La Iglesia copta (IV)

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La liturgia alejandrina

La Iglesia en Egipto desarrolló desde sus albores su propia versión de la única liturgia cristiana, particularmente en la referida a la misa. El llamado rito alejandrino es uno de los cuatro grandes ritos de la Iglesia, junto al antioqueno, el romano, y el bizantino o griego, que es el más reciente.

Según san Juan Crisóstomo, era tradición que san Marcos, en cuya casa de Jerusalén (el Cenáculo) había tenido lugar la Última Cena, y donde se reunía la primera comunidad (se le llamaba entre los Padres “la primera iglesia del mundo”), había sido el pionero en registrar por escrito en griego la liturgia de la eucaristía como un servicio regular. Así, Egipto se convertiría en la sede de la liturgia reglamentada más antigua de la Cristiandad, traída por su primer obispo. Más aún, otro de los pocos textos litúrgicos de la Iglesia primitiva que se conserva, corresponde al obispo egipcio Serapión de Thmuis (mediados del siglo IV), en su Eucologio.

Se sabe con certeza que el prefacio y el Sanctus fueron primeramente empleadas en la liturgia copta, tan pronto como en 230 d.C, y de ahí extendida al resto de Iglesias. La liturgia romana primitiva, llevada por san Hipólito, tiene tantos puntos de semejanza con la alejandrina, que los expertos consideran que Hipólito era probablemente de origen egipcio. En 330 d.C, san Atanasio entregó una copia de la liturgia de san Marcos para la formación de los futuros sacerdotes a Fromencio, evangelizador y primer obispo de Etiopía.

Hay evidencias de que la liturgia de san Marcos influyó en la primitiva liturgia de Santiago para dar lugar a la llamada liturgia hierosolimitana (que presenta la misma anáfora de entrada, la narración de la institución, la epíclesis, la oración, la conmemoración de los santos y la oración de los difuntos, que las liturgias egipcias).

Parece que la liturgia antioquena, supuestamente otorgada por san Clemente de Roma (92-102 d.C, que a su vez la habría recibido de los apóstoles Pedro y Pablo), codificada por escrito ya en el siglo IV d.C, recibió una influencia notable de la liturgia de san Marcos. La que se registra en los siglos siguientes sigue la estructura de la egipcia, organizando y ampliando una más primitiva y simple (probablemente la clementina).

De ese modo, vemos que la liturgia alejandrina estuvo detrás, de forma más o menos directa, de las otras tres liturgias más primitivas de la Iglesia.

La liturgia de san Marcos incorporó la llamada Anáfora de san Basilio, atribuida al capadocio en su visita a Egipto de 357 d.C. No obstante, se han hallado manuscritos de la liturgia alejandrina de finales del siglo III d.c, que ya incorporan fórmulas de esta anáfora. Una explicación sería que san Basilio incorporaría (y editaría indudablemente con aportes propios) esta anáfora nativa y más antigua al rito de san Marcos, y que posteriormente se le atribuiría su autoría.

Las diferencias de la anáfora de san Marcos y la de san Basilio no son especialmente relevantes, por lo que más que dos ritos se trata de dos variantes del mismo. En la anáfora de San Marco, todas las intercesiones preceden a la anáfora y no existen fórmulas cristológicas o soteriológicas, mientras que en la de San Basilio muchas intercesiones están insertas en la anáfora, aunque conserva las preanaforales, y presenta muchas fórmulas sobre la naturaleza de Cristo y la teología de la salvación. Asimismo, mientras la liturgia de san Marcos se basa fundamentalmente en citas del Antiguo Testamento, la de san Basilio emplea casi exclusivamente del Nuevo. La mayor antigüedad de la fórmula de san Marcos explica estas diferencias (fueron muy posteriores al primer obispo de Alejandría las definiciones dogmáticas o el canon del Nuevo Testamento. Mientras la anáfora de San Marcos refleja la espiritualidad más sencilla del siglo I, la de San Basilio recoge el intenso trabajo teológico de los siglos III y IV, basado en los trabajos de Orígenes depurados por san Atanasio.

Para el siglo VI, la liturgia de san Marcos había sido traducida del griego al copto, traducción atribuida al metropolitano san Cirilo, razón por la que se le conoce como liturgia de san Cirilo, aunque no hay diferencia substancial entre ellas.

Según el padre Bouyer, la liturgia romana, atribuida a san Gregorio el Magno (siglo VI) presenta pocas similitudes con la de Hipólito, y sin embargo, se asemeja a la liturgia alejandrina de su época (la llamada de san Cirilo): “El esquema del cuerpo mismo es exactamente el mismo que en el rito alejandrino”. Por ejemplo, “solo en Egipto y Roma el diálogo introductorio comienza con: «El Señor esté con vosotros», seguido de: «Levantad vuestros corazones». Otra similitud es el comienzo de la eucaristía. En Roma comienza con: «Es verdaderamente digno y justo, equitativo y accesible para la salvación». En Alejandría se usan las mismas palabras, añadiendo «santo» después de «digno y justo»”.

En cuanto a Constantinopla, hasta finales del siglo IV se usaba la liturgia de san Basilio (probablemente traída por el santo a su regreso de Egipto), pero ampliada con aportaciones particulares griegas, hasta hacerla el doble de larga. Durante el siglo V fue sustituida por la llamada liturgia de san Juan Crisóstomo, con evidentes influencias de la liturgia antioquena (sede original del gran santo), y más simple que la basiliana (quiza la razón de su éxito), que quedó relegada a unas pocas, y solemnes, citas en el calendario liturgico.

En resumen, la liturgia de san Marcos es la más antigua codificada, y se considera la que más fielmente recoge la liturgia cristiana primitiva. Es la base, o ha influido poderosamente, en las otras tres liturgias cristianas: la de Antioquía, siríaca o de Santiago, la romana o de san Gregorio, y la bizantina, griega o de san Juan Crisóstomo. En el formato elaborado por san Basilio, se convirtió en la liturgia oficial de la Iglesia en Egipto, también llamada liturgia copta por haberse traducido a esta lengua (desde el griego original), o liturgia de Alejandría por ser la sede metropolitana de Egipto.

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El conflicto entre calcedonianos y no calcedonianos en Egipto

El mismo año (457 d.C) en que el patriarca calcedoniano de Alejandría, Proterio, moría asesinado, subía al trono de Constantinopla el emperador León I, llamado el Tracio, sucediendo al fallecido Marciano. Al igual que este, era un auxiliar militar del magister militum germánico Aspar, verdadero dueño del ejército oriental (y el trono) en la sombra.

León fue innovador en muchos aspectos: por ejemplo, tras haber sido civilmente coronado, marchó a la basílica de Hagia Spohia, donde depositó su corona dorada en el altar, de donde fue colocada de nuevo en sus sienes por el patriarca antes de salir, estableciendo así un ritual de coronación cristiano que sería seguido posteriormente no sólo en el Imperio Oriental, sino también en los reinos germanos cristianos de occidente. También fue el primero en usar el griego en los documentos oficiales, en vez del latín tardío, y asimismo supo deshacerse de la tutela de Aspar y los germanos, aliándose con los jefes de una belicosa tribu anatolia llamada isaurios, en una serie de conflictos que no son el objeto de este artículo.

En cuanto a la cuestión religiosa, León I era tan ortodoxo como su predecesor. En 460, al negarse Timoteo II Eluro a suscribir las actas de Calcedonia, le depuso y desterró a Gangres, nombrando en su sustitución al monje ortodoxo Timoteo III Salofakiolos, del convento de la Metanoia de Tabenne (en Canope) como metropolitano alejandrino. Salofakiolos intentó congraciarse con la mayoría no calcedoniana, rehabilitando la memoria de Dióscoro. No logró otra cosa que provocar las protestas del papa. Al emperador León I le sucedió en enero de 474 su yerno, el general isauriano Zenón, también calcedoniano.

Al año siguiente Basilisco, hermano de la esposa de León, se rebeló contra Zenón, logrando controlar Constantinopla durante más de un año en 475. Basilisco era monofisita, y con su apoyo (expresado en el decreto anticalcedoniano egkyklios), el partido no calcedoniano sacó a Timoteo II Eluro de su destierro y lo repuso en la sede de Alejandría, obligando a Salofakiolos a refugiarse en su monasterio de Canope. Su nombre fue borrado de la lista de patriarcas, y considerado usurpador.

