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22.11.18

"Rufián"

Las palabras son lo que son. Sobre el uso que hagamos de ellas tenemos un poco más de responsabilidad. Pero las palabras han llegado a significar lo que, hoy, significan de hecho. Por ejemplo, “rufián”. Según el Diccionario de la RAE esta palabra – “rufián” – tiene dos acepciones: 1. “Persona sin honor, perversa, despreciable” y 2. “Hombre dedicado al tráfico de la prostitución”.

La misma fuente indica que quizá el término proceda del italiano “ruffiano”, y este del latín, “rufus” (rubio o pelirrojo). Parece que las meretrices romanas, para distinguirse como tales, se adornaban con pelucas rubias. Las meretrices romanas tenían, según esta explicación, la virtud de querer aparentar lo que realmente eran. Una coherencia que uno no puede dejar de alabar.

Lo rubio y lo pelirrojo no siempre ha gozado de buena fama. Se cuenta que, en una disputa entre un jesuita y un mercedario (este último, rubio), el primero replicó airadamente al segundo: “Rubicundus erat Iudas”. El mercedario, rápido de reflejos, contestó diciendo: “Et e societate Iesu”. El cine, en su día, proclamó que “Los caballeros las prefieren rubias”. Quizá – quién lo sabe – jugando con algunos sentidos históricos del adjetivo “rubias”.

Uno no es responsable de su apellido. Un ejercicio muy pedagógico consiste en “traducir” al español apellidos extranjeros. Esa simple traslación es suficiente para que el glamur, el encanto que fascina, decaiga en el intento. No es lo mismo llamarse, digamos, “Carlo Cipolla” que Carlos Cebolla. O “Cosimo Pirolla” que a saber cómo. Algo similar sucede en otras lenguas. Tal vez por ello, cuando anuncian perfumes o productos de lujo, pronuncian con un deje norteamericano – y antes, francés – unas palabras apenas ininteligibles. Tanto más glamurosas cuanto más impronunciables.

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