ni los discípulos estuvieron dispensados de creer. Tampoco nosotros.

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29.03.13

La Cruz gloriosa

Homilía para la celebración de la Pasión del Señor

El Viernes Santo, el primer día del Triduo Pascual, celebramos que Cristo, “en favor nuestro instituyó, por medio de su sangre, el misterio pascual”. La muerte del Señor es el primer paso de su “tránsito” de este mundo al Padre. La muerte, la sepultura y la exaltación al cielo son los tres momentos que conforman el único Misterio Pascual. En la unidad de este Misterio, la Cruz de Cristo es una Cruz gloriosa, digna de ser adorada: “Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos; por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.

Al venerar la Cruz de Nuestro Señor no nos complacemos en el dolor, no magnificamos un instrumento de tortura y de muerte, sino que cantamos el “ornato del Señor”, el “sacramento de nuestra eterna dicha”: “Las banderas reales se adelantan y la cruz misteriosa en ellas brilla; la cruz en que la Vida sufrió muerte y en que sufriendo muerte nos dio vida”. En la unidad de la Pascua, la Cruz de Cristo se alza como la única esperanza, capaz de redimir y de vencer todas las cruces que jalonan la historia de los hombres.

En la austera solemnidad del Viernes Santo, la Iglesia se reúne para contemplar la Pasión de Jesucristo. “Desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano”. “Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos”. Pero en esa imagen del Varón de Dolores, la mirada de la fe descubre la salvación del mundo: “sus cicatrices nos curaron”.

El amor de Cristo vence el mal. La confianza de Cristo vence la desconfianza del pecado. En su Pasión, “enmudecía y no abría la boca”. Cristo enmudece y calla, para que ninguna palabra que articulen sus labios sea una palabra de acusación. En la prueba, en el sufrimiento, el Señor nos precede con el silencio y la confianza: “Porque yo confío en ti, Señor, te digo: ‘Tú eres mi Dios’ ”. Benditos y alabados sean los que, probados por la vida, siguen repitiendo, como Jesús: “Yo confío en ti”, “Tú eres mi Dios”.

La Carta a los Hebreos nos invita a esta perseverancia, a esta paciencia: “Mantengamos la confesión de fe, ya que tenemos un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios”. Un sumo sacerdote “que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado”. En su obediencia y en su silencio, se ha convertido en “autor de salvación eterna”.

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