Zenón recuperó el trono en agosto de 476, pero su posición era aún precaria (por cierto que al mes siguiente fue depuesto de facto el último emperador de Occidente, Rómulo Augusto, el insignificante hijo de un comandante militar, pasando a regir Italia el rey germano Odoacro de los hérulos) y decidió dejar a Timoteo II en el trono hasta su muerte natural el 31 de julio de 377, después de veintitrés conflictivos años de pontificado. Los obispos monofisitas proclamaron al monje Pedro III (llamado Mongos, tartamudo), diácono de Eluro, como su sucesor, pero por indicación de Zenón, las tropas imperiales escoltaron de regreso a Timoteo III Salofakiolos desde su monasterio al palacio patriarcal de Alejandría, como metropolitano legítimo consagrado. Los monofisitas se resistieron a ceder, y hubo enfrentamientos con las tropas. Tras un sangriento encontronazo, Pedro fue depuesto y Timoteo entronizado de nuevo.

Pero el cisma era ya un hecho, aunque se negara, y los cuatro años siguientes fueron un infierno para Salofakiolos, con la oposición y desobediencia de la mayoría de obispos y sacerdotes egipcios, que consideraban heréticas las posturas teológicas y las condenas del concilio de Calcedonia. En 481, en vísperas de su muerte, envió a su protegido Juan Talaia (también monje de Metanoia en Canope, y nombrado administrador general de la Iglesia egipcia) a Constantinopla, para asegurar el apoyo del emperador a su sucesión. Allí se hizo amigo de Ilas, un general de confianza del emperador, pero se enemistó con el patriarca Acacio.

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El decreto Henotikon y el miafisismo

El reinado de Zenón estuvo preñado de rebeliones, conjuras y dificultades, tanto externas como internas, poniendo en peligro a todo el Imperio de Oriente. El emperador decidió hacer un esfuerzo por acabar con el cisma monofisita, que desgarraba todo Egipto y una parte de Siria, así como el reino aliado de Armenia. Consultó el modo al patriarca Acacio, que era un acabado prototipo de prelado constantinopolitano cortesano. Acacio, que hasta ese momento se había opuesto fervientemente al monofisismo de Basilisco (junto al ermitaño Daniel el Estilita), logrando que derogase el egkyklios, y ganándose el elogio del papa romano Simplicio, cambió rápidamente de orientación.

Al morir Timoteo III Salofakiolos en 482, Juan Talaia buscó y obtuvo el reconocimiento del papa romano, Simplicio, con el que tenía mejor relación, ganándose el rencor de Acacio, que consideraba (como así acabaron sancionando los emperadores orientales) que Alejandría y Antioquía eran sufragáneas de su sede (de hecho, ya había consagrado a un patriarca antioqueno dos años atrás, despertando la hostilidad del sínodo sirio, que había escogido a otro). Pedro III mongo, retornado de su exilio tras la muerte de Salofakiolos, aprovechó para escribir a Acacio, asegurándole su cooperación para resolver el cisma si era confirmado en su sede. Fue en estas circunstancias cuando llegó el pedido imperial, que Acacio respondió de inmediato.

El patriarca constantinopolitano, mejor político que teólogo, elaboró un conjunto de artículos, conocido como Henotikon, en el que confirmaba el credo niceno-constantinopolitano, aceptaba los doce capítulos de san Cirilo en su integridad, y condenaba tanto a Nestorio como a Eutiques. En pocas palabras, se obviaba la existencia del concilio de Calcedonia, y se dejaba de lado el tomo de León. Pedro Mongo, el más relevante de los prelados no calcedonianos, aceptó el documento, modificando el monofisismo extremo de Eutiques (la única naturaleza de Cristo era divina y humana, pero la divina había absorbido a la humana a efectos prácticos, y por tanto, Cristo no era consubstancial a los hombres) por el llamado miafisismo (la única naturaleza de Cristo era tanto divina como humana, sin confusión entre ambas, y por tanto consubstancial a la humanidad), que se convertiría en adelante en la doctrina oficial de los no calcedonianos.

En ese momento, con la mayoría de obispos no calcedonianos aceptando esa fórmula, la paz religiosa pareció estar al alcance al fin, tras más de treinta años de conflicto religioso. Zenón firmó y publicó un edicto imperial con el Henotikon el 28 de junio de 482. Sin embargo, el papa romano Simplicio montó en cólera al conocer que el emperador y el patriarca constantinopolitano habían sencillamente ignorado el concilio ecuménico más populoso de la historia de la Cristiandad, y escribió carta tras carta, condenando el edicto y exigiendo el cumplimiento de las actas de Calcedonia. Juan Talaia se negó a firmar el Henotikon y se refugió en Roma, donde el papa apoyó su legitimidad. Pedro III lo firmó y fue confirmado en la sede de Alejandría. El cisma monofisita parecía haberse acabado, con los cuatro patriarcas orientales confirmados firmando el Henotikon, pero a cambio de abrir un cisma con el papa de Roma. En los treinta años transcurridos desde el concilio de Calcedonia, el Imperio occidental había pasado de ser un estado aún poderoso, a disolverse por completo en varios reinos germánicos arrianos, considerados bárbaros y heréticos por los orientales. Su importancia política había desaparecido, y tanto Zenón como Acacio ignoraron las protestas de Simplicio. Pero a la muerte de este en 483, fue sucedido por Felix III, otro papa del fuste de sus predecesores, que no dudó en sostener la ortodoxia de Calcedonia contra todo un emperador romano y sus cuatro patriarcas.

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El primer cisma entre la Iglesia en Occidente y Oriente. El llamado “Cisma acaciano”

Félix envió a dos obispos, Vitalio y Miseno, a Constantinopla, con cartas a Acacio y Zenón, exigiendo al primero que acudiera a Roma para responder de las acusaciones de Juan Talaia, y al segundo que facilitara esa misión. Los pobres legados se encontraron con un emperador y patriarca absolutamente unidos en este tema, a los que importaban poco las reconvenciones del papa romano, ahora sin un emperador que le respaldase. Fueron obligados bajo amenaza a comulgar con Acacio, a la vista de toda la corte y varios obispos, y devueltos con las manos vacías.

Al enterarse de lo sucedido, Félix III montó en cólera. Convocó un sínodo en julio de 484 de sesenta y siete obispos occidentales, que condenó las acciones de los legados y los excomulgó, desposeyéndolos de sus sedes. Pedro III Mongo y Acacio fueron excomunicados por el papa de Roma, en base a su autoridad, y se reconoció formalmente a Juan Talaia como el único papa legítimo de Alejandría. Un legado viajó a Constantinopla a entregar a Acacio el decreto de excomunión, el cual lo rechazó y a su vez borró el nombre de Félix de los dípticos (es decir, le excomulgó a efectos prácticos). Los obispos orientales, incluyendo la gran mayoría de los egipcios, no hicieron caso de la interdicción de Félix, y Juan Talaia hubo de quedarse en Roma, donde se convirtió en un cortesano papal, asesorando a los pontífices en asuntos de Oriente. Aunque se le reconocía el primado alejandrino formal, Félix III le asignó una sede episcopal, Nola, para que tuviera rentas con las que sostenerse.

Excepto en el primer concilio ecuménico, el de Nicea (en el que Constantino sólo se preocupó de que hubiese unidad a toda costa, sin entrar en pormenores teológicos, de los que estaba ayuno), en todos los demás concilios ecuménicos, y en el conciliábulo de Efeso II (o latrocinio de Éfeso) la autoridad del emperador, con frecuencia influido por sus favoritos o cortesanos, había inclinado las reuniones episcopales en un sentido u otro de la interpretación teológica. El Henotikon fue el culmen de ese proceso: ya no era un concilio más o menos influenciado, sino que, directamente, eran el patriarca de la capital y el emperador (y no precisamente los más versados en teología), los que definían la fe, arrogándose una autoridad que a todas luces no tenían.

Esta injerencia (por bienintencionada o basada en preocupaciones humanas legítimas que fuese) dañó no poco a la Iglesia. La multiplicación de heterodoxias de todo tipo en los primeros signos del cristianismo (el principal motivo por el que se elaboraron las profesiones de fe y se convocaron los concilios ecuménicos) generó con el tiempo una auténtica “obsesión por la ortodoxia”, y una persecución cada vez más feroz hacia los disidentes que no acataban lo que se definía como correcto. Desde los groseros errores gnósticos o arrianos sobre Cristo, hasta la sutil diferencia entre que Cristo tuviese su humanidad y divinidad en dos naturalezas o combinadas en una sin mezcla (cuya importancia sólo los eruditos podían ciertamente dilucidar), es evidente que se había alcanzado un consenso sobre la Verdad bastante generalizado, pero el afán por crear partidos e intentar imponerse unos a otros (sin olvidar los beneficios eclesiásticos que conllevaban en un imperio oficialmente cristiano), mas la tradicional pendencia y pasión filosófica o teológica de los alejandrinos, que hacía tiempo se había extendido a las propias jerarquías, convirtió el Henotikon en una piedra de escándalo y conflictos perdurable en el tiempo.

