Lecturas. Camille Focant, "Le Ressuscité. Figure d'une présence autre"
Camille Focant, Le Ressuscitè. Figure d’une presence autre, Les Éditions du Cerf (Lire la Bible 205), Paris 2024, 221 p., ISBN 978-2-204-16065-0, 22 €.
Camille Focant (Lavaux-Sainte-Anne, Bélgica, 1946) es profesor emérito de Nuevo Testamento de la Universidad Católica de Lovaina y miembro de la Academia Real de Bélgica. Ha publicado numerosas obras, traducidas a diversos idiomas; entre ellas, Les paraboles évangéliques y Une Passion: trois récits.
El libro que recensionamos, dedicado a Adolphe Gesché (Bruselas 1928 – 2003), un teólogo volcado en la hermenéutica y en la revelación, cita a modo de “íncipit” unas palabras del Patriarca Atenágoras (1886-1972): “La resurrección no es la reanimación de un cuerpo, sino el comienzo de la transfiguración de la tierra”. El texto se divide en tres partes. En la primera, se estudian las representaciones de la muerte y del más allá en el Antiguo Testamento, el judaísmo antiguo y en la predicación de Jesús. La segunda parte, titulada “El dossier literario sobre la resurrección de Jesús”, analiza los testimonios apostólicos, comenzando por la predicación de Pedro y Pablo en los Hechos de los Apóstoles y por un antiguo credo transmitido por Pablo en su primera carta a los Corintios, para seguir con un análisis narrativo de los testimonios evangélicos. La tercera parte está dedicada a reflexiones históricas y hermenéuticas sobre cómo hablar de la experiencia original de los primeros testigos y sobre la fecundidad de la experiencia pascual en el cristianismo naciente.
El capítulo primero se centra en el Antiguo Testamento antes del siglo II. Examina las concepciones de la muerte que se dan en ese período y los testimonios acerca de la suerte del difunto después de su muerte. El verbo “morir” y la palabra “muerte” referidas al ser humano son vistos, en una comprensión antropológica no dualista, como una separación de la vida, como una salida sin retorno; como el desenlace natural e inevitable de la vida. En cuanto al destino del muerto, la esperanza de supervivencia entendida en términos de resurrección individual después de la muerte no figura entre los textos bíblicos antiguos.
El siglo II supone un punto de inflexión, como se indica en el capítulo segundo. El intento de helenizar Judea por parte del rey seléucida Antíoco IV provocó la revuelta de los Macabeos y despertó la pregunta por la suerte de los mártires que prefirieron la muerte a la apostasía. Nace una esperanza en la resurrección de los justos, tal como atestigua el libro de Daniel (12,2-3) y el segundo libro de los Macabeos (7; 12,38-45 y 14,45-46). En los escritos judíos intertestamentarios están presentes dos concepciones: una se refiere a una resurrección como preludio del juicio que separará a los justos de los impíos; otra concepción, influida por el pensamiento griego, habla de una inmortalidad o de una vida incorruptible para los mártires. Los textos de Qumrân no permiten determinar la importancia que esa comunidad atribuía a la resurrección. Las concepciones judías en tiempos de Jesús oscilaban entre la no aceptación de la resurrección por parte de los saduceos y la creencia en la misma por parte de los fariseos.
En el capítulo tercero, se estudian las palabras de Jesús durante su vida pública que revelan su comprensión general de la resurrección. El texto en el que la cuestión de la resurrección se afirma frontalmente es el que recoge la controversia de Jesús con los saduceos. El autor se centra en la lectura de Mc 12,18-27. La fe en la resurrección es una implicación de la fe en Dios, un Dios de vivos. Dudar de la resurrección equivale, en el fondo, a dudar del poder de Dios, como si el poder de la muerte fuese más grande que el suyo. No hay razones que impidan aceptar la historicidad de este relato evangélico; una discusión de este tenor es plausible en la vida de Jesús. Otros datos evangélicos tratan sobre la resurrección en general (cf Lc 16,19-31; Lc 14,12-14 y Mt 25,31-46), sin evocar, en Mt 25, la resurrección en sí misma, sino como preludio indispensable del juicio. Finalmente, se abordan los anuncios de la resurrección del Hijo del hombre.
La segunda parte versa, como ya se ha indicado, sobre el dossier literario acerca de la resurrección de Jesús. El capítulo cuarto estudia las cartas de Pablo y los discursos de Hechos, que son los testimonios más antiguos del Nuevo Testamento. No son textos de naturaleza narrativa. Se trata, en primer lugar, del más antiguo credo sobre la resurrección (1 Cor 15,1-5). En segundo lugar, del elogio de Jesucristo del capítulo 2 de la carta a los Filipenses, en el que Pablo habla de la elevación/exaltación de Cristo. En tercer lugar, se aborda el kerygma primitivo a partir de los discursos de los Hechos de los apóstoles, atendiendo a diferentes registros de lenguaje (ser levantado/despertado y elevado/exaltado) y a diferentes maneras de presentar y de representarse la resurrección de Jesús, subrayando la semejanza del Resucitado con el Jesús terreno o la novedad del estado del Resucitado.
