Descanse en paz, don Benito Estévez Domínguez
A veces uno cree, ingenuamente, que siempre habrá ocasión de despedirse de los seres queridos. No es verdad. Puede haberla o no. La muerte sorprende, literalmente, “como un ladrón en la noche”. Esta mañana me ha despertado de mi ensoñación, de mi deseo de que todo sea lógico y razonable, el mensaje de un amigo: “Buenos días – me decía -. Esta noche se nos ha ido don Benito al cielo”.
Don Benito no solo fue mi párroco, sino que, para mí, durante mucho tiempo, era “el” párroco, “el” cura. Yo no había conocido a ningún otro. Don Alberto Cuevas, delegado de medios de comunicación social de mi diócesis de Tui-Vigo, en un breve y precioso “obituario” me ayuda a recordar con objetividad lo real. El recuerdo personal no necesariamente traiciona la realidad, pero, a menudo, la deforma. Y es oportuno que con datos y fechas se nos reconduzca a la senda de lo que ha acontecido.
Voy a esos datos y fechas: “Don Benito fue ordenado sacerdote en Tui el 3 de julio de 1966”. Ese mismo año, 1966, fue el año de mi nacimiento. Un poco más tarde que en julio; en concreto, el 29 de octubre de 1966. “En 1971 se le encargó la parroquia de Mondariz”, “en el año 1994 es destinado a la parroquia de Santiago de Redondela”. Es decir, cuando don Benito llegó a Mondariz, mi parroquia natal, yo tenía cinco años. Y cuando él se fue, por traslado, a Redondela, en 1994, yo contaba veintiocho años de edad. Ya era sacerdote – lo fui desde 1991 – y me iba justo ese año a Roma para iniciar los estudios de licenciatura en Teología Fundamental en la Pontificia Universidad Gregoriana.
En resumen, tuve de párroco a don Benito durante veintitrés años. No exagero nada si digo que él fue una de las personas a las que yo más debo en mi vida. Tengo la sensación de que en la balanza pesa mucho más lo que él puso que lo que yo pude responder. Yo no sería cura sin la mediación, eso son cosas de Dios, de don Benito. Y no habría superado tantas dificultades sin su ayuda y consejo.
Creo que Dios le concedió a don Benito una gracia muy singular: la de suscitar vocaciones. No todos los sacerdotes tenemos ese carisma. Solo algunos. Y él lo tenía de modo muy destacado. Estaba tan feliz de ser cura que contagiaba ese deseo. Hacía todo lo posible, siempre respetando la libertad de las personas, para que los muchachos de la parroquia que él veía con “posibilidades” fuesen al Seminario. Y muchos fueron, yo entre ellos. Y bastantes se ordenaron, yo entre ellos.
En estos últimos tiempos creo que no me he portado bien con él. No por acción, sino por omisión. Mi afecto ha permanecido entero, si bien quizá he sido un poco esclavo de mis horarios: la parroquia, las clases, el estudio… Cosas importantes, pero secundarias. Lo principal es la caridad, el amor fraterno. Y eso, si no entra en la agenda, puedo llegar a olvidarlo.
Estoy seguro de que don Benito no me lo va a recriminar. Esta tarde he concelebrado la Santa Misa en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo en la concatedral de Vigo. Me tocó a mí, como segundo concelebrante, recitar el “memento de difuntos” en la plegaria eucarística: “Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección, de nuestro hermano Benito, sacerdote, y de todos los que han muerto en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro”.
Don Benito: ¡Muchas gracias! Dios sabrá premiar todo el bien que usted ha hecho.
Guillermo Juan-Morado.
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