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El Imperio oriental miafisista

El tartamudo Pedro III, ahora triunfante patriarca único de Alejandría con el respaldo imperial, fue el campeón de los miafisistas, apoyado por la mayoría de los monjes egipcios (por cierto que entre estos hubo exaltados que no quisieron renunciar al monofisismo estricto de Eutiques, rechazaron el Henotikon y fueron también perseguidos, siendo conocidos posteriormente como akephaloi, acéfalos). Pedro convocó un sínodo provincial egipcio en el que se condenó explícitamente el concilio de Calcedonia, y profanó las tumbas de sus dos predecesores calcedonianos, Timoteo III y Proterio, por considerar que unos herejes no podían ser enterrados en suelo sagrado cristiano.

Si el Henotikon había sido aprobado por todos los patriarcas, y los obispos miafisistas (mayoría en Egipto y Siria, donde lo fue con entusiasmo), Acacio tendría más problemas en su propia jurisdicción. Los griegos de los Balcanes y Asia Menor, en su mayoría calcedonianos, lo recibieron con frialdad, pero entre los monjes de esos territorios, de forma completamente opuesta a los egipcios, fue rechazado con vehemencia. El decreto, pues, había cerrado en falso la herida eutiquiana. En diciembre de 488, Acacio murió en Constantinopla, tras haber intentado acabar con el cisma monofisita en Oriente, a costa de abrir otro con el Occidente latino y el papa de Roma, a cuenta de su Henotikon. Quizá su legado más perdurable fue el ejercicio de facto de la primacía sobre todas las Iglesias en el Imperio Oriental, convirtiendo en sufragáneos en la práctica a los otros patriarcas (consagró al de Antioquía, y aprobó la legitimidad del de Alejandría), y poniendo el primer cimiento para que en siglos posteriores se considerara al de Constantinopla como ecuménico o primado de todos los cristianos orientales.

Fue elegido para sucederle Fravita, un atípico prelado godo designado por el emperador Zenón (según algunas historias, sobornó a un influyente oficial de la corte para ello). Juan Talaia le escribió, solicitando ser repuesto en la sede alejandrina de la que le había desposeído su predecesor (con lo cual también reconocía implícitamente la primacía constantinopolitana), pero Fravita le ignoró. En cambio, escribió tanto a Pedro III de Alejandría, confirmándole en la comunión, como a Felix III de Roma (por medio de un grupo de monjes calcedonianos griegos), solicitando se levantaran las excomuniones mutuas, e insinuando que podría rechazar el Henotikon de su antecesor. Estos juegos a dos bandas acabaron tras su temprana muerte pocos meses después de su entronizacion, en marzo de 489.

Esta vez Zenón se inhibió, y el sínodo episcopal elevó como sucesor a Eufemio de Constantinopla, que de inmediato reconoció públicamente las actas del concilio de Calcedonia, demostrando así que la mayoría de los prelados griegos no estaban de acuerdo con Acacio. Asimismo, rompió la comunión con Pedro III de Alejandría (que murió en octubre de 490, provocando un nuevo e infructuoso reclamo de Juan Talaia, que desapareció de las fuentes poco después), y buscó la reconciliación con el papa de Roma. La obra de unión forzosa de Zenón estaba herida de muerte, y el propio emperador murió agotado y sin herederos en abril de 491.

Ahora le tocó a Félix III ser intransigente: para recuperar la comunión, Eufemio debía borrar de los dípticos (las oraciones oficiales de la Iglesia) a Acacio y Fravita, por heterodoxos. Conciliador, Eufemio se negó a deshonrar públicamente así a sus predecesores, sin contar con las dudas legales que generaría sobre las decisiones canónicas que hubiesen tomado durante su gobierno. Cuando Félix III murió ese mismo año, Eufemio intentó de nuevo la reconciliación con su sucesor, Gelasio. Este concedió la dispensa canónica a cuantos hubiesen recibido consagración o bendición de Acacio, pero mantuvo la petición de suprimirlos de los dípticos, con lo cual no se recuperó la comunión. Más aún, en línea con su predecesor, Eufemio promulgó un decreto por el que cualquier condena a un patriarca de Constantinopla, vivo o muerto, solo podía ser emitida durante un concilio general. El primer acercamiento mutuo entre las dos sedes resultó infructuoso.

La emperatriz viuda Ariadna (hija además del emperador León II y por tanto, transmisora de la púrpura), decidió casarse y nombrar coemperador a un anciano y piadoso funcionario de la corte, llamado Anastasio, el 11 de abril de 491. El nuevo emperador resultó un administrador eficaz, y en política religiosa un miafisista conciliador, que mantuvo el Henotikon, pero se abstuvo de represalias a los obispos que lo rechazaban. El patriarca Eufemio tenía mala relación previa con Anastasio por sus creencias (le había forzado en su momento a firmar una profesión de fe calcedoniana, que ahora Anastasio exigió infructuosamente que devolviera), y había tratado de que la emperatriz eligiera a Longino, el hermano calcedoniano de Zenón. Así pues, cuando comenzó en 492 la guerra emprendida por Ariadna y Anastasio contra los antiguos favorecidos isaurios de Zenón, fue fácil acusar al patriarca de connivencia con el enemigo. Anastasio reunió a todos los obispos presentes en la capital, y en 495 obtuvo de ellos la deposición de Eufemio, su excomunión, su exilio y el nombramiento de Macedonio II (sobrino del patriarca Genadio II) como su sucesor. Aunque el pueblo inicialmente defendió a su cabeza eclesial, finalmente la fuerza militar logró acorralarle en su catedral, en cuyo baptisterio se había acogido a sagrado. Macedonio II habló con Eufemio y logró su renuncia pacífica, desposeyéndole de su palio y dándole algo de dinero con el que fue llevado, como simple sacerdote, a Asia Menor. Los patriarcas de Jerusalén y Antioquía, no obstante, le siguieron reconociendo como patriarca legítimo hasta su muerte en 515.

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Los disturbios religiosos durante el reinado de Anastasio

El sínodo copto había elegido en diciembre de 489, para suceder a Pedro Mongo, al firme miafisista Atanasio II, con el que la Iglesia en Egipto vivió un raro periodo de paz hasta su muerte el 30 de septiembre de 496. Fue sucedido por el monje Juan I del monasterio de san Macario el Grande de Nitria (los calcedonianos lo conocieron como Juan II, considerando a Juan Talaia como el primero de ese nombre). Juan fue el primer monje elegido papa, y no deseaba serlo, por lo que el sínodo hubo de forzarle. Fue seguidor del Henotikon de Acacio, como sus predecesores, pero rechazó decretar un anatema formal contra el concilio de Calcedonia. Asimismo, excomulgó a los acéfalos o eutiquianos (es decir, aquellos que no aceptaban la consubstancialidad de la única naturaleza de Cristo con los hombres). A su muerte, en mayo de 505 d.C, fue elegido otro monje, el eremita Juan Niciota, con el nombre de Juan II (o III según los calcedonianos), autor de numerosos escritos. Protegido por el emperador Anastasio, mantuvo correspondencia con el patriarca Severo de Antioquía, en la que ambos confirman la naturaleza única de Cristo, y rechazan que en la cruz sufriera la parte divina de Cristo, sino solo la humana. A su muerte en 516 fue sucedido por Dióscoro II, de breve pontificado (hasta el 27 de octubre de 517), que también mantuvo correspondencia con el patriarca miafisista Severo sobre la Santísima Trinidad y la Encarnación. Fue sucedido por Timoteo III (IV para los calcedonianos, que reconocían a Salofakiolo, reinante sesenta años atrás).

Mientras en Egipto reinaba la paz teológica, el emperador Anastasio cada vez tenía más problemas religiosos. Empujado por los obispos de Grecia y Asia Menor, Macedonio II reunió un sínodo en 507 que confirmó las actas del Concilio de Calcedonia, derogando así, de facto, el Heotikon de Zenon y Acacio, que el miafisista emperador profesaba. Anastasio presionó al patriarca para que anulara el resultado del sínodo, primero con halagos y promesas, luego con amenazas (mandaba monjes eutiquianos a insultarle y molestarle en su palacio, y parece que llegó a enviar un asesino que fracasó, pero al que el patriarca perdonó, otorgándole un subsidio el resto de su vida). Nada surtió efecto, pues Macedonio II se negaba a derogar el concilio de Calcedonia sin convocar un nuevo concilio universal, que además debía estar presidido por el papa (calcedoniano acérrimo). Cuando Anastasio envió a la guardia para deponer a Macedonio como había depuesto a Eufemio, esta vez los fieles de la ciudad se amotinaron en defensa de su patriarca, y hubo de renunciar a la fuerza.