El capítulo quinto trata sobre la visita matinal a la tumba abierta. Estamos ante textos evangélicos de carácter narrativo. Focant indica los elementos comunes a los cuatro evangelios y, posteriormente, señala la perspectiva propia de cada uno de ellos: Mc 16,1-8; Mt 28,1-8.11-15; Lc 24,1-12 y Jn 20,1-10. En síntesis, se puede decir que Marcos es el único evangelista que no incluye ningún relato de aparición del Resucitado, testimoniando así la posibilidad de adherirse a la fe en la resurrección sin referirse a las apariciones. Mateo pretende, apologéticamente, contestar la fábula judía del secuestro del cuerpo por los discípulos. En Lucas, todas las apariciones acontecen en Jerusalén, señalando a Galilea como lugar de un oráculo anterior de Jesús y no como lugar de reencuentro futuro con el Resucitado. En Juan, el capítulo 20 está atravesado por el tema de la fe, por la relación entre ver y creer, reflejando las diferentes reacciones de María Magdalena, Pedro y el discípulo amado, que “vio [los lienzos tendidos] y creyó”: “percibe el signo de otra presencia, la de aquel que se ha liberado de los lazos de la muerte. Y su fe llega sin necesidad del apoyo de las Escrituras ni de una aparición del Resucitado” (p. 85).
El capítulo sexto está dedicado a las apariciones a los discípulos, mujeres y hombres, que no forman parte de los Once. Un mismo marco fundamental es reconocible en los cuatro evangelios canónicos: la visita matinal a la tumba, seguida por un relato de aparición a una o dos personas que no forman parte del grupo de los Once y, enseguida, una aparición del Resucitado a los Once para enviarlos en misión. Mt 28,9-10 narra cómo el Resucitado viene al encuentro de María Magdalena y la otra María, un breve relato que prepara la escena final del evangelio: la aparición a los Once. Jn 20,11-18 narra una aparición a María Magdalena, describiendo su nacimiento a la fe pascual: mira a Jesús, pero no lo reconoce, por la alteridad del Resucitado. El reconocimiento se debe a la iniciativa de Jesús, que la interpela por su nombre y que le pide que no lo retenga, que no se apropie de su nueva presencia, sino que acepte su elevación hacia el Padre. María, que ha “visto al Señor”, se convierte en la primera apóstol. Lc 24,13-35 contiene el largo relato de la aparición a los discípulos en el camino de Emaús, en el que desarrolla las temáticas de la comprensión y del reconocimiento, del ver, de la interpretación, de la apertura. Jesús, a quien no reconocen, comienza interpretando las Escrituras en lo que le concierne a él. Los ojos preparados por la explicación hermenéutica precedente se abren para que, finalmente, lo puedan reconocer cuando parta para ellos el pan y se lo dé. Una vez reconocido, se vuelve invisible: la epifanía ha terminado. La cena de Emaús vincula las comidas que Jesús ha compartido durante su ministerio con las que reproducen los primeros cristianos en la Iglesia naciente en memoria de él (cf p.100-101).
El capítulo séptimo trata las apariciones a los Once y su envío a la misión: Mt 28,16-20; Lc 24,36-52 y Jn 20,19-29. Los tres evangelios difieren en cuanto a los detalles del reencuentro de Jesús con los suyos y en la manera de presentar la misión. Jn 20,24-29 refleja el paso de Tomás de la duda a la fe. Tomás es la figura de aquel que ha de creer confiando en el testimonio de los discípulos; representa, en cierto modo, a los cristianos de generaciones ulteriores. En un primer momento, Tomás rechaza remitirse al testimonio de los otros discípulos para creer; pretende hacerlo basado en una verificación empírica. Todo lo contrario del discípulo amado, que ha creído sin haber visto al Resucitado (Jn 20,8). El Resucitado se acerca a Tomás y le da permiso para tocarle, pero a la vez le invita a cambiar de actitud y a actuar como un verdadero creyente, pasando de la incredulidad a la fe. Tomás, sin llegar a tocar las marcas de la crucifixión en el cuerpo del Resucitado, exclama: “¡Señor mío y Dios mío!” (v. 28). Comprende que el Resucitado ya no pertenece al mundo histórico y a sus verificaciones empíricas, sino más bien al mundo divino. Jesús pronuncia una bienaventuranza: “Dichosos los que no han visto y han creído” (v 29b). La fe de las siguientes generaciones de cristianos se basará en el testimonio de los discípulos transmitido con la fuerza del Espíritu.
