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14.04.20

La tribulación y el escándalo. Los paganos y los malos cristianos

Vivimos un momento de tribulación. El mundo que hemos conocido parece venirse abajo y no sabemos aún cómo será el de mañana. Nuestra fe pequeña, raquítica tantas veces, puede inducirnos a pensar que, con el mundo, caerá también la Iglesia de Cristo – acaso lo que queda de ella - y, entonces, a la tribulación añadimos la zozobra más grave, la quiebra de la esperanza.

San Agustín predicó a sus diocesanos un sermón, el 81, con motivo de la caída de Roma. El 24 de agosto de 410 entraron en Roma las tropas de Alarico, saqueándola a hierro y fuego. El mundo antiguo, en el que se había sembrado el Evangelio de Cristo, se desmoronaba. Roma era no solo la capital del Imperio, sino asimismo la ciudad santa de Pedro y Pablo. Dos decenios después, Genserico asedió Hipona, donde su obispo, san Agustín, murió en el 430.

San Agustín les dice a sus oyentes que no teman la tribulación, pero que, sin embargo, huyan del escándalo. La tribulación es la prueba, la purificación que puede sacar lo mejor de nosotros mismos. El escándalo es, por el contrario, la invitación a blasfemar de Cristo, a apartarnos de él para, así, falsamente, pretender evadir la prueba.

¿En qué consiste la prueba, la tribulación? En la ruina del mundo: “El mundo es devastado, se estruja como el aceite en la almazara”. No se niega la realidad, que es adversa. Pero ese estrujamiento puede ser la ocasión que haga emerger lo más valioso de cada uno; dependerá de nuestra disposición con relación a Dios: “Llega la tribulación; será lo que tú quieras, o una prueba o la condenación. Será una cosa u otra según te encuentre. La tribulación es un fuego. ¿Te encuentra siendo oro? Elimina tus impurezas. ¿Te encuentra siendo paja? Te reduce a cenizas”.

¿En qué consiste el escándalo? En no guardarse de la seducción de aquellos que, desde fuera o desde dentro, nos incitan al mal; nos inducen a renegar de Dios, a desconfiar de él. En tiempos de san Agustín, esta incitación provenía de muchos paganos, que culpaban a los cristianos del hundimiento de Roma: La ciudad es devastada porque se había abandonado el culto a los dioses paganos. Pero esta queja provenía también de los que san Agustín llama “malos cristianos” que, para evitar la confrontación, estaban dispuestos a no disentir de esta visión errónea: “Mira lo que nos dicen los paganos, lo que nos dicen —y esto es más grave— los malos cristianos”.

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