Por fin, en 512, se produjo una revuelta entre el populacho de Constantinopla. La excusa fueron unas modificaciones litúrgicas en sentido miafisista, pero se convirtieron en un grave problema político cuando las poderosos facciones que apoyaban a un color en las carreras del hipódromo (pero habían adquirido tal poder político que mantenían milicias privadas) se involucraron. Los “azules” aglutinaron a los partidarios de Calcedonia, y por contraste los “verdes” apoyaron el miafisismo y la aplicación del Henotikon. Anastasio, fracasadas las tentativas anteriores, apoyó desembozadamente a los “verdes”, y pronto las calles se tiñeron de sangre por los enfrentamientos. La posición del emperador se vio reforzada tras la victoria de sus partidarios, y renovó la presión sobre Macedonio, acusándole por medio de un obispo acéfalo de nestoriano, y exigiéndole que le entregase las Actas oficiales del Concilio de Calcedonia. Pese a la defensa y protestas del patriarca, finalmente fue secuestrado y exiliado en el Ponto. El papa romano Hormisdas protestó vehementemente y exigió su reposición en vano. A pesar de diversos intentos de reconciliación, Macedonio II murió en el exilio en 517. En su sustitución Anastasio había nombrado a Timoteo, un canónigo ambicioso que aceptó el Henotikon para poder ocupar el solio, y que indujo al emperador a desterrar a la Tebaida a muchos clérigos y monjes que reconocían a Macedonio II como el legítimo patriarca.

Pero, al igual que ocurrió con el arrianismo, el miafisismo vivía de la protección imperial. Apenas era popular en Egipto, y parcialmente en Siria. En el resto de Siria, Anatolia y en toda la parte europea del Imperio, los obispos y los fieles eran abrumadoramente calcedonianos, por no hablar del cisma con el papa de Roma, la sede honrada como primada por todos los cristianos. Cuando murió Anastasio Dicoro el 9 de julio de 518, con él murió el imperio miafisista. En el resto del imperio supondría el fin de una era de conflictos religiosos, pero para Egipto empezaba su particular calvario religioso ante la autoridad de Constantinopla.

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La tercera edad de oro del monaquismo egipcio

Mientras la escuela catequética cristiana de Alejandría (la Didaskalion), tras haber entregado a alumnos tan brillantes como san Atanasio, san Cirilo y Dióscoro, comenzaba un lento declive (causado tanto por la disminución del nivel de formación de los intelectuales romanos como al desplazamiento de estos a nuevas escuelas como la Universidad imperial de Constantinopla, la Pandidakterion, fundada por Teodosio II en 425), el monaquismo egipcio seguía retoñando y reverdeciendo laureles durante la antigüedad tardía.

Isidoro de Pelusio, de una noble familia alejandrina (parientes de san Teófilo), se retiró a vivir al desierto en el Delta del Nilo oriental, supuestamente cuando se enteró de que querían nombrarle papa. Allí fue hecho abad de su monasterio, destacando en la vida ascética, y sobre todo como un gran corresponsal. Se conservaron alrededor de dos mil cartas escritas de su puño y letra, donde trata de exégesis bíblica, reglas monásticas o predicación (era un gran predicador cristiano), aunque la mayoría fueron destruidas tras la invasión islámica. Fue amigo de Juan Crisóstomo, al que protegió de la persecución de la emperatriz Eudoxia, y fue uno de los impulsores del tercer concilio ecuménico (el de Éfeso) para condenar el nestorianismo. Murió alrededor de 450 d.C.

Besarión de Egipto peregrinó por varios monasterios del desierto de Petra, hasta que regresó a Egipto, haciéndose discípulo de Isidoro de Pelusio, y llevando una vida de ascesis rigurosa (durmiendo en el suelo a la intemperie, cubriéndose con harapos, orando y ayunando durante días seguidos) en Nitria. Su hagiografía asegura que era muy humilde y podía obrar milagros, y que en una ocasión hizo brotar un manantial para sus sedientos discípulos en medio del desierto.

Isaías el Solitario, o Isaías de Gaza fue monje en una celda del desierto de Escetes, antes de viajar a Palestina, adquiriendo fama en la Escuela retórica de Gaza, donde compartió su saber con eruditos neoplatónicos como Eneas de Gaza o Pedro el Ibérico. Fue autor de muchísimas obras, la mayoría perdidas durante la posterior invasión árabe. Destaca el Asceticon, una colección de más de treinta sermones sobre el ascetismo, conservada gracias a diversas traducciones al siríaco, copto, armenio, árabe o etíope. Otras obras destacables de este autor fueron “sobre la protección del intelecto”, conservada en la Philokalia, y el “libro sobre ejercicios religiosos y quietud”. Murió en 491 d.C.

Todos estos padres del desierto, como la mayoría del monacato egipcio, fueron fervientes miafisistas y apoyaron decididamente a sus prelados en la defensa del Henotikon.

De esta época es también la vida de santa Teodora de Alejandría, aunque se cree que pudo haber sido modificada o embellecida de algún modo con propósitos moralizantes. Según su hagiografía, era la bella esposa del prefecto de Egipto, Gregorio, al que traicionó con otro hombre. Llena de remordimientos, huyó al desierto, donde tomó el nombre de Teodoro y, haciéndose pasar por varón eunuco, profesó en un monasterio de la Tebaida, pidiendo las tareas más duras como penitencia por su pecado. Dos años después, acusaron a Teodora de tener un hijo con una mujer del pueblo adyacente. En lugar de revelar su identidad, aceptó la expulsión del monasterio y crió al hijo como suyo durante siete años en la más absoluta pobreza. Sintiéndose morir, mandó llamar a su esposo, pero este no llegó hasta después de su fallecimiento, reveló su verdadera identidad, y distribuyó sus bienes entre los pobres, profesando él también como monje. De este siglo son también otras celebradas madres del desierto, como Sara del Desierto, que vivió en Escetes en riguroso ascetismo durante sesenta años; y Sincleta de Alejandría, de una rica familia macedonia, que despreció el mundo, repartió sus bienes entre los pobres y vivió en una celda toda su vida, concitando a su alrededor a muchas jóvenes de la ciudad que siguieron sus enseñanzas.

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La doctrina de Calcedonia es proclamada ortodoxa en el Imperio

Justino de Tracia, el capitán de la guardia imperial (comes excubitorum) de casi setenta años, fue elegido el 15 de julio de 518 para suceder a Anastasio (pese a que este dejaba un hermano y tres sobrinos elegibles). Según las crónicas contemporáneas, durante el cortejo de coronación junto al patriarca Juan de Capadocia, el populacho de la capital increpó a ambos, exigiendo que se proclamara el concilio de Calcedonia y se anatemizara a Severo, patriarca de Antioquía y campeón más destacado del miafisismo. Se supone que para evitar disturbios o incluso que corriese la sangre, Justino y Juan se comprometieron a complacerles, cediendo el gentío.

En realidad, Justino, de humilde origen ilirio (hablaba latín y apenas griego), era un ferviente calcedoniano, como casi todos los romanos de la parte europea, así que probablemente no necesitara excusas para deshacer la obra religiosa de su predecesor. En cuanto al patriarca Juan, como la mayoría de sus predecesores, únicamente vivia para complacer al emperador.

Al día siguiente de la coronación, ante una enfervorecida multitud, el patriarca Juan proclamó solemnemente el concilio de Calcedonia y anatemizó a Severo de Antioquía si no se retractaba del miafisismo. Asimismo mandó traer los restos del patriarca Macedonio II, y repuso en los dípticos los cuatro concilios ecuménicos y el nombre de León l, papa de Roma. Unos días después, un improvisado sínodo de veinte obispos que se hallaban en la capital, ratificó las disposiciones del patriarca, y condenó a Severo de Antioquía por rechazar el concilio de Calcedonia.

El cambio fue absolutamente vertiginoso. Juan de Capadocia escribió a su homónimo Juan III, patriarca de Jerusalén, y a Epifanio de Tiro, que se adhirieron entusiásticamente. Toda Palestina se mostró fervorosamente calcedonia, mientras Siria estaba dividida. Más de dos mil obispos de todo el orbe se fueron adhiriendo en las semanas y meses posteriores. El emperador recibió una embajada papal en marzo de 519, que comprobó satisfecha la recepción de los cuatro concilios generales, y la inclusión en los dípticos de los nombres de León I y Hormisdas, mientras se anatemizaba a Acacio (aunque no a sus sucesores que aceptaron el Henotikon), y se borraban sus nombres, así como los de los emperadores Zenon y Anastasio (un hecho sin precedentes en la historia del Imperio). El cisma entre Constantinopla y Roma llegaba a su fin. Juan de Capadocia murió poco después, en febrero de 520, siendo sucedido por el calcedoniano Epifanio de Constantinopla.

