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11.05.16

La nostalgia de la tribu

La nostalgia es la pena melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida. Claro que, a veces, esa dicha “perdida” se ha perdido solo en la imaginación, o en las reconstrucciones ideológicas de lo que se supone que fue algún día, y que quizá no fue nunca. En cierto modo, la nostalgia del Paraíso, o algo similar a ello, se ha perpetuado también en las visiones secularizadas de la historia. Con el riesgo, en estas últimas, de pensar que no cabe una superación de lo primero por lo último, a costa de la gracia, sino que lo único viable es la apuesta – caiga quien caiga – de lo primero sobre lo último, de la añoranza – onírica o voluntarista – de los orígenes. Aquí no cabe – en este supuesto - ni el pecado original ni la culpa, ni tampoco el perdón y la redención, tan exageradamente “heterónomos”.

Un nostálgico de primera división fue Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Su nostalgia no era de la tribu – que supone una forma de civilización – sino, directamente, del estado salvaje. Yo no me atrevería a decir del “Paraíso”, aunque quizá él sí. “Lo bueno es lo salvaje, lo malo es lo civilizado” sería el eslogan de Rousseau. ¿Y cuál ha sido la fatal culpa, la maldita causa, que ha trocado lo malo en bueno, lo salvaje en civilizado? Sin duda, una invención diabólica: la propiedad privada. Para deshacer el mal, para lograr la redención (laica), solo haría falta abandonar la civilización.

Rousseau, dispuesto a abandonar, abandonó hasta a sus hijos; a los cinco hijos tenidos con Thérèse le Vasseur, sirvienta de su hotel en París. A todos ellos los llevó al hospicio, a los Enfants trouvés. Ya el Estado – no la tribu, sino el resultado del contrato social – velaría por ellos. Mientras tanto, Rousseau podría dedicarse tranquilamente, sin cargas molestas, a teorizar sobre pedagogía. En 1755 Voltaire agradecía del siguiente modo el envío, por parte de Rousseau, de su “Discurso sobre la desigualdad”: “Nunca se ha empleado tanta inteligencia en el designio de hacernos a todos estúpidos”.

¡Tanta inteligencia mal empleada!. Le daría la razón, sin que sirva de precedente, a Voltaire. Es una tentación poco sensata pensar que quienes promueven lo peor sean tontos o poco documentados. En general, lo peor lo proponen los listos. No cabe pensar que Satanás sea un ser falto de inteligencia. Los demonios en general saben tanto, son tan perspicaces, que no pueden ni negar las verdades de la fe – no las aceptan, porque les disgustan, pero no las niegan, porque saben que son verdaderas - . Es el famoso tópico de “la fe de los demonios”, que creen – sí -, pero sin confianza, haciéndose violencia a sí mismos, a regañadientes.

La historia reciente no está privada de “demonios”. No tan inteligentes como los ángeles caídos, pero casi. Por lo menos con idéntica astucia – virtualidad en la que siempre adelantan a los hijos de la luz los hijos de las tinieblas - .Si Rousseau se remontaba a algo así como el “estado salvaje” – en el que, obviamente, no creía ni él – , Engels en su ensayo titulado “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado” (1884), pretendía corroborar, con el apoyo de supuestos análisis históricos y antropológicos, las tesis materialistas de Marx: La familia “es el elemento activo; nunca permanece estacionada, sino que pasa de una forma inferior a una forma superior a medida que la sociedad evoluciona de un grado más bajo a otro más alto”.

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