El capítulo octavo examina dos complementos a los textos evangélicos originales: Mc 16,9-20 y Jn 21,1-25. Se trata de textos canónicos, reconocidos como tales por la Iglesia, aunque los exegetas dudan de su “autenticidad” – es decir, creen que no proceden del mismo autor del respectivo evangelio, sino que se trata de añadidos posteriores -. De ser cierta esta sospecha, ¿por qué se habrían añadido estos complementos? Por diferentes necesidades. Mc 16,9-20 habría sido adjuntado al cuerpo del evangelio para encontrar una solución a un problema teológico-literario: evitar que un evangelio, el de Mc, terminase sin evocar ningún relato de aparición (cf p. 144), máxime cuando los cuatro evangelios fueron reunidos en una colección siguiendo el orden Mt-Jn-Lc-Mc. El añadido de Jn 21confirmaría el reconocimiento por parte de las comunidades joánicas de la preeminencia pastoral de Pedro, a quien el Resucitado confía la responsabilidad de pastor.
La tercera parte, “reflexiones históricas y hermenéuticas”, se ocupa, en el capítulo 9, de la “cuestión de la historicidad”. La honestidad es un deber para el historiador; una obligación que exige explicitar los presupuestos ligados a la propia visión del mundo. Para algunos, la resurrección es a priori racionalmente imposible. En este supuesto, la resurrección obedecería a la imaginación creativa de las comunidades o a otras causas del estilo. Otros admiten la posibilidad de la resurrección, aunque el juicio sobre los detalles varíe según cada autor. En cualquier caso, convienen en que “hay un misterio a respetar” (cf p. 148). C. Focant se sitúa en esta segunda perspectiva y, desde ella, se posiciona sobre la historicidad de los testimonios sobre la resurrección: la tumba abierta – la fórmula “tumba vacía” no aparece en el Nuevo Testamento (cf 149) - , que constituye un signo de la resurrección para los primeros cristianos de Jerusalén, aunque no una prueba de la misma, y las apariciones del Resucitado, atestiguadas en Pablo, en Hechos y en los finales de los evangelios, aunque los relatos difieren entre sí, bien sea por la localización o por el modo de narrar la aparición. Los textos de las apariciones invitan a no separar sus aspectos paradójicos: el Resucitado trasciende nuestras condiciones espacio-temporales y, por otra parte, no es un fantasma o el resultado de una alucinación; los textos invitan al lector a resolver la contradicción en la unidad del misterio (cf p. 156). El método histórico-crítico no permite ir mucho más allá de constatar el hecho incontestable de que los testigos han transmitido el anuncio de la resurrección de Jesús con la convicción de que el Crucificado está vivo.
En el capítulo 10 se reflexiona sobre la experiencia original de los primeros testigos. Su encuentro con el Resucitado supone una síntesis activa de una percepción, un reencuentro humano y una interpretación sostenida por la confianza y por la fe que les ayuda a pasar del “ver al hombre” al “creer a Dios” (cf p. 163). El encuentro con el Resucitado ha movido a los discípulos a vivir de modo pascual, no a idolatrar el pasado, sino a abrirse al futuro. No tiene sentido obsesionarse, al modo positivista, con la historicidad minusvalorando lo esencial del misterio: “su sentido, su dinamismo, el aliento que lo atraviesa” (p. 168). El reencuentro con Jesús ha conducido a los primeros testigos a novedades prácticas y teóricas que, con el título “los frutos de la experiencia pascual”, el autor examina en el capítulo 11: 1) Una nueva lectura de las Escrituras, ya que Cristo, con su vida, muerte y resurrección constituye la clave de interpretación de la Escritura. 2) La propagación de la Buena Noticia, la evangelización. 3) Una comprensión de Cristo y de Dios nueva y sorprendente. 4) La creación de un nuevo género literario: los evangelios. 5) Una nueva relación con la ley de Moisés. 6) La comprensión del pueblo cristiano como “cuerpo de Cristo” y del hombre cristiano como “cuerpo espiritual”.
El libro de Camille Focant resulta de gran ayuda para todo aquel que quiera profundizar en el testimonio neotestamentario sobre la resurrección de Jesús, así como en los presupuestos de una adecuada hermenéutica que se abra a la novedad que irrumpe con la pascua. El Resucitado es la cifra de “otra” presencia. No podemos buscarlo en el mundo de los muertos, al que no ha retornado, sino en el de los vivos, en el de Dios, del que ya participa plenamente como Hijo encarnado. Desde ahí, desde Dios, podremos rastrear las huellas que ha dejado en la historia y, sostenidos también por la fe de los primeros testigos, creer en él, que viene a nuestro encuentro en su palabra, en la eucaristía y en el seguimiento como primicia de un mundo transformado.
Guillermo Juan-Morado.
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