Puede entenderse que esto fue un golpe muy duro para la Iglesia en Egipto, siendo como era cuna y máxima defensora del miafisismo. Cuando Epifanio excomulgó a Severo de Antioquía y el emperador mandó tropas a prenderlo, este huyó a Egipto, donde el papa Timoteo IV (su corresponsal durante mucho tiempo) lo recibió cálidamente. Juntos viajaron por pueblos y ciudades del país para confirmar en el miafisismo a los fieles, resistiendo desde el país del Nilo las disposiciones tajantes del emperador Justino contra arrianos, nestorianos y miafisistas. Era una época donde las disquisiciones teológicas podian llegar a tener tanta popularidad como para provocar persecuciones y hasta guerras entre cristianos. Justino fue el primer emperador que borró todo rastro de costumbres paganas en el ceremonial cortesano (durante la visita del papa de Roma Juan I a Constantinopla le rogó que le coronara) o las monedas, y persiguió activamente toda predicación de una fe cristiana que no fuese la recogida en los Cuatro primeros Concilios ecuménicos, que fue conocida desde ese momento como doctrina ortodoxa (enseñanza correcta).

Los miafisistas, sin embargo, desde ese momento y hasta el presente, han considerado que su doctrina es la ortodoxa y que el concilio de Calcedonia cayó en algún grado de herejía nestoriana.

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El postrer intento miafisista por prevalecer

A partir de 525 el deterioro físico y mental de Justino llevó a que fuese su sobrino y designado sucesor Pedro Sabacio (hijo de su hermana, y que tomó en su honor el nombre de Justiniano, por el que sería conocido) comenzase a regir en su nombre el Imperio. En abril de 527 fue nombrado coemperador, y gobernante único a la muerte de Justino en agosto de ese mismo año. De inmediato se embarcó en la idea de laRenovatio imperii, es decir, la reconquista de todos los territorios que alguna vez habían formado parte del Imperio romano de Occidente, de los cuales se consideraba legítimo propietario. En pocos años sus tropas habían conquistado el norte de África y buena parte de Italia en guerra con vándalos y ostrogodos. En ellas, naturalmente, la fe ortodoxa sustituyó al arrianismo germánico como religión oficial.

Los miafisistas recuperaron la esperanza, pues si bien Justiniano era ortodoxo como su tío (de hecho, escribió algunos breves tratados teológicos), su influyente esposa Teodora tenía evidentes simpatías miafisistas. Bajo su protección, Severo pudo regresar en 535 a Constantinopla para defenderse de la condena de Epifanio que acababa de fallecer. En su sustitución, Teodora había hecho elevar al obispo Antimo de Trebisonda, uno de los pocos griegos simpatizantes del miafisismo, al patriarcado constantinoplitano. Con tres patriarcas miafisistas o cercanos al miafisismo, parecía que la situación podía volver a dar un giro, pero era evidente que, más allá del auxilio de Teodora, la doctrina del Henotikon no tenía seguidores salvo entre los cristianos egipcios y algunos sirios.

Apenas supo estas noticias, el enérgico papa de Roma Agapito, se presentó de inmediato en Constantinopla y, con el apoyo de la mayoría del clero, presionó a Justiniano para que mantuviera la fe ortodoxa. Con las campañas en occidente en progreso (y necesitando el apoyo de la población local), y la mayoría del clero en Oriente irritado por las maniobras de Teodora, el emperador hubo por una vez de dejar de lado a su amada esposa, y promulgó un decreto deponiendo a Antimo. Fue elevado Menes I (el primero que empleó el término de “patriarca ecuménico” para el titular de Constantinopla), que de inmediato convocó un sínodo en la capital que confirmó la deposición de Antimo (que se refugió en las habitaciones de la emperatriz durante nada menos que doce años), depuso a Timoteo IV de Alejandría y condenó a Severo a excomunión. Cuando llegaron las actas a Alejandría, un gran gentío trató de impedir la deposición de Timoteo, pero las tropas imperiales emplearon la fuerza, causando varios muertos. Timoteo y Severo, tan amigos durante su gobierno, fueron enviados juntos al exilio en el monasterio de Ennaton. Timoteo murió poco después, en febrero de 535.

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Nuevas disputas teológicas en Alejandría. Aftartrodocetas contra corruptícolas

El santo sínodo copto se vio en la tarea de elegir un sustituto a Timoteo, tarea que halló a la capital egipcia enfrascada en uno de sus habituales debates teológicos, que con tanta frecuencia pasaban a ser políticos. Durante su estancia en Egipto, Severo de Antioquía había debatido con su antiguo compañero de estudios, el teólogo Julián de Halicarnaso, acerca de si el cuerpo de Cristo se había corrompido en la tumba, como su naturaleza humana demandaba, o no. Julián defendía la incorruptibilidad del santo cuerpo (aftartrodocesis), es decir, que Jesús no sufrió enfermedad, fatiga, ni muerte física real, sino aparente (y con mero propósito catequético), basándose en que de lo contrario hubiese existido una separación entre la naturaleza del Verbo y el Jesús humano, lo cual iba en contra de las enseñanzas monofisitas de Cirilo y Eutiques. Severo, por su parte, sostuvo en varios tratados que el cuerpo de Cristo fue corruptible hasta su Resurrección, y llamó fantasiastas, o adoradores de fantasmas, a los aftartrodocetas. Estos a su vez acusaban a los de Severo de corruptícolas, o adoradores de lo corruptible.

Como se ve, el amor de los egipcios por las sutilezas teológicas no cesaba incluso en los momentos de mayor peligro para su comunidad. Ambos teólogos habían dividido a la comunidad miafisista alejandrina entre “severianos” y “julianos”, y los enfrentamientos entre sus partidarios eran frecuentes. A mayor abundamiento, un diácono llamado Temisto, del partido de Severo, publicó un libro llamado Apología de Teófilo en 534, en el que sostenía incluso que Jesucristo había tenido unconocimiento limitado, pese a su naturaleza divina, basado en una exégesis bíblica personal. Fundó a su vez una secta, llamada la de los agnoetas o temistianos, que fue condenada aún en vida del papa Timoteo IV, y que todavía fue citada en concilios y tratados teológicos más de un siglo después.

En ese punto, el candidato de los severianos o corruptícolas era el diácono Teodosio (que había sido secretario de Timoteo IV), mientras el de los julianos o aftartrodocetas era el archidiácono Gayano. Ambos fueron consagrados patriarcas el mismo día, por los obispos de su partido, pero Gayano era más popular entre los monjes y el común, y Teodosio hubo de salir de la ciudad para evitar ser agredido. Enterado de la controversia, el emperador envió a su eunuco de confianza, Narsés (posteriormente célebre general en Italia) como mediador. Narsés falló a favor de la legitimidad de Teodosio (que contaba con el apoyo del clero y los notables de Alejandría), y este regresó tres meses después a tomar posesión de la sede escoltado por tropas imperiales. Gayano fue exiliado a Cartago, y posteriormente a Cerdeña, y una fuente posterior afirma que para poder sacarlo de la ciudad el ejército imperial causó miles de muertes entre sus partidarios. Estos, sin embargo, siguieron considerándolo patriarca legítimo, y crearon un cisma dentro de la Iglesia egipcia, conocido posteriormente como la secta de los “gayanitas” en varias fuentes contemporáneas.

Sin embargo, a finales del año siguiente (536), Teodosio fue llamado a Constantinopla, donde rechazó firmar una declaración de fe conforme al Concilio de Calcedonia, por lo que perdió inmediatamente el apoyo del emperador. Teodosio fue depuesto por orden de Justiniano a principios de 537, y enviado al exilio con otros miafisistas a un pueblo de Tracia, no lejos de Constantinopla, donde la emperatriz le protegió (de hecho, en 539 le trasladó discretamente a su palacio, junto al también depuesto Antimo de Constantinopla).

Teodosio fue el último patriarca reconocido simultáneamente por ortodoxos y miafisistas. El patriarca Menas de Constantinopla consagró en su lugar en 537 al higúmeno (abad) ortodoxo Pablo de Tabennesis, pero la mayoría copta no lo reconoció, y siguió considerando a Teodosio como su patriarca (salvo, claro está, los que reconocían a Gayano, o a Temisto, o directamente eran acéfalos). Su mentor Severo de Antioquía murió en el destierro de Egipto a principios de 538, convirtiéndose Teodosio en la cabeza visible del partido miafisista corruptícola en todo el Imperio de Oriente.

