J.R.R. Tolkien - Entre Bloemfontein y Bournemouth- Capítulo 10 – La segunda parte de El Hobbit
Podemos imaginar al autor de El Hobbit la mar de feliz y gozoso de ver que su obra, aquella que había nacido sin saber exactamente las razones por las que le apareció aquel “en un agujero…”, estaba teniendo un notable éxito por mucho que sus colegas de profesión (a lo mejor algo envidiosillos o algo así) no tuvieran muy claro si aquello había surgido fruto de las subvenciones que recibía su autor para trabajar o qué…
De todas formas, había alguien que, sin duda, se frotaba, legítimamente, las manos y se tentaba el bolsillo y no era otra persona que su editor, Unwin. Y es que aquella obra, que parecía en principio para niños según el leal saber y entender de su “consejero”, Rayner (su propio hijo) y que, tras leer aquella obra, recomendó, digamos, su publicación, se vendía como (haciendo uso de pitanza propia de aquella isla inglesa) fish and chips por no decir eso de “como churros” que no viene demasiado bien al lugar donde todo eso se produjo…
Y bien, después de esta pequeña broma, digamos que sí, que aquel hombre, editor de renombre, se dio cuenta de que lo que quería el público lector era más aventuras de los Hobbits, aquellos medianos que vivían en agujeros que no eran unos agujeros cualquiera. Y así se lo pidió al profesor que tanto tino había tenido con aquellas que lo habían sido de Bilbo Bolsón, los enanos y el Smaug, el dragón acaparador y, ciertamente, avaricioso, de oro que, por otra parte, ya me dirán ustedes para qué quería aquel extraño botín un ser como aquel. Y es que estamos más que seguros que le debieron llegar muchas cartas (entonces aún se escribían cartas) diciéndole eso, que ellos lo que querían era saber más cosas de los Hobbits y, si era posible, que batallaran más o caminaran más por la Tierra Media.
Sin embargo, estaba más que claro que eso no lo podía hacer su autor. Bueno, no lo podía hacer, así, como si nada, porque, primero, no debió pensar que aquello pudiera tener, digamos, una continuación y, por eso mismo, termina El Hobbit como termina que es lo mismo que decir, por ejemplo, “hasta aquí llegó la historia”. Y tuvo que discurrir otra cosa que, por cierto, le llevaría unos cuantos años producir, digamos, parir, si ustedes nos entienden, con un parto con no poco dolor y sufrimiento…
Esto lo decimos porque cuando, al final de El Hobbit están hablando Bilbo y Gandalf, a uno se le pasan por la cabeza dos cosas:
1. Le gustaría que acabara la conversación o, al menos, que siguiera:
-”¡Gracias al cielo! -dijo Bilbo riendo, y le pasó el pote de tabaco-”
Y así, pues, termina esta obra y algo debería decirnos el que se titule, tal parte, “La última jornada”.
2. Ciertamente, así termina porque la aventura completa ha sido finiquitada y, al parecer, nada más puede pasar y aquí se quedan los dos amigos hablando y fumando… Y sí, no podemos negar que se nos deja con la miel en los labios de saber, saber, saber pero, al fin y al cabo, hasta ahí llegó la historia, debió pensar Tolkien padre.