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La represión contra los miafisistas en Egipto. Jacobo Baradeo

Decidido a reprimir a los miafisistas, apenas llegado a Alejandría, Pablo entregó para su castigo al gobernador de Egipto Rodón al diácono Psoes, cabecilla miafisista local que seguía la autoridad del depuesto Teodosio. Rodón lo torturó bárbaramente hasta la muerte por no querer acatar las actas de Calcedonia, siendo considerado mártir de inmediato por el furioso pueblo de Alejandría. La rebelión fue inmediata, y para apaciguarla, Justiniano llamó a Rodón a la capital, donde fue condenado y ejecutado (pese a que el propio emperador le había ordenado seguir las instrucciones de Pablo en lo respectivo a la persecución de los herejes). Su sustituto en la prefectura egipcia, Liberio, procuró calmar los ánimos ejecutando a Arsenio, el colaborador local de Rodon, y tan odiado como este. Pero la población local siguió siendo en su gran mayoría opuesta al papa Pablo.

Si el miafisimo en el Imperio había quedado reducido a Egipto y las zonas más rústicas de Siria, fuera del mismo contaba con seguidores: los monarcas del reino armenio, por ejemplo, eran oficialmente miafisistas, y en la más importante de las tribus árabes cristianas aliadas al Imperio, la de Beni Gassan (también llamados gassanidas), que ocupaban la Arabia petra o nabatea (modernamente Jordania) los miafisistas eran también mayoría. En 543, su rey Al Harith ibn Jabalah, de visita en Constantinopla, acordó con la emperatriz Teodora consagrar como obispo al clérigo Jacobo de Fsilta, un monje sirio miafisista que había ganado gran fama por su vida piadosa y los milagros que se le atribuían. Fue precisamente el depuesto Teodosio de Alejandría quien consagró a Jacobo obispo de Edesa, en el palacio de Teodora.

Enviado personalmente por Teodosio y Teodora, Jacobo marchó primeramente a Egipto, donde en unión a otros obispos que reconocían la autoridad de Teodosio, ordenó numerosos obispos miafisistas para Siria, Egipto, Palestina y Mesopotamia y posteriormente recorrió innumerables ciudades y aldeas predicando. Para evitar a las autoridades imperiales, solía disfrazarse de mendigo (Burde’ana en siríaco), de donde le vino el sobrenombre griego de Baradeo. El impulso que dio Baradeo a todas las comunidades miafisistas, sobre todo en Siria, es difícil de exagerar. Hasta tal punto fue así que a partir de ese momento se le llamó a la Iglesia miafisista en Siria como “iglesia jacobita”. Gracias a él el miafisismo volvió a ser la creencia preponderante en aquel país. Asimismo, fue a partir de su trabajo cuando comenzó a producirse una diferenciación entre las poblaciones de habla griega en Egipto y Siria, que eran en su mayoría calcedonianos y fieles a la política religiosa del emperador (y por eso se les empezó a conocer como melkitas, es decir, “monárquicos”), y los hablantes de siríaco y copto, que se mantuvieron miafisistas a toda costa. Una separación que tendría consecuencias muy importantes en el futuro, pues ponía las bases para unas “iglesias nacionales” que añadieran a la herejía un duraderocisma en la Iglesia en el Imperio Oriental.

El patriarca ortodoxo Efraín de Antioquía (encargado infructuosamente de contrarrestar las misiones de Baradeo), fue enviado a Alejandría en 540 para investigar qué estaba ocurriendo. Encontró que la mayoría de la población (incluyendo a algunos ortodoxos) detestaba al patriarca calcedoniano por ser el inspirador de la muerte de Psoes. Efraín depuso a Pablo y le expulsó de la ciudad. En su lugar entronizo al monje calcedoniano Zoilo, que hubo de ser protegido por las tropas imperiales para tomar posesión del palacio patriarcal.

En 548 murió la emperatriz Teodora, pero Justiniano no tomó represalias con los prelados miafisistas que aquella había protegido, Antimo y Teodosio, permitiéndoles deambular libremente, e incuso recibiéndoles oficialmente con los honores debidos a su rango. Pero no pudieron regresar a sus antiguas sedes, ni dirigir a sus fieles formalmente.

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El cisma de los Tres Capítulos

En Palestina había surgido pocos años antes una nueva herejía, esta vez entre dos escuelas de origenistas. Mientras los monjes “Isochristoi” defendían que el alma de Cristo había sido igual que las de los demás hombres y en el fin de los tiempos se reuniría con ellos, retomando el sentido más literal de la apocatástasis enseñada por Orígenes, los monjes “Protochristoi”, más moderados, enfatizaban que, aunque similar, el alma de Cristo era superior a las de los demás hombres como la primera engendrada. De modo típicamente oriental, ambas escuelas se anatemizaron mutuamente, y llevaron su querella hasta las más altas instancias eclesiásticas, resucitando una controversia, la de la interpretación ortodoxa de Orígenes, que ya había sacudido a la iglesia siglo y medio atrás. Teodoro Ascidas, caudillo de los protochristoi, alentó a Justiniano a organizar un concilio para condenar a los isochristoi. El sínodo de Constantinopla de 543, basándose en fragmentos de “Sobre los primeros principios” y varias cartas, en su mayoría contaminadas por traducciones o adiciones erradas de autores posteriores, condenó no sólo a los isochristoi, sino toda la teología de Orígenes como herética. Tanto la cancillería papal romana, como el propio emperador Justiniano proscribieron los escritos de Orígenes y ordenaron su destrucción.

Al comprender su error, Teodoro Ascidas, intentando salvar su grupo, apeló al emperador con el argumento de que no se podía condenar a Orígenes como hereje y prohibir el estudio de todos sus escritos puesto que otros autores adopcionistas o difisistas antioquenos, como Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Cito o Ibas de Edesa, pese a que posteriormente se consideraron algunas de sus enseñanzas heterodoxas, murieron en el seno de la Iglesia, y sus contemporáneos no juzgaron adecuado condenarlos.

En lugar de exonerar a Orígenes, lo que logró es que Justiniano viera en la condena póstuma de los tres autores “nestorianos” una forma de ganarse a los miafisistas de Egipto y Siria. En 544, y sin consultar a ningún patriarca (Al estilo del usurpador Basilisco setenta años atrás), emitió un edicto en el que anatemizaba la persona y escritos de Teodoro de Mopsuestia, algunos escritos de Teodoreto de Ciro y la carta de Ibas de Edesa a Maris. A estos tres contenidos presuntamente heréticos se les conoció como “Los Tres Capítulos”, y se exigió a todos los obispos del imperio que suscribieran el Edicto Imperial. Era claro que los prelados miafisistas no tenían ningún motivo para oponerse a suscribir el edicto, ya que los tres autores habían sido en diverso grado críticos con el venerado papa san Cirilio, y por tanto, era una forma de atraérselos, a costa del ya muy depauperado partido difisista (que a estas alturas sólo sobrevivía legalmente en el enemigo reino sasánida de Irán).

Pero la polémica que provocó Justiniano, metido a teólogo, para intentar resolver un problema que era sobre todo político (la deslealtad al trono, por motivos religiosos, de la mayoría de egipcios y sirios; deslealtad que, en cualquier caso, iría cada vez a más) fue mucho peor.

En efecto, el Concilio de Calcedonia había ya analizado en 451 las obras de estos tres autores, y aunque había optado por otra interpretación como la ortodoxa, no había establecido condenas específicas contra ellos, considerando sus posturas errores sin malicia. El edicto imperial estaba, indirectamente, desautorizando al Concilio de Calcedonia. Y la defensa de este concilio ecuménico había sido el gran caballo de batalla entre miafisistas y calcedonianos, con la victoria teológica de los últimos, cuya postura, mayoritaria, fue considerada la correcta y oficial. Así pues, a los obispos ortodoxos les resultó desde el principio muy indigesto el anatema de los Tres Capítulos. Añadamos que la injerencia del emperador en un campo, el teológico, que se consideraba privativo de los obispos, les sentó mal.

El patriarca Menas de Constantinopla se negó inicialmente, aduciendo que aquello era traicionar al Concilio de Calcedonia. Tras la oportuna presión imperial decidió firmar el edicto pero condicionando su aprobación a lo que el papa de Roma determinara (si este la rechazaba, Menas también). Los patriarcas melquitas Zoilo de Alejandría, Efraín de Antioquía y Pedro de Jerusalén quedaron consternados por la petición imperial, pero naturalmente, haberse negado a anatemizar los Tres Capítulos hubiera supuesto la acusación de nestorianos, que sus pares miafisistas (que tenían mucho más apoyo en algunos casos) no habrían desaprovechado para minar aún más su autoridad, por lo que acabaron cediendo tras intentar inútilmente que el emperador lo retirara. El resto de obispos ortodoxos firmaron la condena o fueron depuestos y perseguidos.

Todas las miradas se dirigían al papa romano Vigilio (que había sido protegido de Teodora), el único que podía tener fuerza moral suficiente para oponerse, como ya habían hecho en el pasado León o Agapio, a una imposición imperial. Por de pronto, el obispo Dacio de Milán, y el apocrisario papal romano Esteban, que estaban en Constantinopla, rompieron la comunión con todos los que hubiesen firmado los Tres Capítulos. Muchos otros obispos de la parte occidental del Imperio escribieron cartas pidiendo al emperador que retirara el edicto para no dañar la autoridad del Concilio de Calcedonia. Casi ninguno de ellos dominaba el griego, y carecían de elementos para juzgar el fondo teológico de la cuestión, lo cual les hacía menos relevantes a ojos de la corte imperial.

Pero Vigilio debía su cargo a las autoridades imperiales, y el prefecto de Roma lo envió ipso facto con una escolta a Constantinopla, donde llegó en 547, para que cumpliera la orden imperial. Inicialmente siguió la actitud adoptada por los obispos occidentales, se negó a firmar el anatema por considerarlo una descalificación del Concilio de Calcedonia, y excomulgó a Menas. Parece ser que entonces el patriarca local le envió fragmentos correctamente traducidos de algunos escritos heterodoxos de Teodoro de Mopsuestia, y Vigilio empezó a comprender que las malas traducciones al latín podían haberle jugado una mala pasada. El emperador le puso bajo arresto y finalmente, en 548, presionado por todos en la gran capital, firmó un Iudicatum, en el que anatemizaba los Tres Capítulos, pero con ciertas restricciones.

El escándalo que se formó en Occidente al conocer la noticia fue mayúsculo, amenazando con un nuevo cisma, pero esta vez promovido desde Occidente. Para los obispos latinos, los orientales eran sospechosos de todo tipo de herejías extravagantes contra los concilios ecuménicos, particularmente el de Calcedonia, el más importante, y muchos exigieron la deposición de Vigilio. Este se defendió aduciendo la coacción supuestamente sufrida en Constantinopla, y llegó a un acuerdo con el emperador: el Iudicatum y el edicto serían retirados, a cambio de un nuevo Concilio ecuménico, donde se trataría ese tema, y en el que Vigilio se comprometía a apoyar el anatema de los Tres Capítulos.

Pero Teodoro Ascidas, ahora obispo de Cesarea, junto al teólogo Leoncio de Bizancio, presionaron a Justiniano. Corría el año de 551 y el concilio no se convocaba ni tenía fecha, mientras que la condena a los teólogos nestorianos ayudaría a acercar a los miafisistas al emperador. Justiniano rompió su palabra, y publicó un nuevo edicto (llamado Homologia tes pisteos) condenando los Tres Capítulos. Nuevamente se formó un revuelo más que considerable. Vigilio escapó del palacio imperial y se refugió en la iglesia de Santa Eufemia de Calcedonia, desde donde excomulgó de inmediato a Teodoro Ascidas y a Leoncio. Los obispos latinos rechazaron de pleno el nuevo documento imperial. El patriarca melquita ortodoxo Zoilo de Alejandría se negó a adherirse al nuevo edicto si el papa de Roma no lo acataba. Justiniano lo depuso inmediatamente, y nombró en su lugar al comandante Apolinar, que fue consagrado en la capital como sacerdote y obispo, y enviado a Alejandría en su nuevo cargo. En un estilo típicamente militar, tras su misa de coronación reunió a los notables de la ciudad y amenazó con represalias si no firmaban todos el Concilio de Calcedonia y el edicto de los tres Capítulos. Fue apedreado por la multitud, y ordenó a sus tropas que respondieran con una (otra) masacre que duró días y afectó a toda la ciudad, incluyendo los conventos, y dejó miles de muertos.

Los autores coinciden que después de este episodio la ruptura entre la mayoría de cristianos egipcios miafisistas y la Iglesia oficial del emperador fue total. Los monjes se refugiaron en los desiertos y los miafisistas que quedaron en la capital se guardaron mucho de manifestarse abiertamente.

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El Segundo Concilio ecuménico de Constantinopla

Fue tal el revuelo armado que finalmente Justiniano cedió, y el concilio ecuménico fue convocado para 553 en Constantinopla, en plena construcción de la inmortal basílica renovada de Hagia Sophia que ha llegado hasta nuestros días como obra cumbre de la arquitectura romana bizantina. Fue presidido por el nuevo patriarca de Constantinopla, Eutiquio, en la inauguración el 5 de mayo, pues el papa Vigilio no quiso asistir, pese a residir en Constantinopla, para no comprometerse.

Acudieron 168 obispos, de los cuales únicamente 11 eran occidentales, en presencia del propio emperador. Las sesiones se centraron en el análisis de las obras de los tres autores anatemizados en los Tres Capítulos. Sus catorce cánones condenaron las proposiciones sospechosas de difisismo de Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, de un modo muy similar a la Homologia de 551 promulgada por Justiniano. Un último canon anatemizaba también algunas proposiciones neoplatónicas de Orígenes. Vigilio y otros dieciséis obispos occidentales presentaron al emperador un tomo conocido como Constitutum, en el que condenaban setenta proposiciones de Teodoro de Mopsuestia, pero no a Teodoreto ni a Ibas. Ante este nuevo embrollo, Justiniano montó en cólera, y ordenó el exilio del papa romano si no se adhería al Concilio. Vigilio se sometió y en un segundo Constitutium se retractó, y presentándose en el concilio, firmó las actas junto a todos los demás presentes.

En una de las sesiones, el protochristoi Teodoro Ascidas (iniciador involuntario de todo aquel pandemonium) fue reconciliado, tras presentar una fórmula llamada “enhipostasis”, según la cual la naturaleza humana de Cristo no tenía “personalidad propia”, sino sumida en la del naturaleza divina del Logos. El concilio hizo suya esta fórmula, que pasó a considerarse ortodoxa.

A Vigilio le esperaba el rechazo en occidente, pero murió en el viaje de regreso en Sicilia, en el año 555. Antes de marchar a Constantinopla, había dejado como su legado a Pelagio, que le sucedió como papa. El desprestigio de Vigilio en occidente era de tal magnitud, que no fue enterrado en la basílica papal de san Pedro. Pelagio por su parte, había rechazado la cesión de Vigilio mientras fue legado, provocando un cisma de la Iglesia de Occidente con respecto a las sedes ortodoxas de Oriente a propósito de las actas del segundo concilio ecuménico de Constantinopla. Ahora que era papa, suavizó un tanto su posición, sin firmar las actas del concilio ecuménico, pero sin condenar el anatema de los Tres Capítulos. Su tibia postura, intentando contentar a todos, no logró acabar con el cisma, que perduró, aunque de forma parcial, durante casi un siglo más.

Quizá lo peor de toda la innecesaria controversia del anatema a los Tres Capítulos, creando varios cismas y excomuniones durante más de diez años, únicamente con el objeto de condenar proposiciones teológicas muy antiguas, fue que Justiniano no logró el objetivo deseado. Provocó una conmoción en el mundo ortodoxo (que duraría décadas) sin atraerse lo más mínimo a los miafisistas. Los de Egipto, en concreto, estaban inmersos en sus propios conflictos internos, y no podían estar más descontentos de la política religiosa imperial.

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Los últimos años del gobierno de Justiniano

A despecho de la brutal actuación de Apolinar como patriarca ortodoxo de Alejandría, la gran mayoría de los egipcios profesaban la fe miafisista, pero estos a su vez estaban divididos en dos bandos.

Los aftartrodocetas o gayanitas (discipulos de Juliano de Halicarnaso) eran los más numerosos, contaban con el apoyo del pueblo y la mayor parte de los monjes, y reconocían al exiliado Gayano de Alejandría como el patriarca legítimo. No se sabe cuando murió, pero en 564 sus seguidores habían elegido un sucesor en la persona de Elpidio de Alejandría. Apenas un año después, Justiniano ordenó su arresto y traslado a la capital, pero murió de camino en Lesbos en 565. Los aftartrodocetas (también llamados incorruptícolas) elevaron en su sustitución a Doroteo de Alejandría.

Por su parte, los severianos o corruptícolas, donde se alineaban la mayor parte del clero y los magnates de Alejandría, habían seguido reconociendo al también desterrado Teodosio de Alejandría, que tras ser liberado por Justiniano, había sido obligado a residir en el Alto Egipto, donde murió el 22 de junio de 566, tras designar a Pedro IV como su sucesor. Este tuvo que dirigir su congregación desde el complejo monástico de Enaton, en el desierto de Natroun.

Poco antes, en noviembre de 565, había muerto el emperador Justiniano, apodado el Grande. Llevó a cabo una ingente labor legislativa, edilicia y sobre todo en la reconquista parcial de los territorios que habían sido anteriormente parte del caído Imperio occidental (aunque tuvo menos fortuna en sus enfrentamientos contra los persas sasánidas). Sin embargo, desde el punto de vista religioso, su actuación fue peor que controvertida. En la primera mitad de su reinado, llevó a cabo una severa persecución de miafisistas, nestorianos, maniqueos y cualquier otro culto no calcedoniano, mientras su esposa Teodora protegía y promocionaba indisimuladamente a los miafisistas. Muerta esta, trató de atraerse torpemente a los miafisistas suscitando la terrible controversia de los Tres Capítulos, que dividió a la ortodoxia y provocó un cisma con occidente, que el segundo concilio ecuménico de Constantinopla pudo a duras penas revertir, y que no sirvió para nada práctico en la reunificación de la Cristiandad oriental.

En cuanto a Egipto, aunque clausuró definitivamente el santuario del Oasis de Amón y el culto a Isis en Philae (primera catarata), acabando con los escasos restos de paganismo que quedaban, y ordenó la construcción del Gran Monasterio de la zarza ardiente en el Monte Sinaí entre 548 y 565 (posteriormente advocado a Santa Catalina, y el más antiguo que ha sido ocupado por una comunidad monástica ininterrumplidamente en todo el mundo), fue más recordado por su persecución a los diversos patriarcas miafisistas, a los que desterró, y por instalar al violento Apolinar como papa ortodoxo de Alejandría. Este murió en 569, siendo sucedido por el patricio Juan IV de Alejandría por designación imperial.

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La controversia triteísta

Justino II, sobrino de Justiniano, fue el nuevo emperador. Cambió por completo la política autoritaria de su predecesor, y procuró restaurar una buena relación con la nobleza senatorial, pagó las deudas del tesoro e interrumpió los subsidios e posibles enemigos exteriores, lo que llevó de inmediato a la guerra con Persia y la invasión de Italia por los lombardos.

Durante su gobierno, la facción gaianita perdió peso entre los miafisistas. Teófanes de Bizancio afirma que una parte de ellos incluso se reconcilió con el patriarca ortodoxo Juan IV, aunque luego se unieron al patriarca corruptícolaPedro IV. La facción severiana ganaba autoridad, y a la muerte de Pedro en 569, fue sucedido por el diácono Damian (o Damiano), monje en Escete, y que había fungido como su secretario.

Damián fue un papa de enorme fuste. Mientras Juan IV, como su predecesor, era un funcionario más ocupado de buscar y procesar a los clérigos miafisistas de Alejandría que en hacer apostolado, el patriarca severiano se multiplicó en el contacto con todas las comunidades egipcias miafisistas y en la refutación de diversas creencias heterodoxas.

Entre los discípulos de Severo de Antioquía descolló Juan Filopón, gramático antiaristotélico de Alejandría (notable astrónomo, defensor de la esfericidad de la tierra e impugnador de la eternidad celeste), que durante las décadas de 550 y 560 postuló que la esencia o naturaleza era lo mismo que la hipóstasis (es decir, individualidad), y que por tanto, había tantas esencias como hipóstasis. Si la hipóstasis tenía raciocinio, era una persona. De ello no se podía deducir sino que las tres personas de la Trinidad podeían tres esencias distintas, aunque Filopón negó que eso significara tres dioses en el sentido pagano del término. A esa corriente de pensamiento, que fue llamada triteísmo, se unió el obispo Conon de Tarso, aunque a su vez Juan y Conon disputaron más tarde en cuanto a si el cuerpo de los difuntos en el mundo futuro debía restablecerse solo en materia o también en forma.

Damián combatió vigorosamente el triteísmo, que se extendió entre algunos círculos miafisistas egipcios. Predicó la distinción entre esencia y persona divinas, y enseñó que existía una divinidad única, por cuya participación cada persona era divina. Para Damián, la divinidad era un todo, y cada persona de la misma era una parte. Los triteístas fuero acusados de politeístas, mientras ellos acusaron a Damián y los suyos de tetraditas, por añadir una “divinidad completa” a las otras que eran consideradas parciales. La confusión, llegado a este punto, como se puede suponer, era fenomenal. En 577, ya muerto Filopón, el papa Damián excomulgó a todos los triteístas, y acusó en una carta de triteísta al patriarca miafisista Pedro de Antioquía, que a su vez le acusó a él de sabeliano (modalista). Ambos se excomulgaron mutuamente.

Además de los triteístas de Filopón y Conon, Damián denunció a todas las escuelas, sectas y corrientes que se apartaban del miafisismo severiano (o corruptícola) en su época: naturalmente escribió contra el Concilio de Calcedonia y particularmente el tomo de León, que consideraba se apartaba de las enseñanzas de san Cirilo; condenó a las escasas comunidades de melicianos que todavía pervivían, por sus prácticas eucarísticas; a los aftartrodocetas- julianistas-gaianitas (que a su vez, pese a profesar una doctrina común se habían dividido entre sí por seguir a unos cabecillas u otros) por negar la corruptibilidad del cuerpo de Cristo, y poner en duda por tanto su humanidad y la propia Encarnación del Verbo; a los acéfalos o eutiquianos estrictos, esto es, monofisistas que no reconocían naturaleza humana en Cristo tras la Encarnación (los cuales a su vez sufrieron en esta época una minúscula secesión de tres obispos y sus congregaciones encabezados por un tal Barsanufio, del que tomaron el nombre de Barsanufianos); y anatemizó a los agnoetas o temistianos, que se habían separado de los propios corruptícolas por profesar la creencia de que el conocimiento de Cristo no había sido pleno sino limitado como el de los humanos. En pocas palabras, los escritos de Damián son un buen resumen de todas las corrientes cristianas egipcias de su época.

Como se ve, Egipto, y en particular Alejandría, estaba minada por completo en esta segunda mitad del siglo VI, por una miríada de sectas cristianas a cada cual más extravagante y radical, todas ellas con su propio clero, sus propias comunidades y con frecuencia sus propios monasterios. Dado que, a diferencia de su predecesor, Justino II (absorbido por guerras exteriores, problemas de salud mental y conflictos familiares) se desentendió del problema religioso, el caos en el país fue total, ya que los egipcios acostumbraban a llevar al terreno político sus diferencias religiosas.

Pronto, las querellas intestinas se vieron sacudidas por acontecimientos externos más graves. La estabilidad del Imperio, lograda tras el turbulento reinado de Zenon, más de un siglo atrás, saltó en pedazos poco después de la muerte del demente Justino II en octubre de 578. Los enemigos exteriores y los enfrentamientos civiles iban a marcar la siguiente generación, concluyendo en una invasión que cambió la faz de Egipto para siempre.

5 comentarios

  
Pablovelasco
Fascinante
14/10/25 1:26 AM
  
Xavier Albizuri
Extraordinario artículo, como toda la serie sobre la Iglesia copta de Alejandría, la gran Iglesia de la antigüedad. Las exacerbadas disputas teológicas de aquella época son una muestra de la limitación humana, de la soberbia intelectual que arrambla la verdad revelada.
14/10/25 7:21 PM
  
Claudio
Muy interesante la historia de la iglesia copta, nada conocida. Sería bueno conocer su canon bíblico, diferente al nuestro.
15/10/25 12:39 AM
  
Pablovelasco
Una duda, era San Cirilo realmente miafisita como insisten los que dicen seguirlo??? He leído que después del concilio de éfeso, se adhirió a un edicto de unión en el que se habla claramente de dos naturalezas

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LA

En el artículo anterior a este, trato sobre san Cirilo. https://www.infocatolica.com/blog/matermagistra.php/2506230302-la-iglesia-copta-iii#more47045

La base de toda la referencia a su teología al respecto de ese punto fueron sus famosos doce anatematismos, enderezados contra Nestorio. Como digo en ese artículo, en su afán por contradecir el difisismo de Nestorio, "la teología de Cirilo (sin eludir el tradicional recurso alejandrino a la alegoría escriturística) enseñaba que la physis o naturaleza del Verbo había sido únicamente divina antes de la Encarnación, y “hecha carne” literalmente después (de ahí que el título de Theotokos fuese correcto), en la hipóstasis del Hijo. De hecho, la unión entre las naturalezas divina y humana de Cristo en los escritos de Cirilo (y naturalmente la superioridad de la divina) es tan fuerte, que posteriormente generó (como veremos), nuevas polémicas interpretativas."

No parece que la intención de Cirilo fuese específicamente afirmar la única naturaleza divina de Cristo (y de hecho, no lo expresó taxativamente así), sino negar la separación entre ambas naturalezas. La forma en la que lo expresó, sin embargo, sí abría la posibilidad a interpretarlo en ese sentido, como hizo posteriormente Eutiques con no poco éxito.

Precisamente para eso existen los concilios ecuménicos, para definir y concretar expresiones de Padres de la Iglesia que, por ser autores humanos y perfectamente falibles, por muy santos, podían ser equívocas o ambiguas.
15/10/25 12:46 AM
  
LJ
La narración histórica es muy amena, eso la hace fácil de leer.
15/10/25 11:36 AM

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